Выбрать главу

– Bien, aquí estoy -dijo Lester-. ¿Estado de la misión?

– Ya está hecho. Ahora solo hay que esperar.

– ¿Probabilidades de éxito?

– Altas. Muy altas.

– No podemos permitirnos otra metedura de pata, Frazier. No imagina cuánto nos ha perjudicado que dejara que pillasen a su hombre. Esto ha salpicado a las más altas instancias. Me han dicho que el primer ministro hizo salir del cagadero al presidente para gritarle por teléfono. Le soltó una perorata interminable sobre el abuso de confianza entre aliados, el perjuicio para la relación especial entre ambos países y demás. Entonces los británicos amenazaron con retirar su apoyo naval a la operación Mano Tendida, lo cual me jodería la vida en varios aspectos. No tiene usted ni idea de los problemas logísticos que acarrea este asunto. Será casi tan monumental como lo de la invasión de Irak. En cuanto se produzca el Suceso de Caracas, tenemos que estar listos para actuar. Con los británicos o sin ellos.

– Sí, señor, entendido -dijo Frazier con voz inexpresiva.

– Eso espero. Bien, pronto tendrá usted su recompensa. Como gesto de reconciliación, el presidente ha accedido a abrirse el quimono por primera vez. Va a dejar que los británicos visiten Área 51. Enviarán a un equipo del SIS la semana que viene, y usted será su anfitrión y les dispensará un trato exquisito. Pero le juro, Frazier, que si fastidia esta operación, les serviré su culo en bandeja.

Después de cenar en un Applebee’s, Joseph detuvo el coche frente a una oficina de UPS que abría toda la noche para que Will le enviase un teléfono móvil a Zeckendorf. Phillip dormía apaciblemente en su sillita para el coche. Cuando Will regresó al vehículo, hizo un comentario sobre el frío que hacía. Caía una lluvia helada a la que poco le faltaba para ser aguanieve. Joseph, tan ahorrador como siempre, chasqueó la lengua.

– Como Philly está aquí, encenderé la calefacción.

La familia se preparó para irse a dormir, mientras la caldera de gasóleo ronroneaba en el sótano como una vieja amiga. Arroparon a Philly en su cuna, y Nancy se fue a la cama a leer una revista. Los Lipinski se retiraron a su dormitorio a ver un programa de televisión, y Will se quedó solo en el salón, taciturno y completamente agotado pero demasiado inquieto para dormir.

De pronto lo asaltó el deseo incontenible de beber, no una copa del consabido Merlot de Joseph, sino un buen vaso de whisky escocés. Sabía que los Lipinski no eran aficionados a los licores, pero él buscó por la casa por si algún invitado les había llevado una botella como regalo. Como no encontró ninguna, cogió las llaves del coche de Joseph y salió a hurtadillas de la casa para dirigirse a un bar.

Llegó a la avenida Mamaroneck, la calle comercial principal, y aparcó frente a un parquímetro, cerca de Main Street. Hacía una noche de perros, lluviosa y deprimente, así que había poco movimiento en la calle. Unos metros más adelante, vio el único edificio bien iluminado, el nuevo hotel Ritz-Carlton, y se encaminó hacia allí, con el cuello subido para protegerse de la lluvia.

El bar estaba en lo alto del edificio, en la planta cuarenta y dos. Will se arrellanó en una butaca y contempló la vista como si estuviera en una nave espacial. Al sur, Manhattan se divisaba como una franja de lucecitas que flotaban en la oscuridad. No había mucha gente en el bar. Will pidió un Johnnie Walker. Se prometió a sí mismo que no se pasaría con la bebida.

Una hora y tres copas después, aunque no estaba borracho tampoco estaba del todo sobrio. Tenía la vaga conciencia de que un grupo de tres mujeres de mediana edad que estaban en la otra punta del bar lo miraban con insistencia y que la camarera se mostraba muy atenta con él. Típico. Le ocurría constantemente, y por lo general sacaba partido de ello, pero esa noche no estaba de humor.

