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– Gracias.

La puerta del lado del pasajero seguía cerrada.

Spence exhaló un fuerte suspiro.

– ¡Tienes que dejarme ver la base de datos! ¡Tengo que saber qué será de mi familia! No quiero morirme sin saber si llegarán vivos al año 2027.

Will explotó.

– ¡Olvídalo! No pienso volver a mover un maldito dedo por vosotros. ¡Nos habéis puesto en peligro a mi familia y a mí! Me he metido en un brete de cojones gracias a vosotros, y no tengo ni idea de cómo voy a salir de esta. Vuestros vigilantes no son más que asesinos a sueldo con un pase para salir de la cárcel.

Spence intentó tomarlo del brazo, pero Will se apartó.

– Abre la puerta.

Spence dirigió a Kenyon una mirada suplicante de desesperación.

– ¿Hay algo que podamos hacer para convencerte, Will? -preguntó Kenyon.

– No, nada.

Kenyon frunció los labios y le entregó una abultada bolsa de plástico llena de cosas.

– Al menos llévate esto y piénsalo. Llámanos si cambias de idea. -Sacó un teléfono móvil de la funda que llevaba al cinto y se lo mostró a Will-.Tienen memorizado nuestro número, y dispones de muchos minutos de saldo. Debemos coger un avión de vuelta a Las Vegas. Ya le encargaré a alguien que te lleve la caravana.

Will echó una ojeada al interior de la bolsa. Contenía media docena de teléfonos de prepago de AT &T. Conocía bien el percal. Los vigilantes estaban interviniendo y colocando micrófonos ocultos por todas partes. Los teléfonos de prepago anónimos era el único sistema de comunicación que ellos no podían controlar. Aunque los teléfonos y todo lo que implicaban le daban náuseas, se llevó la bolsa consigo cuando bajó de la caravana.

No miró hacia atrás ni se despidió con un gesto.

Uno de los guardias de seguridad uniformados de la recepción lo reconoció.

– ¡Eh, dichosos los ojos! -exclamó-. ¿Cómo te va, tío? ¿Qué tal la jubilación?

– La vida sigue -respondió Will-. ¿Hay alguna posibilidad de que me dejes subir para darle una sorpresa a mi mujer?

– Lo siento, tío. Tendría que hacerte firmar el registro y acompañarte. Ya sabes cómo va esto.

– Entiendo. ¿Puedes llamarla y decirle que estoy aquí abajo?

Ella salió zumbando del ascensor y le echó los brazos al cuello. Cuando él se enderezó, los pies de Nancy dejaron de tocar el suelo. El vestíbulo estaba atestado de gente, pero eso les dio igual.

– Te he echado de menos -dijo ella.

– Lo mismo digo. Lo siento.

– No tienes por qué. Has vuelto a casa. Todo ha terminado.

Will la soltó. Ella supo que algo iba muy mal al fijarse en su expresión apesadumbrada.

– Detesto decírtelo, Nancy, pero no todo ha terminado.

Capítulo 30

DeCorso estaba sentado en el duro banco de su celda, en el sótano de la comisaría de la policía metropolitana del aeropuerto de Heathrow. Le habían quitado el cinturón, los cordones de los zapatos, el reloj y sus documentos. Si estaba nervioso, no se le notaba. Tenía más pinta de pasajero molesto por el contratiempo que de sospechoso de asesinato.

Cuando tres policías fueron a buscarlo, dio por sentado que lo escoltarían hasta la terminal, donde lo meterían en un avión con destino a Estados Unidos, pero en vez de eso lo llevaron a unos pocos metros de allí, a una sala de interrogatorios sin decoración alguna y con una iluminación estridente.

Dos hombres de mediana edad con traje oscuro entraron, se sentaron y le comunicaron que la conversación no se grabaría.

– ¿Van a decirme quiénes son? -preguntó DeCorso.

El hombre que estaba justo delante de él, al otro lado de la mesa, lo miró por encima de sus gafas.

– Eso no le concierne.

– ¿Se le ha olvidado a alguien decirles que me he acogido a la inmunidad diplomática?

El otro hombre hizo una mueca de desprecio.

