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Hasta la fecha, Spence seguía siendo el fichaje más joven en la historia de la CIA, y algunos de los veteranos hablaban todavía de aquel cerebrito que se pavoneaba por Langley con su enorme ego y una capacidad analítica asombrosa. Seguramente solo era cuestión de tiempo que un hombre trajeado de aspecto anodino lo abordase y le pusiese en la mano una tarjeta con la insignia de la Marina de Estados Unidos. Spence, por supuesto, preguntó qué quería de él la Armada, y la respuesta hizo que su vida tomara el rumbo que había seguido desde entonces.

Will recordó que había sentido un desconcierto parecido el día que Mark Shackleton le dijo que Área 51 formaba parte de una operación naval. El ejército tenía sus tradiciones, algunas obstinadamente ridículas, y esta era una de ellas.

Según había averiguado Will, en 1947 el presidente Truman le encomendó a James Forrestal, uno de sus asesores de confianza, que estableciera una base militar ultrasecreta en Groom Lake, Nevada, en una región desierta y remota que lindaba con Yucca Flats. Aunque su denominación cartográfica era Zona de Pruebas 51 de Nevada, acabaron refiriéndose a la base como «Área 51», que era un nombre más corto.

Los británicos habían descubierto algo extraordinariamente inquietante en una excavación arqueológica en la isla de Wight, en los terrenos de un antiguo monasterio, la abadía de Vectis. Habían abierto ligeramente su caja de Pandora y la habían cerrado de golpe al darse cuenta de dónde se habían metido. Clement Atlee, el primer ministro, encargó a Winston Churchill que oficiase de mediador y persuadiese al presidente de Estados Unidos de que les quitara ese peso de encima e impidiese que la reconstrucción de Gran Bretaña se demorara por esa distracción monumental.

Así nació el Proyecto Vectis.

Daba la casualidad de que Forrestal era el secretario de Marina cuando se le asignó la misión, de modo que el proyecto quedó indisociablemente vinculado al Departamento de Marina, lo que convirtió a Área 51 en la base naval más seca y alejada del mar del planeta. El Grupo de Trabajo del Proyecto Vectis, dirigido por Truman en persona, concibió una idea ingeniosa para rodear Área 51 de una nube de desinformación, una estratagema que seguía dando resultado sesenta años después. Se aprovecharon del furor que causaban en todo el país los avistamientos de ovnis para montar una pequeña farsa en Roswell, Nuevo México, y luego propagar el rumor de que una base recién establecida en Nevada podía tener algo que ver con naves espaciales alienígenas y cosas por el estilo. De este modo, Área 51 siguió adelante con su verdadera misión, gracias a la credulidad de la opinión pública.

El secretario de Marina en todas las administraciones era, en la práctica, el representante del Pentágono en los asuntos relacionados con la base y uno de los pocos altos cargos gubernamentales que tenían una remota idea de lo que se estaba cociendo. Reclutar a Henry Spence de la CIA, la agencia rival, fue un golpe maestro, hasta tal punto que poco después de su fichaje lo llamaron al despacho del secretario. Spence estaba aún tan pasmado por la naturaleza de su nuevo trabajo que durante la reunión estuvo como un zombi, y después apenas se acordaba de lo más esencial de las cuestiones tratadas.

Will escuchó atentamente cómo Spence describía su primer día en el desierto de Nevada, muchos metros bajo tierra en el Edificio Truman del complejo principal de Área 51. Como era novato, su supervisor bajó con él solemnemente hasta el nivel de la Cripta y, flanqueado por guardias armados con cara de pocos amigos, lo guió al interior de aquel espacio enorme, silencioso y enfriado artificialmente, una especie de catedral de la tecnología punta, donde Spence vio por primera vez aquellos setecientos mil libros antiguos.

Era la biblioteca más singular e insólita del planeta.

