– Yo estaba pensando en épocas anteriores, el siglo XVI más o menos.
– Bueno, como ya te he dicho, al viejo Edgar Cantwell siempre se lo consideró un poco como una oveja negra. El hombre se cambiaba la chaqueta de católico a protestante y viceversa con la velocidad de un galgo. Yo diría que era un oportunista, pero logró evitar la prisión y conservar la cordura.
– ¿Hubo alguien con una fama aún peor? -preguntó ella.
– Pues…
Por la expresión de su abuelo, a Isabelle le pareció que se le había ocurrido algo.
– ¿Sí?
– Estaba William, el hermano de Edgar Cantwell, supongo. Por ahí hay colgado un retrato pequeño de él cuando era niño. A principios del siglo XVI mató sin querer a su padre, Thomas Cantwell. Aparece también en el cuadro grande que está en la pared sur del salón. Es el que va a caballo.
– Sé a cuál te refieres -dijo Isabelle, con curiosidad creciente-. ¿Qué fue de William?
Lord Cantwell hizo un gesto como de cortarse la garganta.
– Se quitó de en medio, según se dice. Pero no sé si es cierto.
– ¿Cuándo ocurrió? ¿En qué año? -preguntó Isabelle.
– Que me aspen si lo sé. La mejor manera de averiguarlo sería echar un vistazo a la fecha de su lápida.
Will e Isabelle se miraron y se levantaron de un salto.
– ¿Crees que estará en la parcela familiar? -inquirió ella, emocionada.
– No lo creo -dijo lord Cantwell con indiferencia-; lo sé.
– ¡No me diga que hay un cementerio familiar aquí! -exclamó Will en voz lo bastante alta para que el viejo hiciera una mueca.
– Sígueme -dijo Isabelle, y salió corriendo por la puerta.
Lord Cantwell sacudió la cabeza, se sentó en uno de los sillones desocupados y se puso a leer el periódico.
El cementerio de los Cantwell estaba en un claro rodeado de árboles en el extremo más alejado de la finca, una zona no muy visitada, pues a lord Cantwell lo afligía visitar la tumba de su esposa y ver la parcela reservada para sus restos mortales. Isabelle se acercaba allí de vez en cuando, sobre todo en las mañanas soleadas de verano, cuando el buen tiempo contrarrestaba el ambiente sombrío del lugar. Como llevaba semanas desatendido, la maleza había crecido bastante. Los hierbajos, que empezaban a marchitarse en esa época del año, se encorvaban perezosamente sobre las piedras.
Había más de ochenta lápidas; pocas para un cementerio de pueblo, muchas para un camposanto familiar. No todos los Cantwell reposaban allí. A lo largo de los años, muchos habían caído en alguna guerra u otra y estaban enterrados en campos de batalla ingleses o en otros países. Cuando salieron al claro, Isabelle le explicó a Will lo difícil que había sido conseguir que el ayuntamiento local diese permiso a su padre para enterrar allí a su esposa.
– Por las normas de sanidad -resopló indignada-. ¿Y las tradiciones qué?
– Me gusta la idea de un cementerio familiar -comentó Will con delicadeza.
– Yo ya he elegido un sitio para mí. Al pie de ese hermoso limero.
– Bonito lugar -dijo Will-, pero no tengas prisa.
– Eso no depende de mí, ¿verdad? Todos estamos predestinados, ¿ya no te acuerdas? Muy bien, al lío: ¿dónde está nuestro pecador?
La lápida de William Cantwell era una de las más pequeñas del camposanto y estaba casi totalmente cubierta de maleza, por lo que hizo falta una busca metódica para localizarla. La encontraron hacia el centro del claro y en ella no constaba más que el nombre y el año de su muerte, 1527.
– «Con el hijo que cometió un pecado horrendo» -dijo Will-. Supongo que necesitamos una pala.
Isabelle fue al cobertizo del jardín y regresó con dos palas. Aunque estaban solos, pusieron manos a la obra sintiéndose culpables, mirando de vez en cuando hacia atrás, pues no estaban realizando una actividad socialmente aceptable.
– Nunca había profanado una tumba -declaró Isabelle con una risita.
– Yo sí -dijo Will. No bromeaba. Hacía años, por un caso que estaba investigando en Indiana, pero no tenía ganas de hablar de ello, e Isabelle no le pidió más detalles-. Me pregunto a qué profundidad los plantaban en esa época.
