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Escribió un mensaje de correo electrónico a DeCorso en que le comunicaba sus órdenes y le lanzaba una severa letanía de advertencias.

Seguramente, esa sería su última misión con DeCorso, pensó, sin el menor atisbo de sentimentalismo.

Cuando Isabelle apagó la luz de su habitación, DeCorso miró por su telescopio de visión nocturna para cerciorarse de que ella no saliera a dar vueltas por la casa. Esperó media hora larga, a fin de estar más seguro, y se puso manos a la obra. Contaba con un cóctel que era su favorito para este tipo de trabajo; barato, fácil de comprar, con el equilibrio perfecto entre velocidad y alcance. Queroseno, disolvente de pintura y combustible para acampadas mezclados en la proporción justa. Se acercó a la casa arrastrando dos bidones de veinte litros y comenzó a verter el líquido en silencio a lo largo del perímetro del edificio. La vieja estructura de la época Tudor prendería con bastante rapidez, pero no quería que quedaran resquicios. Quería crear un anillo de fuego.

Continuó hasta dar la vuelta completa y regresar al jardín trasero. Todavía quedaba un bidón medio lleno. Valiéndose de una pequeña ventosa y un cortavidrios con punta de diamante, hizo un agujero en la ventana de la sala francesa, justo debajo de la habitación de Isabelle. Vació dentro el líquido que quedaba. Acto seguido, con la indiferencia de un trabajador de fábrica al final de su turno, encendió una cerilla y la tiró a través del cristal.

Isabelle estaba soñando.

Yacía en el fondo de la tumba de William Cantwell. Notaba encima el peso de Will, que estaba haciéndole el amor, y la tapa del ataúd de madera crujía y chirriaba debajo de ellos. La sorprendía, y de hecho la angustiaba profundamente el placer tan inapropiado que sentía en aquel escenario tan tétrico. Pero de pronto veía el cielo, por encima del hombro de Will. El sol del ocaso despedía un brillo anaranjado, y la brisa agitaba su limero. El suave susurro de sus grandes ramas verdes la tranquilizaba, y la invadía una felicidad absoluta.

Mientras ella sucumbía a la intoxicación por humo, el fuego devoraba la planta baja de Cantwell Hall. Los delgados paneles, los tapices y las alfombras, las habitaciones repletas de muebles viejos ardían como astillas y yesca. En el gran salón, los retratos al óleo de Edgar Cantwell, sus antepasados y sus descendientes burbujeaban y siseaban antes de desprenderse uno tras otro de las paredes en llamas.

En el dormitorio de lord Cantwell, el viejo había muerto a causa de la inhalación de humo antes de que el fuego llegara hasta allí. Cuando llegó, trepó por las paredes y se propagó por los muebles hasta su mesilla de noche, donde prendió la esquina de lo último que había leído antes de dormirse.

El poema de Shakespeare se arrugó hasta formar una bola amarilla ardiente, antes de quedar reducido a cenizas.

Capítulo 29

DeCorso salió de la carretera de circunvalación norte y entró en el aparcamiento de Hertz. Eran las tres de la madrugada, estaba cansado y quería llegar al Marriott del aeropuerto, lavarse para quitarse el olor a sustancias inflamables del cuerpo y dormir unas horas antes de lidiar con Piper. Como era muy tarde y no había ningún empleado del hotel en el aparcamiento, llevó su maleta al vestíbulo. Había un solo recepcionista en el turno de noche, un sij joven y aburrido con un turbante y un polo, que lo registró con gestos maquinales y empezó a prepararle la factura.

Le cambió la expresión y se quedó mirando la pantalla de su ordenador.

– ¿Algún problema? -preguntó DeCorso.

– Se me queda colgado. Tengo que ir a ver qué pasa con el servidor. Enseguida vuelvo.

Desapareció por una puerta. DeCorso giró la pantalla para echarle un vistazo, pero estaba en blanco. Pasó su peso de una pierna a otra, impaciente y cansado, y tamborileó con los dedos en el mostrador de recepción.