«Señor Spence, aquí tiene sus datos -había declarado el supervisor con un movimiento teatral del brazo-. Pocos hombres han tenido este privilegio. Hemos depositado grandes esperanzas en usted.»

Y así fue como Spence empezó su nueva vida.

Área 51 había encontrado algo más que una persona con talento; la organización había dado con un fanático. Cada uno de los días en que había bajado a la cámara subterránea a lo largo de casi treinta años, Spence había disfrutado plenamente del privilegio que su viejo jefe le había ofrecido y de la embriagadora responsabilidad de formar parte de la institución más exclusiva y secreta del mundo. Gracias a sus conocimientos lingüísticos y a sus dotes analíticas, al cabo de pocos años estaba al cargo de la sección de China. Más tarde llegaría a ser director de Asuntos Asiáticos y al final de su trayectoria profesional era el analista más condecorado en la historia del laboratorio.

En los años setenta, ideó un sistema nuevo y global para obtener información de personas específicas valiéndose de bases de datos chinas disponibles, aunque algo rudimentarias, y de una amplia red de inteligencia que desarrolló en cooperación con la CIA. Las purgas maoístas y los desplazamientos de población con frecuencia lo obligaban a basarse en modelos estadísticos, pero su primer gran éxito fue predecir en 1974 el desastre natural que acaecería el 28 de julio de 1976 en China, en el pueblo minero de Tangshan, y provocaría 255.000 víctimas mortales. Apenas se produjo el terremoto, el presidente Ford ya estaba preparado para ofrecer al primer ministro Hua Guofeng la ayuda de sus equipos de rescate previamente movilizados, lo que reforzó las relaciones entre Estados Unidos y China en la era post-Nixon.

Aquel fue un momento emocionante para Spence. Describía con orgullo morboso el entusiasmo que lo embargó cuando las primeras noticias sobre el seísmo letal llegaron a Nevada. Will lo miró como a un bicho raro.

– Entiéndame, no es que yo ocasionara el maldito desastre -se explicó-. Simplemente lo predije.

De joven, Spence era un tipo arrogante y bien parecido que estaba encantado con su vida de soltero en la pujante Las Vegas. Pero al final, como en el fondo era un blanco protestante de clase acomodada, un pez fuera del agua en una ciudad de nuevos ricos codiciosos, acabó por juntarse con gente de su estilo. En su club de campo conoció a Martha, la hija de un rico promotor inmobiliario. Se casaron y tuvieron hijos, que en la actualidad eran ya profesionales de éxito. Spence era abuelo pero, por desgracia, Martha había fallecido a causa de un cáncer de mama antes de que naciera su primer nieto.

– Nunca busqué la fecha de su muerte -insistió Spence-. Seguramente habría podido conseguirla sin problemas, pero no lo intenté.

Dejó el laboratorio cuando cumplió la edad de jubilación obligatoria, poco después del 11-S. Probablemente se habría quedado más tiempo si se lo hubieran permitido; su trabajo era su vida. Su interés se centraba en Área 51, pero le gustaba informarse sobre temas candentes, aunque no tuvieran que ver con Asia. Durante el verano de 2001, cuando su jubilación era inminente, hacía lo posible por almorzar a diario con los del departamento de Estados Unidos para intercambiar teorías y predicciones sobre los sucesos que pronto matarían a tres mil personas en el World Trade Center.

Cuando se retiró, era fisiológicamente viejo pero sumamente rico gracias a la fortuna familiar de su esposa. Su muerte causó estragos en la salud de Spence; el hábito de fumar dos paquetes diarios le provocó un enfisema complicado con asma que empeoraba cada día. Estaba gordo debido a los esteroides y su debilidad por la comida rica en grasas. Con el tiempo, se vería obligado a utilizar una silla de ruedas eléctrica y una máquina de oxígeno. Sus dos pasiones como jubilado, confesó, eran sus nietos y el Club 2027. La caravana, que llamaba el yayomóvil, era clave para su movilidad y para ver a su familia desperdigada por el país.