El dolor lo cegaba, pero tuvo que aguantarse para pedir ayuda a un dependiente de la sección de electrónica.
– ¿Cuál es el portátil más barato que tenéis con puerto USB y tarjeta WiFi?
– Todos tienen puerto USB y tarjeta WiFi -respondió el chico.
– Entonces, ¿cuál es el portátil más barato?
– Tenemos un Acer de 498 dólares.
– Me lo llevo. Y dame también una bolsa con correa para el hombro. ¿Tendrá algo de carga la batería?
– Supongo que sí, ¿por qué?
– Porque quiero usarlo en cuanto salga de aquí.
Había una parada de taxis cerca del Wal-Mart. Will, que había metido todo lo que había comprado en la bolsa, se sentó rígidamente en el asiento de atrás de un taxi. Se palpó los pantalones nuevos y comprobó aliviado que seguían secos.
– ¿Adónde vamos? -preguntó el taxista.
– A la estación de autobuses. Pero primero pararemos en una licorería.
Frazier estaba hartándose de dar vueltas en el coche buscando una aguja en un pajar. Indicó a su hombre que aparcara junto a una cafetería. Facilitaron a la policía de Los Ángeles información sobre Piper, incluido el número de matrícula de su coche de alquiler. Lo denunciaron como sospechoso de asesinar a unos agentes federales. Iba armado y era peligroso; posiblemente estaba herido. La policía se lo tomaría en serio. Los hospitales estaban alertados. A Frazier no le quedaba más remedio que intentar adelantarse a sus movimientos. ¿Qué haría con la base de datos, suponiendo que la tuviera? ¿Adónde iría? No podría volar de regreso a Nueva York sin que lo detuviesen. Entonces se le ocurrió.
Spence. El día siguiente era la fecha de fallecimiento de Spence.
Vivía en Las Vegas. Era lógico suponer que Will se reuniría allí con Spence para entregarle la base de datos. Seguramente esa iba a ser la siguiente escala de Bentley.
No hacía falta que rastrease a Piper. Solo tenía que viajar a Las Vegas y esperar a que llegara.
Alguien del centro de operaciones especiales le habló al oído.
– Piper ha utilizado su tarjeta VISA hace veinte minutos en un Wal-Mart de Crenshaw.
– ¿Qué ha comprado? -preguntó Frazier.
– Un ordenador, una bolsa, algo de ropa y un montón de gasas y vendas.
– De acuerdo. Nos dirigimos de vuelta a Nevada. Ya sé adónde va.
Will compró un billete solo de ida a Las Vegas en la estación de Greyhound y pagó en efectivo. Todavía faltaban unas horas para que saliera el autobús, pero no quería quedarse esperando en la estación; no se sentía cómodo. Al otro lado de la calle había una tienda de donuts. Se fue cojeando hasta una mesa con un café y un vaso de papel vacío. Lo llenó de Johnnie Walker por debajo de la mesa, se llevó seis pastillas de paracetamol a la boca y se las tomó con varios tragos que le abrasaron la garganta.
El alcohol le ayudó a paliar el dolor, o al menos lo distrajo lo suficiente de él para sacar el ordenador nuevo de la caja y encenderlo. No detectó redes inalámbricas.
– ¿Tenéis WiFi? -le preguntó a la chica mexicana de aspecto simplón que estaba detrás del mostrador, pero fue como si le pidiese que le explicara la mecánica cuántica. Ella se quedó mirándolo y se encogió de hombros.
Will enchufó el dispositivo de memoria y guardó la base de datos de Shackleton en el disco duro. Un minuto después, apareció un mensaje pidiéndole la contraseña, y él la recordó de inmediato: Pitágoras. Suponía que tenía un significado especial para Shackleton, pero nunca había llegado a saber cuál.
El motor de búsqueda de la base de datos estaba listo para ser utilizado. El hecho de poder introducir un nombre, algún dato identificativo, y saber al momento en qué fecha moriría esa persona lo hacía sentirse un poco como Dios. Comenzó por Joe y Mary Lipinski, como muestra de respeto. Allí estaban. 20 de octubre.
