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DANE P. BENTLEY, CLUB 2027-

– Tú debes de ser Will. Y tú debes de ser Nancy. ¿Y quién es este hombrecito?

A Nancy le inspiró simpatía el rostro de Dane, con su barba gris de dos días.

– Se llama Phillip.

– Mi más sentido pésame. Vuestro avión tiene el depósito lleno y está listo para despegar.

Frazier esperó toda la tarde hasta que el ir y venir de coches por la manzana de los Lipinski cesó prácticamente por completo. A última hora de la tarde, vio que Laura Piper y su marido se marchaban en un taxi. Al anochecer, enfiló Anthony Road para pasar por delante de la casa en coche. El único vehículo que quedaba en el camino de entrada era el de Joseph. Había luces encendidas en ambas plantas. Decidió aguardar una hora más, por si alguien se presentaba a última hora para expresar sus condolencias.

A la hora señalada, sus hombres y él aparcaron en el camino de entrada y se dividieron en dos parejas. Frazier indicó a DeCorso que entrara por las trampillas del sótano y él mismo abrió la puerta del patio empujándola con el hombro. Le había quitado el seguro a la pistola, que con el tubo del silenciador parecía más larga y amenazadora. Le gustaba mover por fin el culo, entrar en acción. Estaba preparado para ejercer cierto grado de violencia, ansioso incluso. Se relamía de gusto al imaginar cómo derribaría al cabrón de Piper de un culatazo en la sien.

Sin embargo, no estaba en absoluto preparado para lo que encontró; algo que le hizo soltar una maldición. La casa estaba totalmente vacía, y un muñeco del tamaño de Phillip yacía en el sofá de la sala allí donde Laura Piper lo había dejado.

Capítulo 32

Dane Bentley pilotaba un Beechcraft Barón 58 de veinte años de antigüedad, un bimotor ligero y estilizado, con una velocidad máxima de unos trescientos setenta kilómetros por hora y una autonomía de casi dos mil cuatrocientos kilómetros. Prácticamente no había un solo rincón del Estados Unidos continental donde no hubiese tocado tierra, y nada le gustaba más a Dane que tener una excusa para volar.

Cuando su viejo amigo Henry Spence lo llamó en calidad de miembro del Club 2027 y le dijo que la factura del combustible corría de su cuenta, Dane, ni corto ni perezoso, se puso al volante de su Mustang del sesenta y cinco y se dirigió a toda velocidad al hangar del aeropuerto municipal de Beverly, en la accidentada costa de Massachusetts. Durante el trayecto, dejó un mensaje en el buzón de voz a su compañera sentimental para comunicarle que pasaría unos días fuera, y luego le dejó otro a la mujer más joven con la que tenía una aventura. Dane se conservaba bien para sus sesenta años.

A lo lejos, unas quince millas náuticas al norte, el sol del atardecer cabrilleaba en el largo y estrecho lago Winnipesaukee, una masa de agua grande y profunda salpicada con doscientas islas erizadas de pinos. Reprimiendo su instinto de guía turístico, Dane se abstuvo de comentarlo. Detrás de él, sus tres pasajeros dormían como troncos en asientos de piel roja situados frente a frente. En vez de eso, estableció contacto con la torre de control del aeropuerto de Laconia y, unos minutos después, sobrevolaba el lago, descendiendo hacia la pista de aterrizaje.

Jim Zeckendorf había llevado uno de sus coches al aeropuerto para que Will lo utilizara, y le había dejado las llaves en un sobre en el mostrador de aviación general. Will metió a toda prisa a su familia en el deportivo utilitario y se puso en marcha hacia la casa, mientras Dane se quedaba en el aeropuerto para consultar el parte meteorológico, presentar un plan de vuelo y echar un sueñecito en la sala de pilotos.

