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Will no lo había planeado así, pero tenía que matar el tiempo de alguna manera, y cuando se le ocurrió la idea, le gustó.

Le daba una sensación de simetría, parecía una buena forma de cerrar el círculo. En un semáforo, volvió a echar un vistazo al mapa de la zona. Tal vez tardaría una hora en llegar allí, pero no podía regresar a la nave industrial antes del atardecer. Además, tendría que rezar por que el taller de escaneado no tuviera un turno de noche o un guardia de seguridad. Dejaría dormir a Dane, pero en algún momento de la tarde tendría que llamarlo para avisarle de que se retrasaría.

Tomó la carretera 710, y Frazier lo siguió despacio en aquel tráfico denso como la melaza. Will aprovechó que avanzaba a paso de tortuga para llamar a Nancy y compartir su frustración con ella. La vio mejor, más fuerte, lo que también lo hizo sentirse mejor y más fuerte. La entereza de Nancy le daba fuerzas para seguir adelante.

Cuando la 710 se convirtió en la autopista de peaje de Long Beach al sur de la 405, Frazier comprendió adónde se dirigía Piper. Lo anunció por radio a los demás.

– No puedo creerlo. Va a Long Beach. ¿A que no sabéis quién está en Long Beach, niños y niñas?

Capítulo 35

El hospital para enfermos crónicos de Long Beach, en un débil intento de presentar un aspecto alegre, tenía unas macetas de barro con plantas multicolores de temporada colocadas junto a la entrada. Por lo demás, el edificio bajo de ladrillo blanco hacía honor a lo que era: un depósito industrial para los desahuciados y los dependientes. Los pacientes que ingresaban allí nunca recibían el alta.

Ya en el vestíbulo se respiraba un aire viciado que olía a enfermedad y antisepsia. Indicaron a Will que Shackleton estaba en el ala este, y él caminó por los pasillos sombríos de color verde lima, cruzándose con visitas y empleados que andaban despacio, pues no había nada por lo que valiera la pena ajetrearse. Nadie parecía alegrarse de estar allí. El mar, a menos de un kilómetro, fresco y vigoroso, pertenecía a otro mundo.

Frazier estaba sentado en el coche frente al hospital, pensando en el siguiente paso. ¿Debía enviar a alguien dentro y correr el riesgo de que lo reconocieran? ¿Qué se llevaba Piper entre manos? ¿Era posible que por algún motivo necesitara a Shackleton para recuperar la base de datos? Eso no tenía sentido. Por las declaraciones del propio Piper tras los hechos, sabía que después del tiroteo en Beverly Hills, había comprado un dispositivo de memoria en una tienda Radio Shack y lo había ocultado en algún lugar de Los Ángeles. Ahora sabían que lo había escondido en un libro de la Biblioteca Central. Shackleton no era un elemento esencial.

– No es más que una visita social para pasar el rato -dijo Frazier a sus hombres-. Estoy seguro. Solo tenemos que esperar.

Se puso en contacto con Sullivan, su otro hombre, y le preguntó por la situación del piloto. Sullivan respondió que Dane se había resistido como un jabato en el motel antes de que le inyectasen un tranquilizante y lo metieran en un carrito de lavandería. Iba en un Learjet, camino de su antiguo hogar, Área 51, donde lo interrogarían y lo retendrían mientras decidían qué hacer con él. Frazier se relajó y mandó a uno de sus hombres a por café.

No había nadie en el puesto de enfermeras, y Will tamborileó con los dedos en el mostrador esperando a que apareciera alguien. Una joven regordeta embutida en un uniforme almidonado salió por fin de la sala de descanso con una mancha de algo rojo y pegajoso en la comisura de la boca.

– Quisiera ver a Mark Shackleton.

La mujer pareció sorprendida. Will supuso que el tipo no recibía muchas visitas.

– ¿Es usted pariente suyo?

– No. Un viejo amigo.

– Las visitas son solo para parientes.

– Vivo en Nueva York. He venido de muy lejos.

– Las normas son las normas.

Will suspiró. La historia se repetía.

– ¿Puedo hablar con su supervisor, por favor?

La enfermera llamó a una mujer mayor y negra, una tía dura y estricta con pinta de llevar el reglamento tatuado en el brazo. Estaba explicándole a Will la política de visitas del hospital cuando de pronto se interrumpió y lo escrutó atentamente por encima de sus gafas para ver de cerca.

