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Will encontró el sitio exacto que recordaba perfectamente y se paró en seco, desconcertado. La última vez que había estado allí, la estantería estaba repleta de libros desgastados de color ocre, la colección completa de códigos municipales del distrito de Los Ángeles, que abarcaba siete décadas. Había decidido que era un escondrijo ideal por el aspecto descuidado de los libros, que indicaba que nadie los había tocado desde hacía tiempo.

El volumen correspondiente a 1947, el que él había elegido, no estaba allí.

¡Ninguno de los volúmenes estaba allí!

Will avanzó ansioso a lo largo de las hileras de estantes, buscando en vano. Masculló una palabrota. Caminó entre las librerías a paso acelerado, con una angustia creciente.

El mostrador de información estaba desierto, con un teléfono en una de las paredes. Will descolgó el auricular y esperó hasta que contestó una empleada de la biblioteca.

– Sí, estoy en la tercera planta subterránea. Busco los códigos municipales del distrito de Los Ángeles. Antes estaban aquí abajo. -Uno de los vigilantes escuchaba desde detrás de una estantería cercana-. Esperaré -dijo Will. Al poco rato, volvió a hablar-. ¿Bromea? ¡No, no puedo esperar seis semanas! ¿Me da la dirección para que hable con ellos directamente? ¿Qué le cuesta darme la dirección? Gracias. Se lo agradezco. -Colgó, sacudiendo la cabeza con frustración, y subió la escalera a toda prisa.

Frazier oyó por el auricular que su hombre le susurraba:

– Estaba buscando unos tomos de los códigos municipales del distrito de Los Ángeles. Por alguna razón, ya no están en la biblioteca. Le han dado una dirección. Es posible que vaya hacia allí.

Will regresó corriendo a su coche y desplegó el mapa de la agencia de alquiler. El bulevar East Olympic estaba a solo unos cinco kilómetros de allí, lo que fue un alivio para él porque no se sentía en condiciones de recorrer grandes distancias. Salió del aparcamiento y avanzó por la calle Cinco hacia Alameda. Menos de diez minutos después había cruzado el río Los Ángeles, con las orillas revestidas de hormigón, y se había adentrado en una zona industrial gris repleta de naves de una sola planta. Frazier y DeCorso lo seguían a una distancia prudente.

Encontró el Centro Olímpico Industrial y aparcó en una de las plazas para visitantes. Tenía un mal presentimiento. Ya era mala suerte que su libro estuviese entre los volúmenes que habían elegido para que los digitalizaran, como parte de un programa conjunto entre la red de bibliotecas del distrito de Los Ángeles y una empresa de búsquedas por internet. Ahora tenía que perder el tiempo con esas tonterías.

Cuando Will entró en la recepción de una de las naves industriales, a Frazier le entró el pánico. Necesitaba tener un control absoluto sobre la situación, y sin embargo acababa de perder de vista a Piper. Al otro lado del aparcamiento divisó una furgoneta grande de UPS. Pensó a mil por hora. Envió hacia allí a los dos vigilantes que iban con él y les dijo que antes de diez minutos uno de ellos debía estar dentro de la nave industrial. Los dos jóvenes entusiastas bajaron del coche.

La decoración de la recepción era tan anodina que resultaba deprimente. Una recepcionista solitaria y aburrida estaba sentada tras un largo mostrador. En la pared había colgadas placas que conmemoraban logros de la empresa, pero eso era todo. Will esperó pacientemente a que la chica dejara de hablar por teléfono; cuando lo hizo, le soltó una explicación enrevesada sobre por qué necesitaba consultar uno de los libros que habían llevado allí para escanear. Ella lo miró con expresión de no entender nada, y Will empezó a preguntarse si entendía su idioma.

– Esta es una nave industrial y un centro de escaneado -dijo al fin la joven-.Aquí no prestamos libros.

