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Esa noche, Will durmió en una silla en la habitación de su hijo en el hospital. Se habían ultimado todos los preparativos para el día siguiente, y ya no le quedaba nada que hacer salvo entregarse a un sueño reparador. Ni siquiera las enfermeras que iban y venían cada pocas horas para controlar las constantes vitales perturbaron su descanso.

Al amanecer despertó al oír los gorgoritos alegres procedentes de la cuna de Phillip, que jugaba con su muñeco de peluche, y Will, animado por este comienzo optimista, se preparó psicológicamente para el duro día que le esperaba.

Se tensó al oír que alguien entraba en la habitación, pero no se trataba de una enfermera, sino de Laura y Greg. Habían viajado en coche desde Washington y habían sido de gran ayuda para resolver las cuestiones logísticas. Los Lipinski eran un matrimonio muy querido, por lo que el funeral sería multitudinario. Debido a las filtraciones sobre una posible manipulación de la caldera, los medios también estaban interesados, y se esperaba que acudiese un contingente nutrido de periodistas de Nueva York. Quedaban algunos detalles por concretar con el sacerdote, la funeraria y el cementerio. Dado que el embarazo de Laura no le permitía grandes ajetreos, Greg había asumido las responsabilidades de portavoz de la familia ante el mundo exterior, y Will le estaba muy agradecido por ello.

– ¿Has podido dormir? -le preguntó su hija.

– Un poco. ¿Habéis visto qué buena cara tiene?

Greg bajó la vista hacia Phillip como si estuviese probando cómo le sentaba el papel de padre.

– Hola, colega.

Will se levantó, se acercó a su yerno y le posó la mano en el hombro. Era la primera vez que tenía con el joven un contacto físico que fuera más allá de un apretón de manos.

– Nos has ayudado mucho. Gracias.

– No ha sido nada -dijo Greg, ligeramente avergonzado.

– Buscaré la manera de compensártelo.

Will se hizo cargo de las funciones de jefe de seguridad, y mientras desayunaba en la cafetería, planeó meticulosamente la coreografía. Tenían que permanecer a la vista del público, en medio del gentío. Frazier podría observarlos cuanto quisiera, pero no iría a por ellos delante de todo el mundo. Los detalles eran importantes. Todo tenía que ir como la seda, pues de lo contrario acabarían en el fondo de un agujero muy profundo.

Cuando entró en la habitación de Nancy, esta ya llevaba puesto su vestido negro nuevo y estaba de pie frente al espejo del baño. Parecía decidida a mantener el rostro seco mientras se maquillaba. Un viejo amigo del FBI se había pasado por el piso de Will para llevarle uno de sus trajes oscuros. Ninguno de los dos se había puesto ropa tan elegante desde el día de su boda. Will colocó la mano en la parte baja de la espalda de Nancy.

– Estás muy guapo -comentó ella.

– Tú también.

– No sé si puedo hacer esto -dijo Nancy con voz temblorosa.

– Estaré a tu lado en todo momento -le aseguró él.

Una limusina de la funeraria Ballard-Durand los recogió delante del hospital. Siguiendo el protocolo de alta hospitalaria, llevaron a Nancy en silla de ruedas hasta el borde de la acera. Sujetando a Phillip contra sí, subió al Cadillac. Will escrutaba el tramo de acceso y la calle como si hubiera vuelto al trabajo y estuviese protegiendo a un testigo. Un pequeño grupo de agentes de la oficina de Nueva York escoltaba la limusina como una unidad del Servicio Secreto asignada a un dignatario.

Cuando la limusina arrancó, Frazier bajó sus prismáticos y, con un gruñido, le dijo a DeCorso que Piper era intocable en ese momento. Lo siguieron a cierta distancia y, al poco rato, aparcaron su coche en la avenida Maple, en un lugar desde donde se divisaban las columnas blancas de la funeraria.

