Se paraba ante cada librería para comprobar las fechas. Cuando divisó un libro con el año 1573, torció a la derecha y se internó entre las estanterías.
Allí estaban: 1575,1577, 1580 y, por fin, 1581. ¡El presente! Había más de una docena de libros que llevaban grabado ese año. Se quedó parado frente a ellos, temblando como un conejo acorralado.
Lo que tenía ante sí le ofrecía el poder más extraordinario del mundo, el poder de ver el futuro. Nadie en la tierra salvo John Cantwell tenía la capacidad de adivinar quién iba a nacer y quién iba a morir. El pecho se le hinchó de orgullo. Su padre estaba equivocado. Contra todos sus pronósticos, John había conseguido algo en la vida. Extendió el brazo lenta y pausadamente hacia uno de los libros.
No vio venir el golpe, no llegó a sentir dolor, jamás volvió a sentir nada.
La piedra le hendió el cráneo, y su cerebro quedó anegado en un flujo mortal de sangre. Se desplomó en el suelo como el muñeco de trapo de un niño.
– Ya está -comunicó el hermano Michael a su acompañante, que estaba unos pasos por detrás en la oscuridad-. Está muerto.
– Que Dios nos perdone -dijo el hermano Emmanuel, inclinándose sobre el cadáver para recoger la antorcha antes de que prendiera fuego a los libros del estante inferior. Ambos se arrodillaron y se pusieron a rezar.
Los dos jóvenes monjes habían visto cómo los cavadores pasaban frente a sus viviendas en plena noche, los habían seguido y los habían observado desde lejos mientras removían la tierra. Cuando los lugareños huyeron, los monjes permanecieron donde estaban para espiar al hombre que quedaba. En el momento en que bajó por una soga a la cámara subterránea, se santiguaron y, silenciosos como serpientes, se arrastraron sobre la hierba y descendieron tras él.
El hermano Michael estaba furioso por aquella invasión del monasterio, y sobre todo por haberse visto obligado a segar una vida.
– ¿Qué lugar es este? -espetó.
Su acompañante era unos años mayor, menos atlético, más cerebral.
– Probablemente una biblioteca antigua y sagrada, fundada por los hermanos cuyos restos reposan en la Cripta. La aislaron del exterior por un motivo que no acierto a imaginar. No somos dignos de estar aquí, y con toda seguridad este despreciable intruso tampoco. Acabar con una vida es un pecado grave, pero Dios nos perdonará.
– Marchémonos -dijo Michael-. Propongo que tapemos el agujero, rellenemos la zanja y no digamos una palabra de esto a los demás. ¿Guardarás el secreto conmigo, hermano?
– En nombre de Nuestro Señor, así lo haré.
Dejaron el cadáver de John Cantwell donde había caído y usaron su antorcha para iluminar el camino de vuelta hacia la soga. El cuerpo inició su lento proceso de desecación y no volvería a ser visto por unos ojos humanos hasta 366 años después.
Transcurrió un mes, luego otro y otro. Todas las mañanas, Edgar Cantwell preguntaba a todos los que vivían en su casa si habían tenido noticia de su hijo John.
El otoño cedió el paso al invierno, el invierno a la primavera, y el anciano empezó a resignarse a la idea de que su primogénito había desaparecido de la faz de la tierra. Nadie sabía cuál era su destino cuando partió de Cantwell Hall en secreto, ni qué podía haberle ocurrido.
Un día, mientras Edgar oraba en su capilla para que Dios lo guiara en su estado de debilidad y confusión crecientes, le pareció oír que el Señor le susurraba que revelase el secreto familiar a Richard, su hijo menor, para que lo sucediera como poseedor del conocimiento sobre el libro de Vectis. Al salir de la capilla, pidió a los criados que lo llevaran a la biblioteca. Lo sentaron en una butaca, y él les ordenó que se encaramasen para sacar la caja de madera oculta en el estante de arriba.
Su ayuda de cámara subió, le pasó unos libros a otro sirviente y anunció que había encontrado la caja. Se la llevó a su patrón y la colocó sobre sus rodillas.
Hacía mucho tiempo que el anciano no tenía la caja entre sus manos. Estaba deseando pasar unos momentos con esos papeles, viejos amigos que le traían tantos recuerdos; la carta de Félix, que lo había fascinado cuando era joven, la hoja enigmática con una fecha de un futuro lejano, la carta de Calvino, que valoraba más que las demás por ser un recuerdo de su querido amigo, la carta de Nostradamus, escrita por el hombre que lo había salvado de una muerte segura.
Levantó la tapa despacio.
La caja estaba vacía.
Edgar soltó un grito ahogado y se disponía a decirle al criado que subiese de nuevo la escalera de mano cuando sintió que el pecho le estallaba con el dolor de mil golpes.
Estaba casi muerto cuando su cuerpo marchito resbaló de la silla y cayó al suelo; los sirvientes no pudieron hacer otra cosa que llamar a sus hijos con gritos desesperados. El joven Richard, el primero en aparecer, jamás sabría que el secreto de Vectis había muerto con su padre.
Capítulo 28
Will e Isabelle estaban sentados en la biblioteca, con la carta de Nostradamus frente a ellos, en una mesa. La enormidad de sus descubrimientos de los dos últimos días los había dejado agotados. Cada uno parecía más trascendental que el anterior. Se sentían como dos almas flotando en el ojo de un huracán; todo lo que los rodeaba estaba en calma y la rutina seguía su curso, pero sabían que se encontraban cerca de una tormenta que giraba violentamente en torno a ellos.
– Nuestro libro -murmuró Isabelle- ha tenido un efecto profundo en grandes hombres. Cuando acabemos con esto, iré corriendo a comprarme un ejemplar del libro de Nostradamus y lo leeré con renovado respeto.
– Tal vez fue tu libro el que hizo grandes a Calvino y Nostradamus -dijo Will, tomando un sorbo de café-. Sin él, quizá hubieran sido hombres del montón.
– A lo mejor nos hace grandes a nosotros también.
– Ya estamos otra vez. -Will se rió-. Sé que cada vez te cuesta más hacerte a la idea de guardar esto en secreto, pero prefiero que vivas muchos años en el anonimato a que tengas una vida afamada pero corta.
Ella no le hizo caso.
– Tenemos que encontrar la última pista, aunque no sé cómo podría superar a las tres primeras. ¡Solo de pensar en las cosas que hemos descubierto…!
Will sintió el impulso de llamar a Nancy para agradecerle su aportación. Debía de estar en el trabajo.
– Todo se centra en el hijo que pecó -dijo.
Isabelle frunció el ceño.
– En este caso no sé ni por dónde empezar. -Oyó que la llamaban desde el gran salón-. ¡Abuelo! -gritó-. Estamos en la biblioteca.
Lord Cantwell apareció, con el periódico bajo el brazo.
– No sabía dónde te habías metido. Hola, señor Piper. ¿Todavía por aquí?
– Sí, señor. Espero que hoy sea el último día que paso aquí.
– ¿Acaso mi nieta no está siendo una buena anfitriona?
– Al contrario, señor. Es estupenda. Pero tengo que volver a casa.
– Abuelo -dijo Isabelle de pronto-, ¿consideras que algún Cantwell fue un gran pecador?
– ¿Aparte de mí?
– Sí, aparte de ti -respondió ella, siguiéndole la broma.
– Bueno, mi bisabuelo perdió buena parte de la fortuna familiar en un negocio especulativo con un naviero. Si es pecado ser tonto, entonces sí que fue un gran pecador, supongo.