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– Will…

– Hola. -Tenía ganas de llorar.

Leyó el desconcierto en su rostro. Las luces parpadeantes y los pitidos de las máquinas de la UCI la confundían.

– Estás en el hospital -le explicó él-.Te pondrás bien.

– ¿Qué ha pasado? -Tenía la voz ronca. Le habían quitado el tubo de oxígeno hacía solo unas horas.

– Monóxido de carbono.

Ella lo miró con ojos desorbitados.

– ¿Dónde está Philly?

Will le dio un apretón suave en la mano.

– Está bien. Se ha recuperado enseguida. Es todo un luchador, el pequeñajo. Está en el ala de pediatría. He estado yendo y viniendo de aquí para allá.

– ¿Dónde están mamá y papá? -preguntó Nancy después de una pausa.

Él le apretó la mano de nuevo.

– Lo siento, cariño. Ya no despertaron.

El jefe de policía y el de bomberos se pasaron el día acribillando a Will a preguntas, abordándolo en los pasillos del hospital, sacándolo a rastras de la habitación de Nancy, tendiéndole emboscadas en la cafetería. Alguien había desconectado un cable del motor de la caldera, lo que había ocasionado una acumulación letal de monóxido de carbono. También habían inutilizado el interruptor diferencial. Para colmo de males, los Lipinski no tenían detectores de C02. Se trataba sin lugar a dudas de un acto deliberado, y por el interrogatorio inicial Will supo que lo consideraban «persona de interés» hasta que el descubrimiento de que la cerradura de la trampilla del sótano estaba rota les indicó que era más probable que fuese una víctima que un sospechoso.

No se les escapó el detalle de que él era un ex agente del FBI y que Nancy estaba en servicio activo, así que, a primera hora de la tarde, las autoridades del FBI en Manhattan prácticamente habían quitado de en medio a la policía local y habían tomado las riendas de la investigación. Los ex colegas de Will lo rondaban con recelo, esperando el momento oportuno para interrogarlo.

Lo interceptaron en uno de sus trayectos entre la habitación de su esposa y el ala donde se encontraba su hijo. Solo se sorprendió a medias al ver acercarse a Sue Sánchez, con sus tacones altos repiqueteando en el suelo. Pero se le revolvió el estómago al ver que la acompañaba John Mueller.

Will y Sánchez siempre habían tenido una relación basada en la desconfianza y la antipatía mutuas. Años atrás, él había sido su supervisor. El propio Will reconocía que como jefe era un desastre; por su parte, Sue siempre estaba convencida de que podía hacer las cosas mejor que él. Se le presentó la oportunidad de demostrarlo cuando a él lo degradaron por mantener una «relación inapropiada» con la ayudante de otro supervisor.

Si el viernes ella estaba a sus órdenes, el lunes se habían vuelto las tornas. La nueva cadena de mando era una pesadilla. Will reaccionó portándose con ella como un patán pasivo- agresivo. De no ser porque necesitaba aguantar mecha durante un par de años para tener derecho a la jubilación completa, le habría dado una patada metafórica y tal vez también literal en su culo de latina prepotente.

Sánchez era su superior durante la investigación del Juicio Final, y también el títere que, siguiendo órdenes, había apartado a Will del caso cuando este estaba cerrando el círculo en torno a Shackleton. Una cadena de titiriteros la había utilizado, y ella seguía resentida por no saber por qué le habían ordenado dejarlo fuera, por qué el caso Juicio Final había quedado totalmente paralizado y sin resolver y por qué le habían concedido a Will una jubilación anticipada con condiciones tan absurdamente atractivas.

Si la relación de Will con Sue no era para echar cohetes, la que mantenía con John Mueller era aún peor. Mueller era remilgado, un fanático de las normas, y le preocupaba más el procedimiento que los resultados. Era un trepa ansioso por dejar el trabajo de campo lo antes posible y hacer carrera en la burocracia. Le irritaba la actitud displicente y rebelde de Will, así como sus transgresiones morales, su afición a la bebida y a las mujeres. Además, le horrorizaba que Nancy Lipinski, una joven agente especial con madera para convertirse en una segunda Mueller, se hubiese pasado al lado oscuro por culpa de Piper ¡y encima se había casado con el muy rufián!

