Выбрать главу

Sacó su ordenador portátil y, mientras se iniciaba el sistema, les contó cómo había recuperado el dispositivo de memoria y el encuentro letal que había tenido con los vigilantes. No había visto a Frazier, pero había olido su presencia.

– Despachemos nuestro asunto antes de ponernos a ver pelis, ¿vale? -los apremió.

– No podría estar más de acuerdo -dijo Spence-.Además, ya lo sé todo acerca de Rosebud.

Will abrió la base de datos de Shackleton y la activó con la contraseña. Anunció que estaba lista para consultarla.

Spence respiró hondo y se humedeció los labios resecos con la lengua. Quería saber, pero el proceso sería una tortura para él. Pronunció el primer nombre.

– William Avery Spence. Baltimore, Maryland. Es mi hijo mayor.

Will empezó a teclear.

– Es FDR -informó.

Spence exhaló y tosió varias veces.

– Thomas Douglas Spence, Nueva York.

FDR.

– Susan Spence Pearson, Wilmington, Delaware, mi hija.

FDR.

– Bien -dijo con tranquilidad-. Pasemos a los nietos. Tengo un montón.

Todos FDR.

A continuación Spence nombró a una serie de nueras y yernos, a su hermano menor y a algunos primos hermanos.

Uno de sus primos tenía una fecha de fallecimiento para la que faltaban siete años. Spence asintió al oírlo.

Ahora que casi había terminado, se mostraba relajado y satisfecho. La tensión se había disipado.

– Alf-dijo finalmente-, quiero conocer tu futuro también.

– ¡Pero yo no! -protestó Kenyon.

– Entonces déjanos solos un momento. No tienes por qué oírlo, pero sí tienes que concederle un deseo a un moribundo.

– ¡Por Dios santo, Henry, no hago otra cosa desde hace dos semanas!

– Pronto te verás libre de esa carga. Y ahora, largo de aquí. -Los dos hombres intercambiaron una sonrisa fraternal.

Un par de minutos después, Kenyon regresó con unas tazas de café en una bandeja. Los miró a los dos y chasqueó la lengua.

– No voy a preguntároslo, y no vais a decírmelo. No quiero que echéis a perder mi bonita y ordenada relación con Dios. Quiero que el Señor me sorprenda. Es lo más natural.

– Tú mismo, Alf-dijo Spence-.Yo me tomaré uno de esos cafés. He terminado. Will me ha hecho un regalo estupendo. Ahora puedo morir en paz.

Los narcóticos empezaban a hacer efecto, y a Will le entró un sueño incontenible.

– Tengo que conectarme a internet.

– Dispongo de una red inalámbrica -dijo Spence-. Se llama HenryNet.

Will hizo clic en ella.

– Me pide una contraseña.

– ¿Adivinas cuál es? -preguntó Spence con un centelleo en los ojos.

– No, ni idea. -No estaba para jueguecitos.

– Estoy seguro de que sí.

Unos cristales saltaron hechos añicos.

Una masa de aire caliente que bajaba de las colinas sopló con fuerza a través de las puertas correderas rotas.

Había dos hombres más en la sala.

Por el pasillo llegó un tercero.

Will se quedó mirando un par de pistolas automáticas Heckler & Koch empuñadas por unos jóvenes de aspecto vigoroso que respiraban agitadamente. Frazier llevaba un arma más ligera, una Glock como la suya.

A Will le faltaron fuerzas y agilidad para desenfundar la pistola que llevaba en la cintura. Uno de los vigilantes se la quitó y la lanzó a la piscina a través del cristal roto.

– Coge el ordenador -ordenó Frazier a su hombre, que se lo arrebató a Will de entre sus débiles manos.

– ¿Dónde está la memoria USB?

Will se llevó la mano al bolsillo del pantalón y tiró el adminículo al suelo. No habría servido de nada resistirse. Había perdido la partida.

– Podrías haber llamado al timbre, Frazier -dijo Spence.

– Sí, la próxima vez. No tienes muy buen aspecto, Henry.

– Enfisema.

– No me sorprende. Eras un fumador empedernido. Aunque iba contra las normas, fumabas en el laboratorio, ¿te acuerdas?

– Sí, me acuerdo.

– Sigues saltándote las normas.