Estaba haciendo buena parte del trabajo, por lo que había empezado a sudar. Como había otras dos sepulturas de antepasados cerca, el espacio no era suficiente para que ambos cavaran a la vez.
Will se quitó la chaqueta y el jersey y continuó sacando tierra oscura y fértil hasta que formó un montículo sobre una tumba cercana. Cuando llevaban una hora, los dos empezaron a desanimarse; se preguntaron si William estaba realmente enterrado allí. Will salió del agujero y se sentó en la hierba. El sol de la tarde brillaba con una intensidad otoñal y soplaba un viento frío. Las hojas del limero de Isabelle susurraban ruidosamente sobre sus cabezas.
Ella tomó el relevo y saltó a la fosa como una niña a una piscina. Sus dos pies tocaron el fondo a la vez con un golpe que sonó curiosamente a hueco.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntaron al mismo tiempo.
Isabelle, con un nudo de emoción en la garganta, se puso de rodillas y comenzó a rascar el suelo con la punta de la pala hasta que dejó al descubierto una superficie metálica áspera.
– ¡Dios santo, Will! ¡Creo que lo hemos encontrado! -gritó.
Cavó alrededor del objeto y despejó los bordes. Era un rectángulo de cerca de medio metro de largo y veinte centímetros de ancho. Will la miró mientras hincaba la pala en el suelo junto a uno de los bordes largos y hacía palanca.
Era una caja de cobre totalmente deslustrada. Debajo se entreveía la madera podrida y mohosa de un ataúd. Isabelle le tendió la caja a Will, que estaba arriba.
Aunque la cubría una gruesa pátina verde y negra, saltaba a la vista que se trataba de una pieza de metalistería bellamente grabada con unas patas pequeñas y redondeadas. Los cantos de la tapa tenían incrustaciones de un material duro y rojo. Cuando Will lo frotó con la uña, se descascarilló.
– Es una especie de cera -dijo-, para sellar o para velas. Querían cerrar la caja herméticamente.
Ella había subido y estaba junto a él.
– Espero que lo consiguieran -dijo con expectación.
Fueron lo bastante disciplinados para rellenar de nuevo el agujero antes de concentrarse en la caja, pero cuando lo hicieron se entregaron a la tarea a toda prisa. Una vez que la fosa quedó tapada, corrieron a la casa y fueron directos a la cocina, donde Isabelle encontró un cuchillo pequeño pero robusto. Desprendió la cera endurecida de todo el contorno y, con la avidez de una niña que abre el primer regalo en Navidad, arrancó la tapa.
Había tres hojas de pergamino, con manchas de color verde cobrizo, pero secas y legibles. Isabelle las identificó de inmediato.
– Will -susurró-. ¡Son las últimas páginas de la carta de Félix!
Se sentaron a la mesa de la cocina. Will la vio recorrer la página con la mirada a toda velocidad y mover ligeramente los labios, y la animó a traducirla sobre la marcha. Ella comenzó a leerla despacio, en voz alta.
El noveno día de enero del año 1217 de Nuestro Señor, llegó el fin para la Biblioteca y la Orden de los Nombres. Los escribas, que eran más de cien, habían estado comportándose de un modo extraño, trabajando sin la diligencia habitual. Era como si hubieran perdido toda vitalidad. De hecho, no acertábamos a explicamos su lasitud, pues no podían expresar lo que sentían o pensaban. Antes de dicho día, acaeció algo, un presagio de lo que iba a ocurrir. Uno de los escribas, en una asombrosa violación de las leyes humanas y divinas, se quitó la vida, clavándose la pluma en el ojo hasta hundirla en la sustancia de su cerebro.
Después, el Día Final, me pidieron que acudiese a la Biblioteca, donde me encontré con una escena que aún me biela la sangre cuando la recuerdo. Desde el primero basta el último de los escribas, todos los hombres y muchachos de ojos verdes, se habían atravesado el ojo con la punta de la pluma y habían causado su propia muerte. Sobre sus mesas de escribir, cada uno había terminado de escribir una última página, algunas de las cuales estaban manchadas desangre. Y en las páginas de todos ellos se leían idénticas palabras: de febrero de 2021. Finis Dierum». Habían finalizado su trabajo. No había más nombres que anotar. Habían llegado hasta el Final de los Días.