– Nos pasamos la inmunidad diplomática por el forro de los cojones, señor DeCorso. Usted no existe, y nosotros tampoco.

– Si no existo, ¿por qué están interesados en mí?

– Su gente mató a uno de los nuestros en Nueva York -dijo el de las gafas-. ¿Sabe algo de eso?

– ¿Mi gente?

– Le diré lo que vamos a hacer -terció el otro hombre-. Vamos a contarle lo que sabemos, para que podamos dejarnos de gilipolleces, ¿de acuerdo? Usted trabaja en Groom Lake. Malcolm Frazier es su jefe. Vino hace poco a nuestro territorio para intentar comprar un libro antiguo interesante. Le ganó la puja un postor telefónico, desde Nueva York. Nuestro hombre fue a entregarlo y, antes de que pudiera comunicarse con nosotros, se lo cargaron. Luego, esta mañana, aparece usted apestando a sustancias inflamables tras preparar una barbacoa en casa del propietario original de ese libro.

DeCorso se quedó callado, poniendo su mejor cara de póquer.

El segundo hombre tomó el relevo.

– Bueno, esto es lo que hay, señor DeCorso: usted no es más que el pez pequeño. Nosotros lo sabemos, usted lo sabe. Pero si no nos sigue el juego, lo convertiremos en una ballena enorme a ojos de su gobierno. Hay cosas que queremos saber. Queremos saber qué capacidades operativas tiene en la actualidad Área 51. Queremos saber por qué les interesa tanto ese libro. Queremos saber qué información confidencial se esconde detrás del Suceso de Caracas. Queremos saber qué se nos viene encima. En pocas palabras, queremos que nos abra una ventana a su mundo, señor DeCorso.

DeCorso apenas reaccionó.

– No sé de qué demonios me hablan -fue lo único que consiguieron sacarle.

El hombre de las gafas se las quitó para limpiarlas con un pañuelo.

– Estamos preparados para impugnar su alegación de inmunidad. Estamos preparados para filtrar al público su papel en el incendio, lo que pondrá en evidencia a su gobierno y me temo que no favorecerá precisamente su carrera. Por otro lado, si se pasa a nuestro bando, su fortuna personal aumentará considerablemente ya que se convertirá en el orgulloso propietario de una cuenta en Suiza. Queremos comprarle, señor DeCorso.

DeCorso sacudió la cabeza con incredulidad y dejó de interpretar el papel de tipo imperturbable.

– ¿Queréis que trabaje para el MI6? -preguntó.

– Ahora se llama SIS. Esto no es una película de James Bond.

DeCorso soltó una risotada.

– Voy a repetirlo una vez más: me acojo a la inmunidad diplomática.

Se oyó un golpe seco y metálico, y la puerta se abrió. Uno de los oficiales de alto rango de la policía metropolitana irrumpió en la habitación.

– Siento interrumpir, señor -le dijo al tipo de las gafas-, pero unos caballeros desean verle.

– Dígales que esperen.

– Son el embajador de Estados Unidos y el secretario de Exteriores.

– ¿Se refiere a enviados suyos?

– ¡No, son ellos en persona!

DeCorso se levantó, estiró los brazos por encima de la cabeza y sonrió.

– ¿Me devuelven los cordones de los zapatos?

Will y Nancy iban sentados en el asiento trasero de un taxi que avanzaba por la Henry Hudson Parkway en dirección a White Plains. Nancy sujetaba a Phillip contra su pecho sin decir una palabra. Will notaba que ella seguía asimilando la avalancha de informaciones con que la había apabullado en su piso después de que Campanilla les entregase el bebé y se marchara.

Le había expuesto los hechos de forma descarnada; no había tiempo para preámbulos ni adornos: había encontrado pruebas del origen de la Biblioteca en Cantwell Hall. Monjes sabios. Calvino. Nostradamus. Shakespeare. De algún modo, los vigilantes habían conseguido localizarlo. Habían incendiado la casa y matado a los Cantwell. Tenía miedo de que después fuesen a por ellos. Debían marcharse de Nueva York de inmediato. Se abstuvo de mencionar la revelación Finís Dierum; no era un buen momento. Tampoco mencionó que era un cerdo mentiroso e infiel; tal vez nunca sería un buen momento para eso.