La rapidez con que llegó la policía lo impresionó desde un punto de vista puramente profesional. Las luces azules centellearon en el aparcamiento y rodearon la oficina. DeCorso sabía que los polis ingleses normales no iban armados, pero aquellos tipos llevaban fusiles de asalto. Debía de ser una unidad antiterrorista del aeropuerto. No se andaban con chiquitas, así que cuando le gritaron que se tumbase en el suelo, él obedeció sin vacilar, aunque antes soltó un taco de rabia.

Cuando le pusieron unas esposas de plástico y le incorporaron con brusquedad, miró a la cara al oficial que estaba al mando. Era de la policía secreta, un subinspector que parecía tan pagado de sí mismo como un gato que ha cazado un canario.

– ¿A qué viene esto? -quiso saber DeCorso.

– ¿Ha estado alguna vez en Wroxall, Warwickshire, señor?

– Nunca he oído hablar de ese sitio.

– Pues, curiosamente, la policía local recibió una denuncia de un ciudadano que alertaba sobre un vehículo sospechoso que rondaba la zona por un camino de tierra. Su vehículo, señor.

– No puedo ayudarlos.

– Ha habido un incendio con víctimas mortales hace unas horas en una casa de Wroxall. La matrícula de su Ford Mondeo coincide con la del vehículo denunciado. Hemos estado esperando a que apareciera usted. -El subinspector olfateó el aire-. ¿Percibo un ligero olor a queroseno, señor?

DeCorso le dedicó una mirada de desprecio.

– Solo tengo una cosa que decirle.

– ¿Cuál, señor?

– Tengo inmunidad diplomática.

Will despertó temprano en el Marriott de Heathrow, sin saber nada del incendio ni de sus consecuencias. Sin que nadie lo molestara, cogió el autobús lanzadera a la Terminal 5 y embarcó en el vuelo de las 9.00 de British Airways al aeropuerto JFK; sus ronquidos resonaron en la zona de primera clase durante casi toda la travesía sobre el Atlántico.

Tras aterrizar en Nueva York, Will pasó por el control de aduana antes del mediodía, hora local. Atravesó la zona de llegadas a grandes zancadas, sacó su teléfono móvil y se lo guardó de nuevo sin haberlo utilizado. Había decidido tomar un taxi y darle una sorpresa a Nancy en su oficina. Sería divertido.

Era antes del mediodía en Nevada, y Frazier estaba en el centro de operaciones de Área 51, presa del pánico. Se habían enterado por medio de las noticias locales del Reino Unido de que DeCorso había cumplido con éxito la primera parte de su misión. Cantwell Hall, una vieja mansión señorial en tierras de Shakespeare, era el escenario de un crimen todavía humeante. Pero ¿dónde narices estaba DeCorso? No era propio de él desaparecer del mapa cuando estaba realizando este tipo de trabajos. Intentaron contactar con él por teléfono y correo electrónico, pero estaba ilocalizable.

La línea de Frazier se iluminó y él contestó, con la esperanza de que se tratara de su hombre, pero en su lugar oyó la voz conocida de un ayudante del secretario de Marina, que le indicó que esperara a que el señor Lester se pusiera al aparato. Frazier golpeó la mesa con el puño, enfadado. No era un buen momento para que Lester llamase para pedir que le pusieran al tanto de las novedades.

– ¡Frazier! -atronó Lester-. ¿Qué pasa?

Esto descolocó a Frazier. ¿Qué manera de iniciar una conversación era esa?

– ¿Disculpe, señor?

– Acabo de recibir una llamada del Departamento de Estado, que a su vez ha recibido una llamada de la embajada estadounidense en Londres. ¡Uno de tus hombres está en el trullo, alegando inmunidad diplomática!

Will salió de la terminal a la pálida luz de esa mañana de llovizna. Se dirigía hacia la parada de taxis cuando oyó un bocinazo sonoro y vio que la caravana de Spence se acercaba a la terminal. Frunció el entrecejo, molesto. Pensaba ir a verlos a la hora convenida, pero antes quería reconciliarse con su esposa, coger a Philly en brazos y darle un beso en su carita mofletuda. La puerta de la caravana se abrió, y Will se encontró frente al rostro gordo y barbado de Spence. Curiosamente, este no parecía contento de verlo. Le hizo señas con aire apremiante para que subiera.