La última hora del viaje fue un suplicio. Lo atormentaban las náuseas, el dolor y unos escalofríos espasmódicos que hacían que le castañetearan los dientes. Luchaba contra ello poniendo rígidas las articulaciones, lleno de rabia. Tendría que echar mano de toda su fuerza de voluntad para terminar el trabajo. Si se rendía a su debilidad creciente, Frazier ganaría la partida. Se negaba a permitir que eso pasara. Se concentró en Nancy y en su hijo. La imagen de Philly tomando el pecho mientras ella miraba por la ventana de su piso con aire soñador se instaló en su mente. Sin darse cuenta, se echó a reír cuando esa imagen cedió el paso a otra de la enorme caravana de Spence.
– Quiero esa caravana -dijo en voz alta, y soltó una carcajada.
Al otro lado de las ventanillas tintadas de verde, Las Vegas apareció a lo lejos, elevándose sobre la llanura como la Ciudad Esmeralda. Apoyándose en los brazos, se puso de pie para cambiarse el vendaje una vez más. El tipo al que le tocara limpiar la papelera del baño pensaría que se había producido una situación peliaguda en el autobús.
Finalmente, el vehículo entró en la terminal Greyhound, cerca del casino Golden Nugget, a pocos metros del Strip. Will fue el último en apearse, batallando por llegar al final del pasillo y bajar la escalera, ante la mirada recelosa del conductor.
– ¿Se encuentra bien, amigo?
– De perlas -murmuró Will-. Me siento con suerte.
Echó a andar, cojeando, directo hacia un taxi. El calor del sol lo hizo sentirse más cómodo. Se acomodó despacio en el asiento trasero del coche.
– Lléveme a Henderson. A la calle St. Croix.
– Un barrio de postín -comentó el conductor, mirándolo con desconfianza.
– Supongo que sí. Si me lleva deprisa le daré cincuenta dólares más.
– ¿Seguro que no preferiría ir al hospital?
– No me encuentro tan mal como parece. Apague el aire acondicionado, si no le importa.
La última vez que había estado en Las Vegas había tomado la firme decisión de no volver nunca. Había sido hacía más de un año, cuando había volado hasta allí para entrevistarse con el director general de la aseguradora Desert Life como parte de la investigación del caso Juicio Final. Fue como acertar el caballo ganador pero equivocarse de carrera. Nelson Eider, presidente de la compañía, estaba implicado en el caso, pero de un modo que Will jamás habría imaginado. Y su llamada de cortesía a su viejo compañero de residencia, Mark Shackleton, también había resultado ser una experiencia muy distinta de lo que parecía. El viaje le había dejado un mal sabor de boca respecto a Las Vegas, aunque nunca había sido precisamente un enamorado de esa ciudad. Pasara lo que pasase en esta ocasión, se juró a sí mismo que sería la última.
Era hora punta, así que había mucho tráfico en las vías de acceso a Las Vegas desde el sur, pero como el taxi iba en la dirección contraria, llegó a Henderson con bastante rapidez. Las montañas color chocolate de la sierra de McCullough ocupaban una extensión cada vez mayor del parabrisas conforme se acercaban a Mac Donald Highlands, la comunidad exclusiva donde vivía Spence. Mientras Will se esforzaba por no perder la conciencia, apretando los puños, desafiante, el conductor lo miraba con disimulo por el retrovisor.
Era una comunidad protegida por una cerca en el terreno que ocupaba el Country Club Dragón Ridge, una urbanización de casas de superlujo enclavada en las colinas, con vistas al campo de golf. Al llegar a la caseta de vigilancia, Will bajó la ventanilla y le dijo al guardia que Will Piper quería ver a Henry Spence. Oyó la voz de Spence a través del teléfono del guardia, y a continuación este le hizo señas al taxi de que pasara.
Cuando se detuvieron junto a la acera, Will contempló la casa más grande que había visto jamás, una construcción enorme de estilo mediterráneo color arenisca. La puerta principal estaba abierta, y al otro lado Will vio a Spence, sentado en su silla de ruedas eléctrica. Kenyon salió dando saltos, agitando la mano y saludándolo, pero se detuvo de golpe al ver que Will bajaba con dificultad del taxi. Corrió hacia él y lo rodeó con el brazo para ayudarlo a subir por el sendero que llevaba a la casa.