Luego consultó la fecha de Henry Spence, por si acaso. Confirmado: 23 de octubre. El día siguiente.
Tecleó un par de nombres más y contempló la pantalla.
Tenía una vaga idea de lo que iba a ocurrir ese día.
Aunque en New Hampshire pasaba de la medianoche, tenía que hablar con Nancy, aunque eso significara despertarla y dejarla preocupada. No tenía alternativa. Hasta donde sabía, podía ser su última conversación.
Había teléfonos públicos junto a los aseos. Pidió cambio de un billete a la chica, que le dio un montón de monedas, y marcó el número del teléfono fijo de Zeckendorf en Alton. Los vigilantes debían de tener un registro de todos los móviles a los que había llamado, y sin duda los habían intervenido. Ese número no lo tenían. Todavía. Cuando sonó el teléfono, advirtió que los pantalones nuevos se le estaban manchando de sangre fresca.
Nancy respondió, con una voz sorprendentemente despierta.
– Soy yo -dijo él.
– ¡Will! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás?
– En Los Ángeles.
– ¿Y? -preguntó ella, claramente preocupada.
– Tengo la memoria USB, pero han surgido problemas.
– ¿Qué ha pasado?
– Tienen a Dane. Ha habido un poco de jaleo.
– Will, ¿te encuentras bien?
– Me han pegado un tiro. En el muslo izquierdo. Por poco me dan en los cataplines.
– ¡Joder, Will! ¡Tienes que ir al hospital!
– No puedo. Voy a coger un autobús. Tengo que reunirme con Spence.
Se dio cuenta de que Nancy estaba intentando pensar. Oyó que el bebé se movía.
– Deja que llame a la oficina de Los Ángeles -dijo ella-. El FBI puede protegerte.
– ¡Por Dios, no! Seguro que Frazier se enteraría. Debe de estar interceptando todas las comunicaciones de la oficina local. Tengo que apañármelas solo. Lo conseguiré.
– Te noto raro.
– Tengo algo que confesarte.
– ¿Qué?
– Me he comprado una botella de whisky. Nancy…
– ¿Sí?
– ¿Estás enfadada conmigo?
– Siempre estoy enfadada contigo.
– Me refiero a si estás enfadada de verdad.
– Will, te quiero.
– No te he dado más que problemas.
– No digas eso.
– Quiero poder cuidar de ti y de Philly en 2027.
– Lo harás, cariño. Sé que lo harás.
Capítulo 38
Si el alternador del autobús Greyhound que cubría la ruta de Los Ángeles a Las Vegas no hubiera fallado, el día siguiente tal vez habría terminado de otra manera. Así era la naturaleza de la predestinación y el destino. Una variable influía en otra, que a su vez influía en otra, y así sucesivamente, en una cadena infinita y compleja. En vez de salir de Los Ángeles a las diez y media de la noche anterior, el autobús dejó la terminal cuatro horas más tarde.
Durante buena parte del trayecto nocturno de seis horas por el desierto, Will iba dando tragos a la botella para mitigar el dolor, y cuando estaba lo bastante atontado dormitaba un poco. Tenía casi toda la parte de atrás del vehículo para él solo. La mayoría de los pasajeros habían preferido coger el autobús siguiente. Solo unos pocos testarudos se habían quedado para esperar a que reparasen la avería, y las personas que tomaban un autobús a Las Vegas a las tantas de la noche tendían a dejarse en paz unas a otras.
Periódicamente, iba al lavabo a introducir más gasa en la herida y empaparla de yodo. Pero no paraba de sangrar, y cada vez estaba más débil.
Despertó bajo el resplandor colorido de la mañana, con un intenso dolor, con jaqueca y con la boca seca. Estaba tiritando, así que se tapó hasta el cuello con la chaqueta para entrar en calor. Por la ventanilla veía un terreno llano, marrón y cubierto de maleza. Deseaba que el aire acondicionado se estropeara y la temperatura se equilibrase con el calor del desierto. Probablemente empezaba a acusar los efectos de la infección.