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– ¡Somos el FBI, Will! -exclamó ella.

– Los que quieren acabar conmigo están en el mismo bando que el FBI. No puedo decirte nada más.

Mueller soltó un resoplido.

– Es la trola más descarada e inverosímil que he oído nunca. ¿Nos estás diciendo que no podemos investigarte ni a ti ni este caso por alguna supuesta actividad clandestina de las altas esferas? ¡Venga ya!

– Voy a ver a mi hijo -respondió Will-.Vosotros haced lo que queráis. Buena suerte.

Las enfermeras dejaron a Will a solas junto a la cuna de Phillip en la unidad de cuidados intensivos. Le habían retirado el tubo de respiración, y el color de Philly empezaba a volver a la normalidad. Dormía e intentaba agarrar con la manita algo que veía en sueños.

Will se sentía como una olla a presión. Hizo un esfuerzo por centrarse. No había tiempo para el cansancio. No había lugar para el abatimiento. Y por nada del mundo iba a permitir que el miedo lo paralizara. Concentró toda su energía en la única emoción que sabía que podía ser una aliada fiable: la ira.

No le cabía duda de que Malcolm Frazier y sus esbirros estaban ahí fuera, seguramente no muy lejos. Los vigilantes tenían una ventaja: contaban con las fechas de fallecimiento, pero hasta ahí llegaba su presciencia. Sabían que habían conseguido matar a sus suegros y confiaban en que habrían conseguido dejarlo a él y a su familia en estado de coma. Pero no lo habían conseguido. Ahora él jugaba en su terreno. No necesitaba a la policía ni al FBI. Le bastaba su propia fuerza. Palpó la Glock que llevaba al cinto, cuyo cañón se le clavaba dolorosamente en el muslo. Canalizó el dolor hacia una imagen mental de Frazier.

«Voy a por ti -pensó-.Voy a por ti.»

En el aeropuerto JFK, DeCorso abrió la puerta trasera del coche de Frazier y se sentó junto a su jefe. Ninguno de los dos abrió la boca. La posición del mentón de Frazier lo decía todo: no estaba contento. Su teléfono echaba humo a causa de tantas llamadas.

La decisión de DeCorso de acogerse a la inmunidad diplomática había armado un lío transatlántico. El Departamento de Estado no tenía idea de quién era DeCorso ni de por qué el Departamento de Defensa insistía en que se respetase su supuesta inmunidad. Los mandamases del SIS intentaban por todos los medios sacar información sobre DeCorso a sus homólogos de la CIA. La patata caliente política fue pasando de mano en mano, subiendo por la cadena de mando hasta que el secretario de Estado estadounidense, muy a su pesar, no tuvo más remedio que interceder en persona con el ministro de Exteriores británico.

DeCorso obtuvo al fin su pase para salir de la cárcel. El gobierno británico cedió de mala gana y lo entregó a un grupo enviado por la embajada de Estados Unidos. Lo llevaron a toda prisa al aeropuerto de Stansted, donde embarcó en el Gulfstream V privado del secretario de Marina estadounidense, y la investigación sobre el incendio intencionado y los homicidios quedó cerrada a todos los efectos.

Finalmente, DeCorso, incapaz de soportar el silencio, le pidió perdón.

– ¿Cómo te trincaron? -gruñó Frazier.

– Alguien llamó a la policía y les dio el número de matrícula del coche que había alquilado.

– Tendrías que haberlo cambiado.

– Te presento mi dimisión.

– Ningún subordinado mío dimite. Cuando decida despedirte, te avisaré.

– ¿Habéis quitado a Piper de en medio?

– Lo intentamos anoche. Monóxido de carbono en casa de los Lipinski. Lo apañamos mientras ellos estaban en un restaurante.

– La fecha de fallecimiento era la de ayer, ¿verdad?

– Sí. Hemos actuado de forma causativa. Piper salió de la casa, regresó y dio la voz de alarma. Su esposa y su hijo se pondrán bien. No hemos podido echarle el guante a lo que fuera que encontró en Inglaterra. Por lo que sabemos, podría haberle pasado ya el material a Spence.

