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La primera reacción de Nancy fue recaer en el enfado. ¿Cómo había podido Will poner en peligro la seguridad de Philly? Si ella había visto venir esos problemas, ¿por qué él no había sido capaz? ¿Qué se suponía que debían hacer? ¿Pasar a la clandestinidad? ¿Desaparecer del mapa? ¿Esconderse en la lujosa caravana nueva de Will? Los vigilantes eran despiadados. ¿Qué más daba que los tres fuesen FDR? Eso no significaba que no fueran a sufrir las consecuencias.

Will encajó los ganchos al hígado sin defenderse. Nancy tenía razón: él había llegado a la misma conclusión.

Hicieron un par de maletas atropelladamente, añadieron algunos de los juguetes favoritos de Phillip, sus armas de servicio y algunas cajas de cartuchos.

Antes de irse, Nancy recorrió a toda prisa el apartamento para asegurarse de que todo estuviera apagado y tiró la leche por el fregadero. Cuando terminó miró a Will, que estaba sentado en el sofá, haciendo saltar a Philly sobre su rodilla, cautivado con las carcajadas y balbuceos de su hijo. A Nancy le cambió el estado de ánimo. Suavizó su expresión.

– Eh -le dijo en voz baja.

Él alzó la mirada y vio su esbozo de sonrisa.

– Hola.

– Somos una familia -afirmó ella-. Tenemos que luchar por seguir unidos.

El trayecto en taxi a Westchester les brindó la oportunidad de estudiar todas las posibilidades e intentar trazar algo parecido a un plan. Pasarían la noche en casa de los padres de Nancy. Les dirían que estaban fumigando el piso o alguna otra mentira por el estilo. Will llamaría a Jim Zeckendorf, su viejo compañero de habitación en la época de la universidad, que actualmente era abogado, para pedirle que los dejara quedarse en su casa de New Hampshire unos días. Hasta ahí llegaron. Tal vez los vientos gélidos del lago les darían la inspiración suficiente para decidir adónde dirigirse después.

Mary y Joseph Lipinski dijeron que recibirían encantados a Philly esa noche, pero parecía preocuparlos que su hija y su yerno se hubiesen metido en algún lío. Nancy ayudó a su madre a hornear una tarta mientras Will, pensativo, se quedaba en el salón esperando a que sonara su teléfono móvil nuevo. Joseph estaba en la planta de arriba con el bebé, escuchando la radio y leyendo el periódico. Por fin, Zeckendorf devolvió la llamada a Will.

– Eh, colega, no he reconocido el número -empezó a decir en su tono optimista de costumbre.

– Móvil nuevo -dijo Will.

Zeckendorf era el amigo más antiguo de Will, uno de los compañeros de residencia durante su primer año en Harvard con los que formaba un cuarteto de amigos al que también había pertenecido Mark Shackleton; aunque este no inspiraba a Will más que desprecio y pena. Le había hundido la vida al involucrarlo en la trama del Juicio Final y vincularlo para siempre con Área 51.

Zeckendorf, en cambio, era el reverso de la medalla. Era un triunfador, y Will lo consideraba una especie de ángel guardián. Como abogado suyo, Zeckendorf le había guardado siempre las espaldas. Cada vez que Will tenía dudas sobre un alquiler, una hipoteca, un problema con el departamento de personal de la oficina, un divorcio o, más recientemente, un acuerdo de cese con el FBI, Zeck estaba a su disposición para darle una cantidad ilimitada de consejos gratis. En cuanto aceptó ser el padrino de Phillip, abrió una cuenta de ahorros para los estudios del chico. Siempre había admirado la labor de Will como defensor de la ley, por lo que veía cierta nobleza en ser su benefactor.

Últimamente se había convertido también en el garante de su supervivencia. Cuando Will logró huir de los vigilantes llevándose consigo la base de datos de Área 51 pirateada por Shackleton, nombró a Zeckendorf depositario de una carta escrita y sellada a toda prisa con instrucciones de que la abriese en caso de que Will desapareciera.

Era el seguro de vida de Will.