– Solo soy un jubilado que dirige un pequeño club social. A lo mejor un día quieres hacerte socio. No cobramos cuotas.

Frazier se sentó con aire cansino en una silla, enfrente de ellos.

– Tenéis que entregarme el libro de 1527 y todo el material que hayáis encontrado en Cantwell Hall. Hasta el último objeto.

– ¿Por qué no nos dejas en paz? -se quejó Kenyon-. No somos más que un par de viejos, y él está herido. Necesita cuidados médicos.

– No me sorprende que estés metido en esto, Kenyon. Tú y Henry erais como uña y carne. -Señaló a Will con la pistola-. Mató a dos de mis hombres -dijo impasible-. ¿Crees que voy a llevarlo a un médico? ¿Por quién me tomas? ¿Crees que voy a poner la otra mejilla?

– Mejores hombres que tú lo han hecho.

Frazier se rió.

– Corta el rollo, Alf. Tú siempre fuiste un mierda. Al menos Henry tenía pelotas. -Devolvió su atención a Spence y a Will-. Dadme el libro y contadme qué descubristeis en Inglaterra. Lo conseguiré de un modo u otro.

– No le des nada, Henry -dijo Kenyon, indignado.

Frazier arqueó una ceja, y uno de sus hombres golpeó en la cara con el dorso de la mano a Kenyon, que cayó al suelo de rodillas.

– ¡Déjalo en paz! -gritó Will.

– Y si no, ¿qué vas a hacerme? -espetó Frazier-. ¿Lanzarme un chorrito de sangre?

– Vete al carajo.

Frazier hizo caso omiso de él y se dirigió a Spence.

– Sabes cuánto ha costado mantener la Biblioteca en secreto durante todos estos años, Henry. ¿Creías que no íbamos a hacer cuanto estuviese en nuestra mano para averiguarlo todo sobre el libro que faltaba? Esto es más importante que todos nosotros. No somos más que unos peones insignificantes. ¿Es que no te habías dado cuenta de eso?

– No vas a sacarme nada -aseguró Spence, desafiante.

Frazier sacudió la cabeza y encañonó con su pistola a Kenyon, que seguía en el suelo, arrodillado por el dolor y la impresión, o tal vez porque rezaba. Le disparó a la rodilla.

Gotitas de sangre saltaron por el aire, y el hombre profirió un alarido. Will intentó levantarse, pero el vigilante que tenía más cerca le puso una mano en el pecho y lo empujó hacia abajo. Como Will comenzó a agitar los brazos con furia, el hombre lo redujo asestándole un puñetazo violento y cruel justo en la herida de bala. Will soltó un aullido de dolor.

– ¡Alf! -chilló Spence.

– Hacedle un torniquete -le dijo Frazier al otro hombre-. No dejéis que se desangre.

El joven miró a su alrededor y se acercó a toda prisa a Spence para quitarle la corbata. Volvió rápidamente hacia Kenyon y se la ató con fuerza a la pierna, justo por encima de la rodilla.

– Y ahora, escúchame bien, Henry -dijo Frazier-. Si no me das lo que necesito, le quitaré el torniquete y la palmará en un minuto. Tú decides.

Spence, pálido de rabia, luchaba por recuperar el aliento.

– ¡Hijo de puta! -gritó.

Acto seguido, aceleró a fondo su silla, que se abalanzó directamente hacia Frazier.

El pequeño vehículo rojo de tres ruedas, con su embestida a diez kilómetros por hora, no era precisamente una locomotora. Seguramente a Frazier le habría bastado con levantar las piernas para evitar el contacto, pero se sentía cansado y no estaba preparado para reaccionar de forma tan sutil. En cambio, le pegó dos tiros en la cara a Spence, uno en la boca y el otro en el ojo izquierdo.

La silla chocó con todo el impulso que llevaba contra la espinilla de Frazier, y el cuerpo de Spence se desplomó pesadamente sobre la alfombra. Frazier, lleno de dolor y soltando maldiciones, se levantó con brusquedad y, presa de la furia, disparó dos veces más contra el cuerpo sin vida de Spence.

Kenyon rompió a llorar, y Will se mordió el labio con rabia. Miró alrededor buscando algo que pudiera usar como arma.

Frazier estaba de pie ante Will, apuntándole a la cabeza con la pistola^