Los Lipinski habían sido unas personas campechanas y sencillas, de modo que sus amigos de la comunidad se habían asegurado de que se organizara una ceremonia acorde con la sensibilidad de la pareja. Tras un sentido discurso fúnebre pronunciado por el sacerdote de la parroquia de Nuestra Señora de las Angustias, una procesión interminable formada por colegas de trabajo, compañeros de bridge, feligreses e incluso por el alcalde se pusieron de pie para contar anécdotas emotivas y graciosas de ese matrimonio atento y afectuoso cuya vida les había sido arrebatada antes de tiempo. Nancy, en el banco de la primera fila, lloraba sin parar, y cuando Phillip hacía demasiado ruido, Laura se lo llevaba por el pasillo al vestíbulo hasta que se calmaba. Will permanecía tenso y alerta, estirando el cuello y recorriendo con la mirada la sala repleta de gente. Dudaba que ellos estuviesen ahí dentro, entre ellos, pero nunca se sabía.

El cementerio de Mount Calvary estaba en el norte de White Plains, a unos kilómetros de la casa de los Lipinski, junto al campus del Westchester Community College. A Joseph siempre le había gustado aquella zona tan tranquila y, fiel a su carácter metódico, había comprado treinta años atrás una parcela familiar en el cementerio. Ahora esa parcela lo estaba esperando, y una excavadora acababa de abrir en la tierra de color marrón oscuro dos fosas, una al lado de la otra. Era una de aquellas mañanas frías y despejadas de otoño en que el sol parecía estrecho y plano, y las hojas crujían bajo los pies de los asistentes que caminaban pesadamente sobre el césped.

Frazier observaba la ceremonia frente a las tumbas a través de sus prismáticos desde una vía de acceso, a medio kilómetro de allí. Ya había ideado un plan. Seguirían el cortejo fúnebre hasta la casa de los Lipinski. Sabían que el velatorio sería allí porque le habían pedido al centro de operaciones de Groom Lake que se colaran en el servidor de la funeraria para averiguar el recorrido fúnebre y la dirección de destino de la limusina. Esperarían a que Will y Nancy se quedaran a solas con su hijo por la noche, y entonces entrarían y aprehenderían a Will, empleando la fuerza en la medida necesaria. A continuación registrarían la casa en busca de cualquier cosa que él hubiese encontrado en Cantwell Hall. Una vez que Will estuviese a buen recaudo a cuarenta mil pies de altura, solicitarían nuevas instrucciones al Pentágono. Los hombres de Frazier estaban de acuerdo en que propinar dos golpes en la misma casa en noches consecutivas era la mejor forma de aprovechar el factor sorpresa.

Mientras el sacerdote decía misa frente a las tumbas, Frazier y su equipo merendaban unos sándwiches. Y mientras Nancy tiraba un puñado de tierra sobre los ataúdes de sus padres, los vigilantes ingerían dosis de cafeína bebiendo latas de refresco Mountain Dew.

Cuando el oficio terminó, Frazier seguía observando con atención. Una multitud rodeaba a Will y Nancy, por lo que Frazier los perdió por unos momentos en un mar de abrigos negros y azul marino. Dirigió su atención a la limusina, que estaba aparcada a la cabeza del cortejo, y cuando vio subir a un hombre y una mujer con un bebé en brazos, ordenó a su conductor que arrancara.

El cortejo fúnebre avanzó serpenteando en dirección a la casa de los Lipinski. Anthony Road era un callejón sin salida corto y flanqueado de árboles frondosos. Era imposible que Frazier aparcara allí sin que lo descubriesen, por lo que se apostaron en North Street, la arteria principal, y aguardó pacientemente bajo la luz mortecina de la tarde a que las visitas se marcharan.

El coche fúnebre de Ballard-Durand, una berlina negra, entró en el aparcamiento de una terminal privada en el aeropuerto de Westchester County. El conductor, con traje negro, bajó y echó un vistazo alrededor antes de abrir la puerta del pasajero.

– Vía libre -dijo.

Will bajó el primero, ayudó a Nancy con Philly, y los guió a toda prisa al interior de la terminal. Volvió a salir para darle una propina al chófer y sacar las maletas.

– Usted no ha estado aquí, ¿entendido?

El conductor se levantó la gorra para despedirse y se marchó.

Dentro de la terminal, Will divisó de inmediato a un hombre de complexión mediana pero recia, con el pelo cano muy corto, vaqueros y una chaqueta de cuero de aviador. El hombre descruzó los brazos y se llevó la mano a un bolsillo interior. Will, receloso, no le quitó ojo mientras el tipo sacaba una tarjeta de visita, antes de acercarse a él y tendérsela.