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Kenyon iba y venía por el interior del vehículo.

– Hemos estado dando vueltas -dijo con nerviosismo-. Menos mal que estás aquí y que te hemos encontrado.

Will se sentó mientras Spence pisaba el acelerador.

– ¿Por qué no me habéis llamado al móvil?

– No me he atrevido -respondió Spence, con expresión sombría-. Han quemado la casa. Sale en todas las noticias de Inglaterra.

A Will se le dispararon todas las alarmas, su sentido del equilibrio se descontroló; se sintió mareado y con ganas de vomitar.

– ¿La chica? ¿Su abuelo?

– Lo siento, Will -dijo Kenyon-. No nos queda mucho tiempo.

Will notó que se le humedecían los ojos y se echó a temblar.

– Llevadme al centro, a las oficinas del FBI. Tengo que pasar a recoger a mi esposa.

– Cuéntanos qué has descubierto -le pidió Spence enérgicamente.

– Tú conduce, yo hablaré. Después nuestro trato habrá concluido. Para siempre.

Frazier corrió por los pasillos del edificio Truman, con dos de sus hombres trotando tras él. Subieron en el ascensor al nivel del suelo y luego montaron de un salto en un todoterreno que los esperaba para llevarlos al aeródromo. Un Learjet aguardaba en la pista, listo para despegar, así que Frazier ordenó que partiese de inmediato. Los pilotos preguntaron cuál era su destino.

– Nueva York -gruñó Frazier-. Me da igual cuánto tarden habitualmente en llegar allí. Hay que tardar menos.

Will resumió los días anteriores con frases escuetas y directas, al estilo militar. El asombro por el descubrimiento, la emoción de la búsqueda y el pasmo ante la revelación quedaron ensombrecidos por la demoledora noticia. ¿Habían muerto porque él había metido las narices en el asunto? La idea le pasó por la cabeza. Sí y no, concluyó con amargura; sí y no. Un maldito sabio monje pelirrojo había escrito sus nombres en un pergamino hacía mil años: Mors. El día anterior era su día. Era inevitable. Nada podría haber cambiado su destino.

«Es para volverse loco», pensó.

«Debería volverme loco.»

Cuando finalizó su informe robótico, entregó a Kenyon los originales de la carta de Félix, la carta de Calvino, la carta de Nostradamus y las correspondientes traducciones de Isabelle, escritas a mano con todo cuidado. En el vuelo desde Londres, Will había dividido la carta de Félix en dos partes, tal como Isabelle y él la habían encontrado, para recrear la emoción de su descubrimiento. Pero el impacto del relato ya no le importaba demasiado.

Cerró los ojos mientras Kenyon leía en voz alta las traducciones y Spence conducía, con los dientes apretados, moviendo su pesado pecho al compás de los silbidos de la máquina de oxígeno.

Kenyon, con el aliento entrecortado, iba haciendo comentarios y digresiones. Aunque habría sido difícil encontrar a un hombre más afable y de modales más exquisitos, al leer las cartas de Cantwell, su delgado cuerpo se estremeció, electrizado, y se le desorbitaron los ojos.

La carta de Félix los entusiasmó. De golpe y porrazo, todos aquellos años de discusiones y conjeturas sobre el origen de la Biblioteca quedaban superados, gracias a un testimonio de la época.

– ¿Lo ves, pedazo de acémila? -gritó Kenyon-. ¡Yo tenía razón! De la mente de Dios a la mano de un escriba. Esta es la prueba definitiva. Por fin, el hombre tiene la respuesta a la pregunta que se hace desde tiempos inmemoriales.

Spence negó con la cabeza.

– ¿Prueba de qué? ¿Por qué Dios? ¿Por qué no puede haber una fuerza sobrenatural o mística tras esa historia del séptimo hijo? O, ya puestos, ¿por qué no extraterrestres? ¿Por qué tiene que ser siempre Dios?

– ¡Oh, por favor, Henry! Pero si está claro como el agua. -De pronto, cayó en la cuenta de que la carta estaba incompleta-. ¿Dónde está el final? ¿No hay nada más?