– Usted es el que sale en su fotografía.

– Ah, ¿sí?

– La única que tiene. Nadie viene a verlo, ¿sabe? De vez en cuando se presenta alguien del gobierno con un pase especial que solo se queda unos minutos. ¿Dice usted que es un amigo? -Sí.

– Acompáñeme. Haré una excepción.

La visión de Shackleton en la cama lo impresionó, por su aspecto empequeñecido y escuálido. Nunca había sido un tipo precisamente fornido, pero tras un año de coma y de alimentación por sonda parecía un esqueleto viviente con la piel amarillenta y cérea, y huesos prominentes y puntiagudos. Will habría podido levantarlo en brazos con la misma facilidad con que levantaba a su hijo pequeño.

Estaba tendido de costado, pues lo cambiaban de posición a diario para evitar las llagas. Tenía los ojos abiertos pero velados, y la boca permanentemente abierta formando un óvalo que dejaba al descubierto sus dientes marrones. Llevaba una gorra mugrienta de los Lakers encasquetada en la calva, que tapaba la hendidura de su terrible herida. Una sábana lo cubría de la cintura para abajo. Tenía el torso y los brazos tan raquíticos como los de un preso de un campo de concentración, y las manos, crispadas como garras. Su pecho se movía con brusquedad; cada respiración era un jadeo espasmódico. Una sustancia en su cuerpo se introducía a través de una bolsa de plástico: un líquido blanco que goteaba a través de un tubo gástrico. En otra bolsa de plástico se acumulaba otra sustancia del cuerpo: orina a través de un catéter.

Sobre la mesilla de noche no había más que una foto enmarcada. En ella aparecían los cuatro compañeros de residencia estudiantil en la celebración de los veinticinco años de su graduación. Jim Zeckendorf en un extremo, sonriendo de oreja a oreja, y Alex Dinnerstein en el otro. En medio, Shackleton con una sonrisa forzada y la misma gorra de los Lakers, al lado de Will, que le sacaba una cabeza, fotogénico y relajado.

– Cuando fueron a su casa, esta fue la única foto que encontraron, así que la trajeron aquí, todo un detalle por su parte. ¿Quiénes son los otros dos?

– Fuimos compañeros de habitación en la universidad.

– Se nota que era un hombre inteligente, aunque no hable.

– ¿Hay alguien que crea que puede llegar a recuperarse? -preguntó Will.

– ¡Cielo santo, no! -exclamó la enfermera-. Su estado ya no va a mejorar. Las luces están encendidas, pero Dios sabe que no hay nadie en casa.

Dejó a Will solo junto a la cama. Él acercó una silla y se sentó a medio metro de la barandilla, fijándose en la mirada vacía de Shackleton. Deseaba poder odiarlo. Ese hombrecillo desdichado le había tendido una trampa como a un conejo y lo había arrastrado a su mundo desquiciado. Le había revelado la existencia de la Biblioteca sin que él se lo pidiera y había lanzado su vida hacia una órbita extraña. Quizá todo estaba predestinado, escrito en las estrellas, pero aquel hombre digno de lástima había seguido un plan deliberado para fastidiarle la vida, y lo había conseguido de manera espectacular.

Sin embargo, Will no era capaz de sentir odio hacia ese ser medio muerto que boqueaba como un pez fuera del agua y cuya cara recordaba al personaje boquiabierto y angustiado de El grito, el cuadro de Munch. No sentía más que tristeza al pensar cómo había malgastado su vida.

No se tomó la molestia de hablarle, como hacen las visitas ingenuas y esperanzadas a los pies de la cama de un comatoso. Simplemente se quedó sentado y aprovechó el tiempo para reflexionar sobre su propia vida, las decisiones que había tomado, los caminos que había elegido y los que no. En todas las ocasiones en que sus decisiones habían afectado a la vida de otros, ¿estaban esas decisiones predestinadas por una inteligencia invisible? ¿Era responsable de sus actos o no? ¿Serviría de algo que planeara su siguiente paso? Después de todo, pasaría lo que tuviera que pasar, ¿no? A lo mejor no regresaría a la nave industrial para pasar una noche insoportable buscando el dispositivo de memoria. A lo mejor se quitaría la camisa y se quedaría tumbado en la playa toda la noche, mirando las estrellas. A lo mejor esa era la siguiente gran jugada en el tablero de ajedrez del universo.