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El gran Baldwin, en su sabiduría suprema, proclamó que la Biblioteca debía ser destruida, pues la humanidad no estaba preparada para la revelación que contenía. Yo mismo supervisé el traslado de los escribas muertos a sus criptas, y fui el último hombre en atravesar las vastas cámaras de la Biblioteca entre las interminables filas de estantes con libros sagrados. Pero esta, Señor, es mi confesión: prendí fuego con mis propias manos a los montones de heno dispuestos alrededor de la Biblioteca. Para encenderlos utilicé las hojas que llevaban escritas las palabras Finis Dierum hasta que todas quedaron reducidas a cenizas. Vi cómo el fuego consumía ¡as vigas y el edificio se venía abajo. Pero, pese a las órdenes de Baldwin, no arrojé una antorcha a las criptas. No soportaba la idea de ser el artífice terrenal de la destrucción de la Biblioteca. Creía fervientemente, y sigo creyéndolo, que esta decisión corresponde solo a Dios Todopoderoso. A decir verdad, ignoro si el incendio arrasó la enorme Biblioteca situada debajo del edificio. Lo único que me consta es que el suelo ardió durante largo rato. Mi alma lleva también mucho tiempo consumiéndose, y cuando camino sobre el terreno calcinado, no sé si bajo mis pies hay cenizas o páginas.

Mas he de confesar, amado Señor, que por un arranque de locura blasfema elegí al azar un libro de la Biblioteca antes de que quedara clausurada y quemada. Hoy día sigo sin saber por qué.

Por favor, te suplico que me perdones por mi maldad. Es el volumen que tengo ante mí. Este libro y esta epístola son prueba y testimonio de lo que ha ocurrido. Si tu deseo, Señor, es que destruya este libro y esta carta, lo haré de buen grado. Te pido, Dios, Señor, mi Salvador, que me envíes una señal, y yo satisfaré tu deseo. Seré tu obediente y más humilde servidor hasta el fin de mis días.

Félix

El texto de la tercera y última hoja, quebradiza y amarillenta, estaba escrito por otra mano. Parecía un garabato trazado a toda prisa. Solo había dos renglones.

9 de febrero de 2027

Finis Dierum

Isabelle se puso a llorar, primero con suavidad, luego en un crescendo, cada vez más fuerte, hasta que prorrumpió en sollozos y jadeos, con el rostro enrojecido. Will la miró con pena, pero estaba pensando en su hijo. Phillip tendría diecisiete años en 2027, sería un joven lleno de esperanzas. Estuvo en un tris de deshacerse en lágrimas también, pero se levantó y posó las manos sobre los convulsos hombros de Isabelle.

– No sabemos si es verdad -dijo.

– ¿Y si lo es?

– Supongo que no nos queda más remedio que esperar para averiguarlo.

Ella se puso de pie, como invitándolo a estrecharla entre sus brazos. Permanecieron abrazados durante largo rato hasta que él le dijo de forma escueta y sin rodeos que había llegado el momento de partir.

– ¿Tan pronto?

– Si regreso a Londres esta noche, podré coger un vuelo por la mañana.

– Por favor, quédate solo una noche más.

– Debo irme a casa -dijo simple y llanamente-. Echo de menos a mi gente.

Ella se sonó la nariz y asintió.

– Volveré -le prometió Will-. Cuando Spence haya terminado con estas cartas, estoy seguro de que se las devolverá a la familia Cantwell. Son vuestras. Tal vez algún día puedas inspirarte en ellas para escribir el libro más importante de la historia.

– En vez de esa tesis mediocre que escribiré, ¿verdad? -Lo miró a los ojos-. ¿Dejarás aquí el poema?

– Un trato es un trato. Podrás arreglar tu tejado.

– Nunca olvidaré estos últimos días, Will.

– Yo tampoco.

– Tu esposa es una mujer con suerte.

Él sacudió la cabeza con actitud culpable.

– Yo tengo mucha más suerte que ella.

Isabelle pidió por teléfono un taxi, mientras él subía a su habitación a hacer la maleta. Cuando terminó, envió dos mensajes de texto.