Will, que tenía la cabeza gacha, la alzó.

– Sí -dijo-. Hay más. Sigue.

Kenyon pasó a la carta de Calvino y leyó el final en un tono cada vez más triunfal.

– Puede que tú no estés convencido, Henry, pero ¡sí lo estaba el teólogo más grande de su época!

– ¿Qué otra cosa iba a pensar? -resopló Spence-. Lo interpretó en función del contexto que le era familiar. Eso no tiene nada de raro.

– ¡Eres un caso perdido!

– Y tú eres monolítico.

– Bueno, hay algo en lo que podemos estar de acuerdo. Esto es una prueba concluyente de dónde obtuvo Calvino su fe inquebrantable en la predestinación.

– Eso no te lo negaré -dijo Spence.

Kenyon se lanzó al ataque.

– ¡Y si yo quiero creer con absoluta certeza, como Calvino, que Dios sabe todo lo que va a ocurrir porque El ha decidido lo que ocurrirá y por tanto hace que ocurra, eso tampoco podrás negármelo!

– Puedes creer lo que quieras.

Los dos viejos amigos esgrimían sus argumentos sin hacer el menor esfuerzo por incluir a Will en la conversación. Les había quedado claro que quería que lo dejaran en paz.

La carta de Nostradamus arrancó una risita a Spence.

– ¡Siempre había pensado que era un viejo charlatán!

– Por lo visto tenías razón a medias -señaló Kenyon-. Por algún motivo, los poderes no se transmitían en su totalidad por vía materna. Nostradamus heredó solo una parte. Por eso sus predicciones son tan vagas.

Aunque el tráfico era muy denso en la autopista E D. R., la caravana se acercaba sin prisa pero sin pausa a la salida del bajo Manhattan.

– Muy bien, Alf-dijo Spence-. Ha llegado el momento de la pista número cuatro. Va a ser el plato fuerte, ¿verdad, Will?

– Sí -contestó Will, desmoralizado-. Es la hostia.

Kenyon pasó a las últimas páginas en la carpeta de Will. Leyó la traducción de Isabelle del final de la carta de Félix en voz monótona y baja, y cuando terminó, todos se quedaron callados. Llovía de nuevo, y los limpiaparabrisas se movían lentamente de un lado a otro como un metrónomo.

– Finis Dierum -dijo al fin Kenyon.

– Es lo que siempre había temido -murmuró Spence-. El peor panorama imaginable. Joder.

– No estamos seguros -farfulló Kenyon.

– Sabemos que dentro de tres días estaré muerto -espetó Spence.

– Así es, viejo amigo. Eso lo sabemos. Pero esto es algo totalmente distinto. Podría haber otra explicación para el suicidio en masa. A lo mejor les pasó algo y se les cruzaron los cables. Una enfermedad mental, una infección o adivina qué.

– O tal vez dieron en el clavo. ¡Por lo menos reconoce que es posible!

– Claro que es posible. ¿Contento?

– Has satisfecho el deseo de un moribundo al darme la razón. ¿Qué tal si sigues así durante un par de días más?

Will lo interrumpió para darle una indicación.

– Gira aquí.

Estaba harto de esos dos viejos, harto de la Biblioteca y de todo lo que tenía que ver con ella. Había sido un error dejar que lo arrastraran de vuelta a su mundo de locos. Quería perder de vista a Spence y a Kenyon, y olvidar todo lo que había ocurrido. El 2027 era el futuro. Él quería ver a su mujer y a su hijo. Quería vivir el presente.

Guió a Spence hasta la oficina central del FBI en Liberty Plaza y esperó a que abriese la puerta de la caravana.

– Fin del trayecto, chicos -anunció Will-. Siento lo de la semana que viene. ¿Qué puedo decir? ¿Sigue en pie lo de dejar que me quede con la caravana?

– Te enviarán el título de propiedad y las llaves. Alguien te dirá dónde debes ir a recogerla.