Tras recorrer quince kilómetros hacia el este por la carretera 11 se llegaba a Alton Bay, una de las poblaciones más pequeñas que bordeaban Winnipesaukee. Will había visitado el lugar una vez, hacía unos años, para pasar un fin de semana pescando y bebiendo. Recordaba que había llevado consigo a una novia, no lograba acordarse de cuál. En aquella época, las mujeres entraban y salían de su vida de forma vertiginosa, en una vorágine de amantes. Lo único que Will recordaba con claridad era que Zeckendorf, que aquel fin de semana estaba solo, parecía más interesado en ella que él mismo.

La segunda residencia de Zeckendorf era un refugio ideal para un abogado de éxito de Boston. Se encontraba en Adirondack, tenía quinientos cincuenta metros cuadrados y estaba construida en lo alto de un risco sobre las embravecidas aguas de la bahía de Alton. Nancy estaba demasiado cansada y aturdida para admirar la sala de estar rústica, espaciosa y abovedada que se prolongaba en una cocina de planta abierta con encimeras de granito. En circunstancias más alegres, se habría puesto a revolotear de una habitación a otra como una abeja en un campo de tréboles, pero en aquel momento era inmune a la magnificencia del lugar.

Anochecía, y al otro lado de los ventanales que daban al lago, los abedules y los pinos se mecían con el viento, y las aguas de color gris oscuro imitaban al mar, batiendo metódicamente el rompeolas de piedra. Nancy fue directamente al dormitorio principal para cambiarle el pañal a Philly y quitarse el vestido de luto.

Will recorrió la casa a paso veloz, inspeccionándolo todo. La esposa de Zeck había ido allí desde Boston para abastecer la nevera y la despensa de provisiones, potitos y cajas de pañales. Había toallas limpias por todas partes. Los termostatos estaban a la temperatura adecuada. En el garaje había un coche con las llaves puestas. Incluso había una cuna de viaje nueva en el dormitorio y en la cocina una trona que todavía llevaba pegada la etiqueta del precio. Los Zeckendorf eran increíbles.

Will sacó el arma de servicio de Nancy de su funda, comprobó el cargador y el seguro, y la dejó bien a la vista en la mesita de noche de ella, junto a un teléfono de prepago.

Nancy había limpiado al bebé, le había echado polvos de talco y se había puesto unos vaqueros cómodos y una sudadera. Will sujetó a Phillip contra su pecho y miró por la ventana mientras ella trasteaba en la cocina. Se pusieron a charlar de banalidades domésticas, como si nada de lo ocurrido los últimos dos días hubiera pasado; era un alivio darse un respiro. Cuando ella estuvo lista para dar de comer al niño, Will sentó en la trona a Phillip, que no paraba de moverse.

Entonces la abrazó durante largo rato y solo la soltó para enjugarle dos lágrimas de la cara con los pulgares.

– Te llamaré en cada escala del camino -le prometió.

– Más te vale. Soy tu compañera, ¿lo recuerdas?

– Lo recuerdo. Como en los viejos tiempos; volvemos a trabajar en un caso.

– Tenemos un buen plan. Tiene que dar resultado -dijo ella con empatía.

– ¿Seguro que estarás bien? -preguntó él.

– Sí y no.- Su seguridad en sí misma se vino abajo-. Tengo miedo.

– Aquí no te encontrarán.

– No por mí; por ti.

– Sé cuidar de mí mismo.

Ella le dio un abrazo.

– Eso era antes. Ahora eres un abuelete jubilado.

Will se encogió de hombros.

– Experiencia o juventud. ¿Qué prefieres?

Ella lo besó de lleno en los labios y luego lo apartó con suavidad.

– Te prefiero a ti.

Casi había oscurecido cuando Dane despegó. El avión se ladeó sobre el lago y efectuó un elegante viraje hacia el este. Una vez que el rumbo estuvo fijado y el aparato estabilizado a una altitud de crucero de dieciocho mil pies, Dane se volvió hacia Will, que iba apretujado en el asiento del copiloto, y se puso a hablar. Le había costado un gran esfuerzo pasar tanto rato callado. Pocas personas eran más parlanchinas o gregarias que Dane Bentley, que durante las dieciocho horas siguientes tendría un público cautivo.