¿Dónde estaba Dane?
¿Cómo estaba Nancy?
¿Cómo terminaría todo aquello?
Frazier había ordenado a sus hombres que rodearan la nave industrial, pero le preocupaba que no fueran suficientes para un edificio tan grande. Únicamente eran seis, y tenían que cubrir la parte delantera, la zona de carga trasera y la salida de emergencia que había en cada uno de los largos costados. Había apostado a DeCorso y a dos más frente a la entrada principal. Piper había entrado por allí, por lo que seguramente saldría también por el mismo sitio. Frazier había dispersado a su grupo de tres enviando a un hombre a cada salida lateral. Él, por su parte, vigilaba la zona de carga y no dejaba de imaginar que Piper abría lentamente la puerta y se quedaba boquiabierto antes de que Frazier le pegara un tiro. Piper no moriría, pero con un poco de suerte sentiría dolor.
DeCorso, por supuesto, estaba a punto de exhalar el último suspiro. Frazier se despidió de él mentalmente. Cuando volviera a verlo, con toda seguridad ya sería cadáver. Algo iba a matarlo en cuestión de horas. ¿Piper? ¿El fuego amigo? ¿Un ataque al corazón? La noche no iba a terminar plácidamente.
Transcurrió otra hora, y Will sacó un libro a medias para marcar el punto en que se había quedado. Fue al servicio de caballeros para expulsar el té chino de su organismo y mojarse la cara con agua fría.
Al mismo tiempo, Frazier y DeCorso mantenían una conversación agitada por radio. ¿Por qué tardaba tanto Piper? ¿Habían pasado por alto alguna salida? ¿Era posible que hubiese un sistema de túneles que conectaran entre sí las naves del polígono industrial?
Frazier decidió enviar al equipo de DeCorso al vestíbulo como primer paso. Sería un buen punto de control si Piper salía por allí, y estaría más próximo al objetivo si optaban por entrar y abatirlo a tiros. Uno de los hombres de DeCorso tenía un dispositivo estándar que actuaba sobre los lectores magnéticos de tarjetas de seguridad. Entraron en la recepción y ocuparon posiciones defensivas.
Will se acercaba de nuevo al fondo del edificio cuando, en la última estantería de la fila vio algo que le provocó un estremecimiento, como si hubiera rozado un cable con corriente.
¡Allí estaban! Una fila entera de códigos municipales del distrito de Los Ángeles de la década de 1980. «Vamos bien -pensó-.Vamos bien.»
Giró ciento ochenta grados para examinar la primera librería de la fila siguiente, y el corazón empezó a latirle a toda prisa. La estantería estaba repleta de aquellos libros de color ocre. No estaban ordenados, pero al recorrerlos con la mirada vio volúmenes de todas las décadas.
El del año 1947 tenía que estar allí, en alguna parte.
Comenzó a tocar cada lomo y a decir el año en voz alta. Llegó al estante inferior y allí, agachado, lo tocó y lo sacó rápidamente: 1947.
Se sentó en el suelo de la nave con el libro encima de las piernas, lo abrió todo lo que pudo, hasta combar el lomo, y golpeó varias veces el pesado volumen contra el suelo. La pistola que llevaba en la cintura se le clavó en la pierna, pero él continuó, sin importarle la incomodidad. Oyó un repiqueteo agradable cuando el dispositivo de memoria cayó sobre el suelo de cemento. Cerró los ojos y dio gracias en silencio.
Cuando se levantó, vio que estaba otra vez enfrente del despacho del encargado de planta y, de forma instintiva, echó un vistazo al monitor de televisión.
Se quedó helado.
Algo se movía en la pantalla.
Dos hombres. No, tres. Con armas en las manos.
Vigilantes.
Se guardó el dispositivo de almacenamiento en el bolsillo, sacó la Glock y quitó el seguro. Había diecisiete balas en el cargador y una en la recámara. Eso era todo, no llevaba otras de repuesto. Dieciocho balas no le durarían mucho en un tiroteo. Tenía que haber una solución mejor.
