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– Alf, dime dónde guarda el material, o le pego un tiro a Piper también.

– No me toca morir hoy -masculló Will, enfurecido.

– Eso no te lo discuto -gruñó Frazier-. Pero te haré algo que me dará casi tanto placer. -Bajó el arma para apuntarle a la entrepierna.

– No le digas nada -le gritó Will a Kenyon.

– No seas idiota -replicó Frazier.

Will vio algo. Frazier se puso nervioso al ver su repentina sonrisa.

– No me toca morir hoy -repitió Will.

– Eso ya lo has dicho.

– Pero a ti sí.

En el momento en que Frazier abría la boca en una mueca desdeñosa, su cabeza reventó en una explosión de espuma roja y gris-

Para cuando su cuerpo dio en tierra, Nancy había abierto fuego por segunda vez y estuvo a punto de alcanzar al vigilante más cercano a Kenyon. Estaba disparando a través de las cristaleras rotas, flanqueada por John Mueller y Sue Sánchez, mientras los tres pugnaban por asimilar el caos que reinaba en la sala.

Will se dejó caer del sofá y se abrazó con fuerza a los tobillos del vigilante que tenía más cerca. El hombre, mientras luchaba por soltarse, disparó con su arma automática una ráfaga que cruzó el abdomen a Mueller como la cola de un cometa.

Mueller, tambaleándose, logró hacer media docena de disparos antes de caer en la piscina. El vigilante se desplomó hacia atrás sobre Will, jadeando, con una herida en el pulmón por la que salía el aire.

El otro vigilante giró sobre sus talones para ayudar a su compañero y, al ver que había caído, encañonó a Will con su automática, listo para apretar el gatillo.

Sue y Nancy dispararon a la vez.

El vigilante se vino abajo con gran estrépito sobre la mesa de centro, convertido en un peso muerto.

Nancy corrió hacia Will mientras Sánchez se aseguraba de que el peligro había pasado, apartando las armas con el pie y empujando los cuerpos con el zapato para comprobar que estuvieran muertos.

– ¡Will! ¿Estás bien? -exclamó Nancy.

– Joder, Nancy. ¡Has venido!

Sánchez la llamó. Necesitaba su ayuda para sacar a Mueller del agua ensangrentada. Con un gran esfuerzo, las dos mujeres lograron izarlo hasta la orilla, pero ya era demasiado tarde.

Sánchez sacó su móvil y marcó el número de urgencias. Explicó a gritos que era del FBI y pidió, desgañitándose, que enviaran todas las ambulancias que tuvieran.

Will se arrastró hasta los auriculares con micrófono que estaban en el suelo, junto al vigilante más cercano, atraído por la vocecilla que se oía a duras penas. Se puso los auriculares. Alguien vociferaba y exigía que le informaran sobre cómo iba la operación.

– ¿Quién es? -preguntó Will, hablando por el micrófono.

– ¿Quién está utilizando esta frecuencia? -inquirió la voz.

– Frazier está muerto. A los otros tampoco los veo muy lozanos.

– ¿Con quién estoy hablando?

– ¿Qué tiempo hace en Área 51? -preguntó Will.

Hubo un silencio.

– Bueno, veo que he logrado captar su atención. Al habla Will Piper. Dígale al secretario de Marina, al secretario de Defensa y al puto presidente que esto ha terminado. ¡Y dígaselo ahora mismo!

Se arrancó los auriculares y los pisoteó con la pierna sana.

Nancy regresó a su lado a toda prisa. Se abrazaron unos instantes, pero no era el momento ni el lugar para un abrazo largo.

– No puedo creer que estés aquí -dijo él.

– Llamé a Sue. Le dije que estabas en un lío y que no podíamos confiar en nadie más.

Sánchez temblaba por la adrenalina. Intentaba consolar a Alf Kenyon para evitar que cayera en estado de choque.

Will se puso de rodillas y le dio un apretón en la mano a Kenyon.

– No vas a morir, Alf. Hasta dentro de mucho tiempo.

Kenyon asintió con un gesto de dolor.

Will se volvió hacia Sánchez.

– Gracias. -No necesitaba decir nada más.

A ella le temblaba la mandíbula.

