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Will le dio unas palmaditas en el hombro. Era un tipo legal.

– Estoy contigo.

Pensó en ello mientras Dane surcaba la negrura de las llanuras. No, en realidad estaba seguro de que elegiría un final distinto: estar con Nancy cuando le llegara la muerte.

Estaba claro que a Dane no le gustaba el silencio, así que empezó a darle a la lengua otra vez.

– Te voy a contar algo, pero es totalmente confidencial, ¿vale?

– De acuerdo. ¿Por qué?

– Porque me está quemando por dentro. Creo que sé por qué están moviendo cielo y tierra para quitarte de en medio. Tú me has revelado un montón de información secreta esta noche, amigo mío, así que te pagaré con la misma moneda. Al fin y al cabo, los dos estamos metidos en esta mierda hasta las orejas.

– Adelante. Te escucho.

– Va a pasar algo muy gordo dentro de unas tres semanas, en Caracas, Venezuela. Lo descubrieron tiempo atrás, pero hace un par de años, la CIA desarrolló un plan de acción para sacar partido de la situación, y para cuando yo dejé Groom Lake, habían dado luz verde al proyecto.

– ¿Qué va a pasar?

– La madre de todos los terremotos en Latinoamérica, con el epicentro en Caracas. Morirán más de doscientas mil personas en un día. Al menos los cerebritos creen que va a ser un terremoto. Ninguna otra desgracia arrojaría esas cifras.

– Eso es mucha gente -comentó Will.

– No hace falta que te diga que Venezuela posee dos cosas que tienen muy pendiente al Tío Sam: petróleo y rojos. Vamos a aprovechar el desastre para mezclar las cosas.

– ¿Un derrocamiento?

– En esencia, sí. Por lo que sé, lo disfrazarán de misión humanitaria. Habrá un cargamento de tiendas de campaña, catres, comida y material médico preparado para enviar en cuanto se despeje la polvareda. Suponen que aquello será un caos absoluto. El gobierno venezolano no dará abasto. Su presidente sobrevivirá, pero mucha de su gente no. Contaremos con la colaboración de los partidos de la oposición, que estarán listos para tomar cartas en el asunto. Los colombianos y guyaneses pondrán su grano de arena invadiendo territorios fronterizos en disputa. Se supone que los ejércitos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia tienen planeado intervenir como fuerzas de paz. El malo de la película saldrá por piernas. Uno de los nuestros tomará el poder y abrirá las puertas de nuevo a las petroleras estadounidenses y europeas. Ese es el plan, al menos hasta donde mi pobre y limitado cerebro llega a entender.

El zumbido de los motores del Beechcraft ahogó el tenue silbido de Will. Todo encajaba: su interés desmedido por el libro que faltaba; su decisión fría y calculada de matar a los Cantwell y a sus suegros; su determinación de neutralizar a Will Piper. Frazier y sus superiores estaban luchando por todos los medios para evitar que saliese a la luz la mayor de las operaciones encubiertas de la historia: el derrocamiento del régimen hostil de un país rico en petróleo valiéndose de las predicciones de la Biblioteca de Área 51. Solo había una cosa de la que Will estaba seguro: el gobierno utilizaría todo su poder para aplastarlo como a una cucaracha.

Mientras Dane iniciaba el descenso hacia las llanuras de Nebraska, Will de pronto se sintió muy pequeño. El bimotor no era más que un punto diminuto en el inmenso cielo nocturno, y él no era más que un hombre que iba a enfrentarse contra una máquina gigantesca.

Capítulo 34

Llegaron al término de su viaje al día siguiente, bajo el sol californiano, de un color amarillo deslucido por el aire contaminado del mediodía. Will durmió durante todo el vuelo y apenas despertó a tiempo para contemplar la extensión inabarcable de Los Ángeles, una visión onírica en la neblina.

– Final de trayecto -anunció Dane al ver que Will se rebullía.

– No sé cómo has conseguido mantenerte despierto.

– ¡A lo mejor estaba en piloto automático! -Hizo una pausa-. ¡Es broma! He estado de palique con todas las voces femeninas que he encontrado por la radio. Soy como un camionero del aire.