En cierto modo había sido un ingenuo al creer que podía firmar un acuerdo de confidencialidad y dejar atrás la Biblioteca sin que conocer su existencia supusiera una carga que lo convertía en esclavo de su destino. Había intentado olvidarlo, vivir la vida sin pensar en los grilletes de la predestinación, y durante un tiempo lo había conseguido, hasta que Spence y Kenyon habían aparecido con su caravana.

Ahora estaba metido en ello hasta las orejas, abrumado por la certeza de que Isabelle y su abuelo habían muerto porque él había tenido que visitarlos. Y Spence había tenido que convencerlo de que viajara a Inglaterra. Y Will había tenido que jubilarse a causa del caso Juicio Final. Y" Shackleton había tenido que robar la base de datos y cometer aquellos delitos. Y Will había tenido que ser su compañero en la residencia de estudiantes. Y antes había tenido que poseer las dotes atléticas y la inteligencia necesarias para ingresar en Harvard. Y el padre alcoholizado de Will había tenido que conseguir que se le levantara y cumplir como un campeón la noche que lo engendró. Y la cadena de acontecimientos seguía y seguía…

Pensar en ello bastaba para volverse loco, o al menos para entregarse a la bebida.

Después de la tercera copa decidió dejarlo y pagó la cuenta. Sentía el deseo apremiante de regresar a casa a toda prisa, meterse en la cama haciendo ruido para despertar a Nancy, estrecharla en sus brazos, decirle otra vez cuánto lo sentía y cuánto la quería, y tal vez, si a ella le apetecía, hacer el amor, recibir la absolución. Regresó corriendo al coche y diez minutos después entró sigilosamente en el cálido y acogedor hogar de los Lipinski.

Se sentó en el borde de la cama y se desvistió, mientras las gotas de lluvia tamborileaban en el tejado. Philly dormía plácidamente en su cuna. Will se deslizó bajo las sábanas y posó la mano sobre el muslo de Nancy. Notó la piel caliente y tersa al tacto. La cabeza le daba vueltas. Sabía que debía dejarla dormir, pero la deseaba.

– Nancy. -Al ver que no se movía, insistió-. Cariño.

Le dio un pellizco suave, pero ella no reaccionó. Otro pellizco. Luego, una sacudida. ¡Nada!

Alarmado, Will se incorporó y encendió la luz. Ella, tendida de costado, no se despertó pese al brillo intenso de la lámpara de techo. Le dio la vuelta para que quedara boca arriba. Nancy respiraba de forma superficial. Tenía las mejillas enrojecidas. De color rojo cereza.

Fue entonces cuando se percató de que su propio cerebro funcionaba con lentitud, no por la borrachera, sino por algo que lo entorpecía, como barro arenoso en unos engranajes.

– ¡Gas! -gritó con todas sus fuerzas y, haciendo un gran esfuerzo, se levantó para abrir las dos ventanas de par en par.

Se abalanzó hacia la cuna de su hijo y lo cogió en brazos. Tenía el cuerpecito laxo y su piel parecía de plástico rojo reluciente.

– Joseph! -aulló Will-. ¡Mary!

Empezó a practicarle a Philly el boca a boca mientras bajaba corriendo la escalera. En el recibidor cogió el teléfono, abrió la puerta de la calle de un empujón y depositó al bebé sobre el áspero felpudo. Se puso de rodillas. Entre soplo y soplo de aire que insuflaba a su hijo por la nariz y la boca diminutas, haciendo que se le hinchara el pecho, telefoneó a urgencias.

A continuación, tomó una decisión desesperada. Depositó al bebé en el felpudo y entró corriendo a buscar a Nancy, llamándola a pleno pulmón, como si intentara despertar a los muertos.

Capítulo 31

Will oyó su nombre. La voz sonaba muy lejana. ¿O quizá estaba cerca pero susurraba? Fuera como fuese, lo arrancó de un sueño inquietantemente ligero y lo devolvió a la realidad del presente: una habitación de hospital inundada de sol.

Al despertar no estaba seguro de si era un paciente o una visita, si yacía en la cama o estaba junto a ella, si alguien le sujetaba la mano o él se la sujetaba a alguien.

Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, lo recordó todo.

Estaba sujetando la mano de Nancy, que miraba fijamente sus ojos inyectados en sangre y apretaba lastimosamente sus gruesos dedos.