Will, por su parte, consideraba a Mueller un modelo de todo lo que no iba bien en el FBI. Will trabajaba en los casos para encerrar a los malos. Mueller lo hacía para acelerar su ascenso profesional. Era una criatura política, y Will no soportaba los politiqueos.

En un principio, Mueller era el agente especial a cargo del caso Juicio Final, y de no ser por el ataque repentino que lo había incapacitado temporalmente, nunca le habrían asignado el caso a Will. Nunca habría trabajado con Nancy, ni se habría hado con ella. Tal vez el caso Juicio Final se habría resuelto. Toda una cadena de acontecimientos se habría evitado si a Mueller no se le hubiera formado un pequeño trombo que se desplazó hasta el cerebro.

Mueller se había recuperado completamente y se había convertido en uno de los perritos falderos de Sánchez. Cuando la llamaron para comunicarle que alguien había atentado contra la vida de Nancy y su familia, su primera medida había sido pedirle a Mueller que la llevara en coche a White Plains.

En una sala de visitas vacía, Sánchez le preguntó a Will cómo estaba y le dio el pésame. Mueller esperó a que finalizara esta breve muestra de humanidad para entrar directamente en materia en un tono desagradable.

– Según el informe de la policía, estuviste una hora y media fuera de la casa.

– Has leído muy bien el informe, John.

– Bebiendo en un bar.

– La experiencia me ha enseñado que los bares son un buen lugar para beber.

– ¿No encontraste nada de beber en la casa?

– Mi suegro era un tipo estupendo, pero solo bebía vino. Me apetecía un whisky.

– Un momento muy oportuno para salir por ahí, ¿no te parece?

Will avanzó dos pasos, agarró de las solapas al hombre, más bajo que él, y lo estampó contra la pared. Estuvo tentado de sujetarlo con una mano y propinarle un puñetazo en la cara. Cuando Mueller se disponía a subir los brazos con fuerza para liberarse, Sánchez les gritó a los dos que se tranquilizaran.

Will soltó a Mueller y retrocedió, respirando agitadamente, con las pupilas contraídas de rabia. Mueller se alisó la americana y dedicó a Will una sonrisa arrogante, como diciendo: «Esto no va a quedar así».

– Will, ¿qué crees que ocurrió anoche? -preguntó Sánchez, impasible.

– Alguien forzó una puerta mientras cenábamos y metió mano en la caldera. Si yo no hubiera salido, ahora mismo habría tres personas en coma.

– ¿En coma? -preguntó Mueller-. ¿Por qué no muertas?

Will hizo caso omiso de él, como si no estuviera allí.

– ¿Quién crees que era su objetivo? ¿Tú? ¿Nancy? ¿Sus padres?

– Sus padres han sido daños colaterales.

– De acuerdo -dijo Sánchez-. ¿Tú o Nancy?

– Yo.

– ¿Quién es el responsable? ¿Cuál es el móvil?

Will se dirigía únicamente a Sánchez.

– Sé que lo que voy a decir no te va a gustar, Sue, pero esto sigue tratándose del caso Juicio Final.

Ella entrecerró los ojos.

– ¿De qué estás hablando, Will?

– El caso nunca se cerró.

– ¿Me estás diciendo que el asesino del Juicio Final ha vuelto a las andadas?

– No. Te estoy diciendo que el caso nunca se cerró.

– Qué tontería. ¡Menuda chorrada! -protestó Mueller-. ¿En qué te basas para decir eso?

– Sue -continuó Will-, sabes que el caso se fue complicando cada vez más. Sabes que me dejaron de lado. Sabes que me jubilaron para apartarme del FBI. Sabes que no quieren que hagas preguntas, ¿verdad?

– Así es -convino ella en voz baja.

– Entre algunas de las personas que están muy por encima de ti en el escalafón están pasando cosas que te dejarían atónita. Un acuerdo de confidencialidad federal me impide revelar lo que sé, y solo una orden presidencial podría revocarlo. Solo puedo decirte que hay algunas personas que quieren ciertas cosas de mí y están dispuestas a matar para conseguirlas. Tienes las manos atadas. No puedes hacer nada para ayudarme.