Will había dicho a los vigilantes que el dispositivo de memoria obraba en poder de una persona que lo sacaría a la luz si a él le pasaba algo. No les quedó más remedio que creerle. En realidad, las llamadas mensuales de Will a Zack eran más que nada una excusa para que los dos viejos amigos mantuviesen el contacto.

– Siempre es un placer hablar contigo, pero ¿no me habías llamado hace poco? -preguntó Zeck.

– Ha surgido algo.

– ¿Qué ocurre? Te noto un poco raro.

Will nunca le había contado detalles a Zeck. Ambos lo habían preferido así. El abogado había atado algunos cabos. Sabía que la carta sellada de Will tenía algo que ver con el caso Juicio Final y lo que le había sucedido a Mark Shackleton. También sabía que guardaba alguna relación con la jubilación anticipada de Will, pero eso era todo. Tenía claro que Will corría algún peligro y que, de alguna manera, esa carta lo protegía.

Siempre le había ofrecido a Will una combinación perfecta de asesoramiento legal y bromas de ex compañero de habitación. Will se imaginaba la expresión de preocupación en el rostro terso de Zeck, y sabía que seguramente se estaba alisando de forma compulsiva el pelo rebelde y encrespado con la mano, como hacía siempre que se ponía nervioso.

– He cometido una estupidez.

– Vaya, qué novedad.

– ¿Recuerdas mi acuerdo de confidencialidad con el gobierno?

– Sí, ¿qué ocurre con él?

– Digamos que me lo he saltado a la torera.

Zeck lo interrumpió, adoptando de pronto un tono profesional.

– Oye, no se hable más. Deberíamos vernos para tratar el asunto.

– Me preguntaba si podríamos quedarnos un par de días en tu casa de New Hampshire, si no estáis usándola vosotros.

– Por supuesto. -Hizo una pausa-.Will, ¿es segura esta línea?

– Es un teléfono limpio. Tengo uno para ti; te lo enviaré.

Zeck percibió la tensión en la voz de Will.

– De acuerdo. Tú procura mantener a salvo a Nancy y a mi ahijado, capullo.

– Así lo haré.

Como Will y Nancy no habían avisado con mucha antelación de su llegada a White Plains, los Lipinski insistieron en ir a un restaurante para no tener que preparar una cena con las sobras que tenían. Dejaron junto a una ventana abierta una tarta de manzana recién horneada para que se enfriase mientras estaban fuera. En la habitación que había sido de Nancy y que ahora utilizaba con Will como cuarto de invitados, ella se estaba maquillando frente al espejo de su tocador infantil. En el reflejo veía a Will sentado en la cama, atándose los cordones de los zapatos con aspecto cansado y abatido.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy hecho una mierda.

– Se te nota. ¿Eran buena gente?

– ¿Los Cantwell? -preguntó él con tristeza-. Sí. El viejo era todo un personaje. Un lord inglés de la cabeza a los pies.

– ¿Y la nieta?

– Una chica preciosa. Y lista. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Parecía que el futuro le deparaba grandes cosas, pero no pudo ser.

Will temió haber hecho una confesión sin querer, pero si Nancy había sospechado algo, lo dejó correr.

– ¿Te ha devuelto Jim la llamada?

– Sí. Nos dejará su casa de Alton. Allí no nos encontrarán. Les daré a tus padres un teléfono de prepago para que puedas mantener el contacto con ellos.

– Al menos mamá y papá están contentos por tener a Philly aquí esta noche.

Frazier detestaba la falta de autonomía. Se sentía como un peón por tener que llamar al secretario Lester cada pocas horas, pero si no lo hacía con la puntualidad de un reloj, el ayudante de Lester lo llamaba a él. El asunto DeCorso había marcado su destino. La avalancha de mierda era inminente.

Lester contestó. Sonaba como si estuviera en una fiesta, con voces de fondo y entrechocar de copas.

– Espere un momento -dijo Lester-. Deje que encuentre un lugar más tranquilo.

Frazier estaba solo en su coche. Había echado a sus hombres al frío de la noche para poder hablar en privado. Caminaban de un lado a otro junto a su ventanilla con cara de pocos amigos, y un par de ellos con un cigarrillo en la mano.