La mente de Will no era demasiado propensa a filosofar. Él era un hombre práctico que se regía por el instinto y la acción. Si le entraba hambre, comía. Si se ponía cachondo, buscaba una mujer. Si su matrimonio o una relación le amargaban la vida, la rompía. Si tenía un trabajo que hacer, lo hacía. Si había un asesino, él lo encontraba.
Había vuelto a convertirse en marido.Y en padre. Tenía una esposa estupenda y un hijo que prometía mucho. Tenía que concentrar sus energías en ellos. Debía basar sus decisiones en lo que fuera mejor para Nancy y el bebé. Si había otros factores en juego, mala suerte. No debía dar demasiadas vueltas a las cosas. Su siguiente paso sería recuperar la memoria USB. Luego se la metería metafóricamente por el culo a Frazier.
Se sintió mejor, más como el Will de siempre.
¿Y el año 2027?
Se tratara o no del fin del mundo, no era inminente. Le quedaban diecisiete años para compensar cinco décadas de egoísmo. Disponía de tiempo para reparar sus errores.
La cosa habría podido ser mucho peor.
– Gracias, gilipollas -le dijo a Shackleton.
Capítulo 36
En el camino de vuelta a la nave industrial, Will hizo tres llamadas telefónicas: una lo animó y dos lo desalentaron.
Nancy ya no estaba sola. La hija y el yerno de Will acababan de llegar a la casa del lago para hacerle compañía hasta que Will regresara. Will la notó alegre y distraída, y al fondo se oían los agradables sonidos de gente cocinando.
Las otras llamadas lo dejaron preocupado. Dane no cogía su teléfono móvil. Cuando telefoneó al motel, pasaron la llamada a su habitación, pero nadie contestó. El recepcionista le confirmó que se había registrado. Will supuso que el hombre tenía el sueño muy pesado, pero no se quedó tranquilo.
En Área 51, el móvil de Dane recibió un aviso de llamada perdida de Will. Un técnico del centro de operaciones localizó las antenas repetidoras con las que se había conectado el móvil de Will y descubrió que estaba en la zona septentrional de Long Beach y avanzaba hacia el norte. Llamó a Frazier para comunicarle la noticia.
Frazier soltó un gruñido. Saber el número de teléfono de Piper estaba bien, pero esperaba no necesitarlo. Mantenía el contacto visual directo con Will y, si todo salía bien, pronto lo detendría y se apoderaría de la base de datos.
Entonces realizaría un registro sorpresa de la casa de Henry Spence y se llevaría lo que fuera que Piper había encontrado en Inglaterra.
Estaba deseando quitarse a Lester de encima. Quería comunicarle que había realizado su trabajo, que había conjurado la amenaza y neutralizado a sus objetivos. Quería oír al burócrata deshacerse en elogios hacia él, por una vez. Luego se tomaría unos días libres para barnizar el suelo de madera de su terraza o dedicarse a alguna otra tarea agradable y cotidiana. Cuando faltase una semana para el Suceso de Caracas, la base cerraría sus puertas, y él viviría allí las veinticuatro horas, todos los días.
Como todavía era algo temprano para poner manos a la obra, Will hizo una parada para cenar a un par de kilómetros de la nave industrial. En el aparcamiento del restaurante chino intentó contactar con Dane de nuevo, pero no lo consiguió. Esta vez le dejó un mensaje en el buzón de voz.
– Soy Will. Son las cinco y media. He estado intentando localizarte. Este asunto me está llevando más tiempo del que había previsto. Llámame en cuanto oigas este mensaje.
Una hora después, continuaba allí, lleno a reventar de cerdo Mu Shu y té verde. En el restaurante había un bar bien provisto, con gran variedad de bebidas alcohólicas, pero él seguía sirviéndose tazas del maldito té.
Antes de irse, partió en dos su galleta de la suerte. La tira de papel decía: «Lo más inteligente es prepararse para lo inesperado».
«Caray, muchas gracias», pensó.
Cuando dobló la esquina para entrar en el aparcamiento de la nave industrial, Will contuvo la respiración. Estaba vacío. Gracias a Dios, no había turno de noche. Hacía media hora que se había puesto el sol, y le reconfortó que la luz se estuviese extinguiendo rápidamente, aunque habría preferido la oscuridad absoluta. Dio dos vueltas en el coche alrededor del edificio para asegurarse de que no hubiera moros en la costa, aparcó en un costado y se encaminó hacia la puerta principal.
La tarjeta de seguridad robada hizo que la lucecita roja del lector magnético cambiara a verde, y la puerta se abrió. Había conseguido entrar.
Se preparó para enfrentarse con un guardia de seguridad, pero el vestíbulo y la recepción estaban desiertos, iluminados por una sola lámpara. La tarjeta funcionó por segunda vez, y Will se adentró en la nave principal.
No estaba totalmente a oscuras. Había un puñado de fluorescentes encendidos en el techo, proyectando un brillo muy tenue en el amplio espacio.
Lo primero que le llamó la atención fue la hilera de robots situados en la parte delantera de la sala. Eran como televisores gigantes sin pantalla. Cada uno tenía un compartimiento en forma de caja con un soporte en V diseñado para sostener un libro firmemente sujeto con correas elásticas.
En la máquina más cercana a él, un brazo robótico estaba paralizado en la posición en que se encontraba cuando lo apagaron, sujetando una hoja con delicadeza entre sus pinzas. El lápiz óptico estaba en posición para empezar a escanear cuando el robot se activase de nuevo y la página estuviese extendida y horizontal.
Detrás de los robots había un espacioso almacén que en aquella planta industrial hacía las veces de biblioteca. Contenía una fila tras otra de estanterías de metal negro lo bastante bajas para que una persona pudiese llegar a los estantes más altos con facilidad. A lo largo del perímetro del almacén había varios despachos a oscuras.
Will suspiró al pensar en la tarea que tenía por delante. Allí debía de haber decenas de miles de libros. Aunque seguramente estaban ordenados según un sistema de catalogación y localización, supuso que le llevaría más tiempo buscar el manual en los despachos y los archivos que encontrar el libro con un método más pedestre. De modo que eligió una fila en un extremo del almacén y comenzó a recorrerla sin más.
Media hora más tarde, tenía la cabeza como un bombo por el mar de lomos de libros, con sus etiquetas de códigos de barras del almacén. Tenía que ser meticuloso. No podía estar seguro de que todos los tomos del código municipal de Los Ángeles estuvieran guardados juntos. Se le cayó el alma a los pies al ver que algunas colecciones estaban dispersas como semillas de alpiste. Al final de una de las filas, al fondo del edificio, hizo una pausa para llamar a Dane de nuevo, pero le saltó el buzón de voz otra vez. Ya no cabía duda de que algo iba mal.
Sus ojos se posaron de pronto en una imagen luminosa. En el despacho más cercano a donde se encontraba, había un monitor en blanco y negro, en el que aparecía la imagen que captaba una cámara de seguridad instalada en el vestíbulo mal iluminado. La placa de la puerta decía marvin hempel, encargado general. Se imaginó al enclenque encargado de planta sentado a su mesa, tomando sopa a sorbos y espiando lascivamente a la recepcionista durante su pausa para el almuerzo. Sacudió la cabeza y pasó a la siguiente fila.
Aceleró el paso e hizo un esfuerzo por concentrarse. Si se descuidaba, se pasaría horas allí, se marcharía con las manos vacías y tendría que hacerlo todo de nuevo. Comenzó a tocar cada lomo con el dedo para asegurarse de haber leído bien el título antes de continuar, pero no dejaba de pensar en otras cosas.