– ¡Cielo santo! ¿Qué te ha pasado? -jadeó Kenyon.
Will apretó los dientes.
– Los vigilantes. Creo que tienen a Dane.
– Estábamos muertos de preocupación -dijo Kenyon-. No sabíamos nada de ti. Ven, vamos adentro.
Spence hizo retroceder su silla para dejar entrar a los hombres.
– ¡Alf, que se recueste en el sofá del salón! ¡Madre mía, está sangrando! Will, ¿te han seguido?
– No lo creo -respondió con voz áspera.
La casa, ochocientos metros cuadrados de opulencia, era un Taj Mahal al estilo Las Vegas construido para la esposa de Spence, que tenía una intensa vida social. Kenyon arrastró a Will por el interior en forma de herradura hasta una estancia con una chimenea, un escritorio con un ordenador y un gran mueble modular marrón orientado hacia la piscina del patio trasero. Will se desplomó en el sofá, y Kenyon le levantó con cuidado las piernas para que estuviese en posición horizontal. Pálido y sudoroso, Will respiraba ruidosamente. Tenía la pernera empapada en sangre pegajosa, y se respiraba en el aire un olor empalagoso y penetrante.
– Necesitas un médico -murmuró Kenyon.
– No. Aún no.
– Henry, ¿tienes unas tijeras a mano?
Spence se deslizó hacia ellos, entre el siseo de sus tubos de oxígeno.
– En el cajón del escritorio.
Kenyon encontró las tijeras y recortó un cuadrado grande de los pantalones de Will, dejando al descubierto el vendaje ensangrentado. Hizo una hendidura, retiró la gasa y echó un vistazo a la herida. Durante su período de servicio en la selva nicaragüense había aprendido técnicas elementales de primeros auxilios.
– ¿Te has curado la herida tú mismo?
Will asintió.
– ¿Sin calmantes?
– Me temo que sí.
Tenía el muslo hinchado y enrojecido. La gasa despedía un hedor afrutado y fétido.
– Se te ha infectado.
– Tengo una farmacia entera en mi botiquín -dijo Spence-. ¿Qué necesitas?
– Tráeme analgésicos, codeína, Vicodina o lo que tengas, y todos los antibióticos que encuentres. ¿Hay algún maletín de primeros auxilios por ahí?
– En el maletero del Mercedes. Los alemanes piensan en todo.
Will intentó incorporarse.
– La tengo -dijo-. Está en mi bolsa.
Spence cerró los ojos.
– Gracias a Dios.
– Lo primero es encargarnos de ti -insistió Kenyon.
Puso manos a la obra con presteza. Atiborró a Will de oxicodona y ciprofloxacina; luego, pidiéndole disculpas, sacó la gasa vieja de la herida y la rellenó dolorosamente con gasa limpia. Will gemía y apretaba las mandíbulas, y cuando todo terminó, pidió un whisky.
A Kenyon no le pareció muy aconsejable, pero Will lo convenció de que le sirviera una copa generosa de todos modos.
– Mañana lo dejo -dijo cuando devolvió el vaso vacío.
Kenyon se sentó a su lado, y Spence se acercó en su silla. Fue entonces cuando Will advirtió que Spence iba acicalado, hecho un pincel. Llevaba el pelo y la barba pulcramente peinados. Se había puesto una camisa buena y una corbata.
– ¿Por qué vas tan elegante? -preguntó Will.
Spence sonrió.
– Ya no me quedan cumpleaños por celebrar, así que hemos pensado celebrar el día de mi muerte. Alf se ha portado como un campeón. Me ha preparado tortitas. Ha hecho planes para todo el día, aunque no hay garantía de que yo vaya a participar en todas las actividades. Pizza y cerveza para el almuerzo. Por la tarde vamos a ver Ciudadano Kane en la sala audiovisual. Bistecs a la parrilla para la cena. Luego desconectaré el oxígeno y me fumaré un puro en el patio.
– Seguramente es eso lo que lo matará -comentó Kenyon con tristeza.
– Siento interrumpir vuestros planes -dijo Will-. Pásame mi bolsa.