– Nadie intenta matar a mi gente. Nos protegemos mutuamente. Conseguí que nos trajera un avión desde Teterboro. Recogimos a Nancy en New Hampshire y volamos durante toda la noche. Acabamos de llegar. Will, Mueller está muerto.

– Lo siento -dijo Will. Lo sentía de verdad.

Entonces cayó en la cuenta de que si su autobús no se hubiera retrasado, él habría llegado a la casa demasiado temprano para que lo salvaran. «Estaba escrito», pensó.

Nancy estaba de pie junto al cadáver de Frazier.

– ¿Es este el tipo que mató a mis padres?

– Sí.

– Me alegro.

– ¿Dónde está Philly? -preguntó Will.

– Con Laura y Greg, en la casa del lago. Tengo que llamarlos.

Con la ayuda de Nancy, Will se tumbó de nuevo en el sofá.

– Aquí se va a armar la gorda. Enviarán otra oleada de vigilantes. Tenemos que darnos prisa.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó ella.

Will le apretó otra vez la mano a Kenyon.

– Alf, ¿dónde guardaba Henry los papeles de Cantwell?

– En el cajón de abajo del escritorio -respondió con voz débil-.Allí.

Nancy corrió hasta el escritorio. Los pergaminos estaban en una carpeta sencilla y sin adornos, encima del libro de 1527. Eran las cartas de Félix, Calvino, Nostradamus y esa hoja en la que no había nada más que el garabato que decía: «9 de febrero de 2027. Finis Dierum».

– ¿Tiene escáner esa impresora? -le preguntó Will, señalando la impresora que estaba junto al ordenador de sobremesa.

Lo tenía. Era un aparato rápido y caro, y las hojas salían volando del alimentador. Will le pidió a Nancy que escaneara la carta de Vectis y las otras y que las guardara en el dispositivo almacenador que recuperaron del bolsillo de Frazier.

Will abrió su ordenador portátil, enchufó la memoria USB e hizo clic en HenryNet. Se oía el eco de unas sirenas entre las colinas. Hacía falta la contraseña.

– Alf, ¿cuál es la clave de la red inalámbrica de Henry?

Sánchez le dio una sacudida al hombre.

– Se ha desmayado.

Will se frotó los ojos y meditó por unos instantes.

Entonces introdujo el número 2027.

Había conseguido entrar.

Mientras el ulular de las sirenas sonaba cada vez más cerca, Will escribió rápidamente un mensaje de correo electrónico, adjuntó unos archivos y pulsó el botón de enviar.

«Greg, viejo amigo, te va a cambiar la vida para siempre -pensó-. Como a todos nosotros.»

Nancy lo ayudó a levantarse y lo besó, aunque para ello tuvo que ponerse de puntillas.

– Ve a recoger el libro y los papeles -le indicó él-. Quiero ir al hospital y volver a casa contigo. En ese orden.

Capítulo 39

Lo único que iba despacio en la vida de Will era el lento goteo de los antibióticos hacia sus venas. Esa tarde de lunes, acostado en su cama del Hospital Presbiteriano de Nueva York, disfrutaba de un raro momento de soledad. Desde el instante en que las ambulancias y la policía llegaron a la casa de Spence en Henderson, se había visto rodeado de médicos, enfermeras, polis, agentes del FBI y un equipo de profesionales sanitarios de la ambulancia aérea que le estuvieron acribillando a preguntas durante todo el vuelo de Las Vegas a Nueva York.

Su habitación del hospital tenía una vista espectacular del East River. Si hubiera sido un apartamento, habría sido exorbitantemente caro. Sin embargo, por primera vez en su vida, Will echaba de menos su caja de zapatos de una sola habitación, porque era allí donde estaban su esposa y su hijo.

Aquel período de calma relativa no duraría mucho. Una enfermera menuda y severa le había dado un baño con esponja con la profesionalidad de un túnel de lavado. Mientras jugueteaba desganado con la comida de su bandeja, Will había visto unos minutos de noticias de deportes en la ESPN para recuperar cierta sensación de normalidad. Nancy no tardaría en llegar con una camisa y un jersey para cuando lo grabaran las cámaras de televisión.