Para Spence:

Misión cumplida. He encontrado las 4. Vuelvo con ellas mañana. Prepárate para algo increíble.

Para Nancy:

Eres genial. Acertaste el profeta. Es alucinante. Llego mañana. No t imaginas cuánto t echo de menos. No volveré a irme de tu lado.

Esa noche, en Cantwell Hall volvió a reinar el silencio y a haber solo dos residentes: un anciano que dormía y su nieta, que daba vueltas y más vueltas en la cama. Antes de acostarse, Isabelle había pasado por la habitación de invitados y se había sentado en la cama. Todavía olía a Will. Ella aspiró ese olor y rompió a llorar de nuevo hasta que se oyó a sí misma decir «no seas tonta». Se hizo caso, se enjugó los ojos y apagó la luz.

DeCorso observaba, oculto tras los arbustos. El cuarto de invitados quedó a oscuras y, a continuación, se encendió una luz en la habitación de Isabelle. Miró la esfera luminosa de su reloj. Se agachó y escribió un mensaje cifrado a Frazier en su BlackBerry, pulsando furiosamente con sus recios pulgares las teclas que brillaban en la oscuridad.

Mi trabajo en Wroxall casi ha terminado. He recibido los datos del hotel y el vuelo de Piper del centro de operaciones. ¡Ha usado su tarjeta de crédito! Aún no se huele que vamos a por él. El plan es interceptarlo antes de que llegue a Heathrow. Espero instrucciones respecto a los Cantwell.

Frazier leyó el mensaje y, cansado, se frotó el cuero cabelludo. Aunque en el desierto era media tarde, bajo tierra la hora del día era una abstracción. Frazier llevaba dos días enteros sentado a su mesa y no quería pasar allí otro más. La operación estaba llegando a su punto crítico, pero había decisiones finales que tomar, y su jefe había dejado claro que, en vista de lo desagradables que resultaban las opciones, serían responsabilidad de Frazier, no suya.

– Esas cosas forman parte de su trabajo, no del mío -había gruñido Lester por teléfono, y a Frazier le habían dado ganas de replicar: «Así podrás mantener las manos limpias y dormir por las noches».

La decisión respecto a Piper fue la más fácil de tomar para Frazier.

DeCorso lo interceptaría en su hotel de Heathrow, lo inmovilizaría por todos los medios necesarios y se apoderaría de todos los objetos que Piper hubiera encontrado en Cantwell Hall. Un equipo de extracción de la CIA los recogería en el hotel y los llevaría a la base militar estadounidense en Mildenhall, donde los esperaría un avión de transporte de la armada enviado por el secretario Lester. Piper era FDR, así que no había posibilidades de que DeCorso matase al muy cabrón, pero nada le impedía dejarlo hecho un Cristo. «Que pase lo que tenga que pasar -pensó Frazier-, siempre y cuando nos apoderemos de todo el material que pueda poner en peligro la integridad de la misión de Área 51.»

Después detendrían a Spence y a los compinches que tuviera, y se llevarían a la Cripta el volumen que faltaba. Suponía que se celebraría alguna especie de ceremonia in situ, pero ese era el tipo de nimiedades que incumbían al contraalmirante de la base.

La decisión sobre Cantwell Hall era más complicada. Al final, Frazier hizo lo que ya había hecho a menudo en situaciones similares. Dejó que la Biblioteca le ayudase a tomar una determinación. Tras estudiar las fechas de fallecimiento de las personas implicadas, asintió, atando cabos. A continuación se concentró en los detalles del plan. No tenía duda de que De-Corso cumpliría con su cometido eficientemente. Lo único que le preocupaba eran los ingleses. El SIS había reaccionado al asunto Cottle como un enjambre de avispones enfurecidos, y lo que menos necesitaba en ese momento era que DeCorso hurgara con un palo en el avispero. Le indicaría que obrase con cautela, con una cautela excepcional. Pero, si ponía en la balanza riesgos y beneficios, estaba convencido de que era el camino correcto. ¿De qué serviría neutralizar a Piper si la chica y su abuelo podían irse de la lengua sobre lo que fuera que hubiesen descubierto?