– ¿Dónde está Spence?

– No se sabe. Seguramente va camino de vuelta a Las Vegas. Lo estamos buscando.

DeCorso aspiró entre dientes.

– Mierda.

– Ya.

– ¿Cuál es el plan?

– Piper está en el hospital de White Plains. El lugar está abarrotado de federales. Lo estamos vigilando, y en cuanto él salga, lo pillaremos.

– ¿Seguro que no me darás la patada?

Frazier sabía algo que su hombre ignoraba. Al cabo de dos días, DeCorso estaría muerto. No tenía sentido embarcarse en los trámites interminables para un despido.

– No será necesario.

DeCorso le dio las gracias y se quedó callado durante el resto del trayecto a White Plains.

Nancy despertó de nuevo a última hora de la tarde. Ya no estaba en la UCI, sino en una habitación individual. Al ver que Will no se encontraba allí, le entró el pánico. Pulsó el botón para llamar a la enfermera, y esta le dijo que él debía de estar en la UCI de pediatría con el bebé. Unos minutos después, la puerta se abrió y apareció Will.

Nancy tenía un pañuelo de papel en la mano y se estaba secando los ojos.

– ¿Dónde están mamá y papá?

– En Ballard-Durand.

Ella asintió. Era la empresa de pompas fúnebres que habían elegido. Joseph era muy previsor.

– Está todo preparado para mañana, si te ves con fuerzas. Si no, podríamos aplazarlo un día.

– No, mañana está bien. Necesito un vestido.

Se la veía muy triste. Esos ojos húmedos, ovalados…

– Laura ya se ha encargado de eso. Ha ido de compras con Greg.

– '¿Cómo está Philly?

– Van a sacarlo de la UCI. Está de maravilla. Come como una lima.

– ¿Cuándo me dejarán verlo?

– Esta noche, en algún momento, seguro.

La siguiente pregunta lo pilló desprevenido.

– ¿Y tú cómo estás? -¿De verdad le importaba?

– Voy tirando -respondió con aire sombrío.

– He estado pensando en lo nuestro -dijo Nancy.

Will esperó a que continuara, aguantando la respiración. Ella querría echarlo de su vida. Él ni siquiera debería haberla cortejado. Phillip y ella estarían mejor sin él. Estaba bebiendo en un bar mientras gaseaban a su familia. Ya la había engañado una vez; ¿qué garantía había de que no volviera a hacerlo?

– Mamá y papá se querían. -Se le atragantaron las palabras, y le temblaba el labio inferior-. Se fueron a dormir juntos como cada noche desde hacía cuarenta y tres años. Murieron en la cama, sin darse cuenta. No llegaron a estar decrépitos ni enfermos. Era su hora. Era su hora, pasara lo que pasase. Es lo que quiero que me pase cuando me llegue la hora. Quiero dormirme una noche en tus brazos, y ya no despertar nunca.

Will se inclinó sobre la barandilla de la cama y la abrazó con tanta fuerza que ella casi no podía respirar. Dejó de estrujarla como una pitón y le dio un beso en la frente, agradecido.

– Tenemos que hacer algo, Will -dijo ella.

– Lo sé.

– Tenemos que coger a esos cabrones. Quiero machacarlos vivos.

Will no podía usar su teléfono móvil sin que las enfermeras lo riñeran, así que bajó al vestíbulo. En la lista de contactos del teléfono de prepago había un número memorizado. Will lo marcó.

– ¿Sí? -respondió una voz jadeante.

– Soy Will Piper.

– Qué bien que hayas llamado. ¿Cómo te va, Will?

– Los vigilantes intentaron matarnos anoche. Los padres de mi esposa han muerto.

Hubo un momento de silencio.

– Lo siento mucho. ¿Has sufrido algún daño?

– Yo no; mi mujer y mi hijo sí, pero se pondrán bien.

– Me alivia oír eso. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

– Tal vez. Y he tomado una decisión. Voy a conseguirte la base de datos.