Will lo intentó de nuevo, despacio, desplegando todos sus encantos para que ella se mostrase más dispuesta a ayudar. La placa de identificación en el mostrador indicaba que se llamaba Karen. Will pronunciaba su nombre repetidamente, con voz aterciopelada, para conectar con ella, pero por más que intentaba venderle la moto, la chica no parecía dispuesta a comprársela.

En ese momento entró un repartidor de UPS con una camisa y unos pantalones cortos marrones que le quedaban muy apretados. Will se fijó en sus músculos, propios de alguien que hacía pesas, pero no le dio mayor importancia. El joven se quedó esperando a una distancia respetuosa. Dentro de la furgoneta de UPS, el hombre al que el uniforme le sentaba bien yacía entre los paquetes, inconsciente como consecuencia de una presión ejercida en un punto específico del cuello.

– Oiga -dijo Will, suplicante-, he venido desde Nueva York para conseguir ese libro. Ya sé que no es algo que suelan hacer, pero le estaría muy agradecido si me hiciera este favor personal.

Ella lo contemplaba con una mirada gélida.

Will se sacó la cartera.

– Le daré algo por las molestias, ¿de acuerdo?

– Esto es una nave industrial. No sé por qué le cuesta tanto entenderlo. -Miró por encima del hombro de Will al hombre de UPS-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Sí -dijo el repartidor-. Llevo un paquete al 2555 de East Olympic. ¿Es aquí? Estoy sustituyendo al que cubre esta ruta.

– Este es el 2559 -señaló ella-. El número que busca está allí.

Un empleado de la empresa entró, saludó a la recepcionista con un gesto de la mano y acercó una tarjeta de seguridad blanca a un lector magnético negro instalado en la pared. La puerta se abrió con un chasquido. Mientras el hombre de UPS se tomaba su tiempo antes de marcharse, Will advirtió que había una tarjeta de seguridad similar en el mostrador, junto al teclado de la recepcionista, en la que se leían las palabras visitante autorizado. La joven alzó la vista hacia Will con cara de exasperación, como diciéndole «¿sigues aquí?».

– Quisiera hablar con el encargado, si no le importa -exigió Will. Como la amabilidad no le había dado resultado, había adoptado un tono amenazador-. No me iré sin hablar con él. O con ella. ¿Lo captas, Karen? -Esta vez pronunció su nombre como si fuera un insulto.

Ella, nerviosa, hizo lo que le pedía: marcó un número y preguntó a un tal Marvin si podía acudir a recepción. Will se quedó esperando de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, tan tensos que se sentía como si llevara una camisa de fuerza.

En la parte trasera de la camioneta de UPS, el hombre de Frazier se cambió la ropa, comprobó que su víctima siguiera respirando e informó de la situación a su jefe a través de su transmisor.

La recepcionista se mostró aliviada al ver llegar al encargado de planta, como si aquel hombre delgado con gafas pudiera protegerla de la mole desafiante que esperaba frente al mostrador. La chica se levantó para susurrarle algo, y Will aprovechó el momento para inclinarse, coger la tarjeta de seguridad y esconderla en la palma de la mano.

Marvin dejó que Will le expusiese su petición, pero se mantuvo inflexible. Aquellas instalaciones no estaban abiertas al público. El procedimiento que él les pedía no se contemplaba en el reglamento. No estaban autorizados para localizar libros por separado. Por cierto, añadió con sarcasmo, ¿no le sería más fácil encontrar otra copia de los códigos municipales de Los Ángeles correspondientes a 1947 en otra biblioteca? Al fin y al cabo, la que ellos tenían no era la única en el mundo.

Will se quedó sin argumentos. La conversación empezaba a desviarse hacia terrenos pantanosos del tipo «si no te vas, tendré que llamar a la policía». Salió de allí con ademán furioso, mientras se guardaba la tarjeta de seguridad en el bolsillo. Había otro lector magnético negro junto a la puerta exterior. Ya volvería.

Frazier observó a través de los prismáticos a Will, que regresaba a su coche con las manos vacías. Cuando el vehículo de Will se puso en marcha, Frazier lo siguió, preguntándose adónde iría a continuación.