En la pista de aterrizaje del pequeño aeropuerto, Will se desperezó al sol como una iguana soñolienta mientras aguardaba a que Dane pusiera el avión a punto. Soplaba una ligera brisa, la temperatura rondaba los veintitrés grados y la sensación del viento suave en la piel resultaba agradable, como un bálsamo cálido. Telefoneó a Nancy. Estaba bien, todavía anestesiada por la tristeza, pero bien. Temprano por la mañana había llevado a Philly al muelle, se había acomodado en una piedra grande y plana del rompeolas, y había mecido al bebé en sus brazos al ritmo del oleaje hasta que se había dormido de nuevo.

El plan del día era sencillo. Dane alquilaría un coche, porque si Will pagaba con su tarjeta de crédito, podrían seguirle la pista. Luego, mientras Will hacía sus recados, Dane se echaría una siesta en un motel cercano. Más tarde, se reunirían en el aeropuerto y darían el pequeño salto a Las Vegas para ver a Spence y a Kenyon. Al menos, esa era su intención.

Will agitó la mano para despedirse de Dane en el aparcamiento de la agencia de alquiler de coches y enfiló hacia el sur, en dirección a Pershing Square, en el centro de Los Ángeles.

Frazier lo estaba observando.

No pensaba dejar nada al azar. Había hecho venir a más hombres de Groom Lake para contar con tres equipos de tres. Uno de ellos, encabezado por DeCorso, siguió el coche alquilado de Will; el vehículo desde el que Frazier dirigía la operación iba detrás, como refuerzo para DeCorso, y el tercer equipo, comandado por un agente llamado Sullivan, se quedó vigilando a Dane.

Frazier escupió una orden en su micrófono en cuanto su coche arrancó.

– Sullie, no pierdas de vista al piloto y mantenme informado. Y, cuando llegue el momento, dale un rodillazo en los huevos de mi parte.

El tráfico del mediodía era lo bastante fluido para que Will llegara al centro en menos de media hora. Dejó el coche en un aparcamiento municipal situado frente al edificio art déco de la Biblioteca Central y cruzó la calle Cinco con el semáforo en rojo, con el descaro de todo buen neoyorquino.

Aunque hacía quince meses que había estado en esa biblioteca por última vez, tenía la sensación de que no había pasado el tiempo. Recordaba el sabor del miedo que había notado en su boca ese día. Acababa de sobrevivir a treinta segundos en el infierno, un tiroteo en una reducida habitación del hotel Beverly Hills. Había dejado a cuatro vigilantes desangrándose sobre la alfombra mullida de tonos pastel de uno de los bungalows. Los sesos de Shackleton asomaban burbujeantes por una herida del tamaño de un corcho que tenía en la cabeza. Will sujetaba en la mano un dispositivo de memoria que contenía una copia de la base de datos pirateada de Shackleton, con las fechas de nacimiento y de muerte de todo el mundo en Estados Unidos. Era su póliza de seguros, su salvavidas, y necesitaba un sitio donde esconderlo. ¿Qué mejor lugar que una biblioteca?

Will subió a grandes zancadas la escalinata de la biblioteca y abrió de un empujón las puertas de la entrada, sin advertir que dos jóvenes vigilantes le iban a la zaga. DeCorso se había quedado en el coche, pues Frazier lo había reducido a la humillante condición de chófer. Quería que se encargaran de la persecución hombres más jóvenes, y sabía que DeCorso tenía las horas contadas. No sabía cómo, ni exactamente cuándo, pero no quería que nada le estropeara la operación.

Will pasó rápidamente frente al mostrador de información y los ascensores hasta la escalera principal, y comenzó a descender hasta el tercer nivel subterráneo. Bajo la desagradable luz fluorescente del sótano, se adentró en las hileras de estanterías, dirigiéndose hacia una en concreto situada en el centro de la sala. Los vigilantes bajaron a la velocidad justa para que Will no los descubriera, pero sin perderlo nunca de vista; luego se separaron y zigzaguearon entre las estanterías. Por suerte para ellos, había al menos una docena de usuarios de la biblioteca en el sótano, por lo que les resultaba relativamente fácil pasar inadvertidos.