Seguramente habrían cubierto todas las salidas. Al menos tenía una pequeña ventaja sobre ellos: podía verlos. ¿Había alguna manera de subir a la azotea? Aunque lo más probable era que la nave estuviera construida sobre unos cimientos de hormigón, más valía que averiguara si había un nivel subterráneo.
Corrió por todo el edificio buscando vías de escape y fijándose en todos los rincones. Cada vez que completaba un circuito regresaba al despacho para echar un vistazo a la panda del vestíbulo.
No le seducía ninguna de las opciones. Pensó rápidamente y se preparó para la violencia. Era FDR, pero eso no le garantizaba que, la próxima vez que Nancy lo viera, él no fuera un vegetal como Shackleton. El miedo le dejó un regusto a cobre en la boca.
DeCorso oyó por su auricular que Frazier le pedía un informe de la situación. Le estaba respondiendo en un susurro «todo está tranquilo, no hay rastro de…» cuando se armó la de Dios.
Se encendieron unas luces deslumbrantes, y una sirena estridente rompió a ulular a un volumen que resultaba casi insoportable sin taparse las orejas con las manos.
– ¡La alarma contra incendios! -gritó DeCorso, lo bastante fuerte para que Frazier lo oyera por encima del estrépito.
– ¡Seguro que está conectada a la central! -bramó Frazier-. ¡Los bomberos llegarán en cualquier momento! ¡Entrad ahora mismo e id a por él! Los de mi equipo, mantened vuestra posición frente a las salidas.
– ¡Recibido! -gritó DeCorso-. ¡Vamos a entrar!
DeCorso ordenó a su hombre que abriese la puerta, y los tres se separaron en cuanto irrumpieron en el almacén.
Lo que vieron casi los hizo pararse en seco.
La fila entera de robots se movía animadamente, como si bailara una especie de conga. Los brazos robóticos pasaban páginas. Destellos de una luz cegadora iluminaban las páginas. Imágenes de texto digitalizado aparecían en las pantallas de ordenador.
DeCorso vio algo. A través de la caja de escaneado de los robots de en medio vislumbró fugazmente un objeto de acero negro.
– ¡Un arma! -chilló por encima de los pitidos rítmicos de la alarma contra incendios, y alzó su pistola para abrir fuego.
Will estaba en posición de disparar, detrás de un robot. Apretó el gatillo dos veces, y ambas balas impactaron en el centro del pecho de DeCorso. El hombre parpadeó una vez y cayó de rodillas antes de darse de bruces contra el suelo. Los otros dos vigilantes eran muy buenos, seguramente ex agentes de operaciones especiales, y durante los siguientes segundos, Will se percató de que mantenían la calma en el fragor del combate.
Ninguno de los dos se distrajo al ver caer al jefe de su equipo. El que estaba a la izquierda de Will se parapetó rápidamente tras un carro de metal y disparó varias ráfagas contra los robots de en medio. Saltaba a la vista que no sabía exactamente dónde estaba Will. Saltaron por el aire trozos de papel y vidrios rotos, pero los brazos robóticos seguían buscando páginas que pasar.
Will se concentró en el hombre que tenía a su derecha y que estaba en cuclillas, más expuesto que el otro, buscando un blanco. Apuntó al centro de su masa corporal y efectuó tres disparos seguidos. El hombre soltó un gruñido y se desplomó, con una mancha de sangre cada vez más grande debajo de la chaqueta.
Los fogonazos del arma de Will fueron una señal luminosa inevitable para el tercer hombre, que abrió fuego contra su robot. Will se agachó detrás de la máquina y notó un dolor agudo en la parte interior del muslo izquierdo, como si alguien le hubiera marcado la piel con un hierro candente. La pernera se le empapó de sangre enseguida. Si la bala le había alcanzado la arteria femoral, aquello sería el fin. Pronto lo sabría. Lo vería todo gris, y luego negro.
Los robots estaban tan juntos que casi formaban un muro continuo. Will se arrastró hacia la izquierda hasta situarse detrás del que estaba más alejado.Ya no tenía controlada la posición del último vigilante. La pierna le sangraba copiosamente, pero conservaba los cinco sentidos. Si la bala le hubiese seccionado la arteria, estaría al borde del desmayo.