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– Me han avisado que no piensa usted responder a preguntas sobre el matrimonio Lipinski o sobre cómo resultó usted herido. Se está recuperando a buen ritmo, ¿verdad?

– Sí. Todo eso saldrá a la luz a su debido tiempo, supongo. Y, sí, gracias, me pondré bien.

– Cuando informaba usted a la prensa sobre el supuesto caso Juicio Final, lo llamaban Piper, el de la flauta. ¿Es usted como el flautista de Hamelín?

– No sé tocar la flauta, ni me entusiasman las ratas.

– Ya sabe a qué me refiero.

– No bailo a las órdenes de nadie, eso seguro, pero tampoco me he considerado nunca un líder.

– Eso podría cambiar esta noche. Dígame, ¿por qué decidió contar todo esto a un periodista muy joven del Washington Post que lo dio a conocer ayer en ese sorprendente artículo de primera plana?

– Es el marido de mi hija. Pensé que eso le daría un empujoncito a su carrera.

Cassie se rió.

– ¡Qué sinceridad! -Entonces se puso seria de nuevo-. Bueno, Will, para finalizar: ¿qué hay que hacer? ¿Se hará pública la información de la Biblioteca? ¿Cree que debería hacerse pública?

– ¿Se hará pública? Tal vez alguien debería preguntárselo al presidente esta noche. ¿Debería hacerse pública? Mi consejo es que reúnan a un montón de personas listas y buenas de todo el mundo en una gran sala para que determinen qué es lo mejor. No me corresponde a mí decidirlo, sino al pueblo.

Cuando las luces de tungsteno se apagaron y a Will le quitaron el micrófono de la solapa, Nancy safio de entre las sombras y le dio un abrazo de oso.

– Los tenemos pillados -susurró-. Tenemos a esos cabrones pillados por los huevos. Ya no podrán hacernos nada. Estamos a salvo.

El presidente de Estados Unidos pronunció un discurso breve, muy centrado en el tema de la seguridad nacional, sobre el peligro que representaban para el país los enemigos exteriores y la importancia vital de las operaciones secretas. Aludió indirectamente al papel que desempeñaba Área 51 en la compleja estructura de los servicios de inteligencia y prometió consultar a los líderes del Congreso y del mundo durante los días y semanas siguientes.

En su piso de Islington, Toby Parfitt leía el ejemplar de The Guardian que le había dejado el repartidor mientras un cruasán se calentaba en el horno tostador. Un periodista había encontrado el viejo catálogo de artículos en subasta de Pierce & Whyte. En portada aparecían una foto del libro de 1527 y un comentario tipo «no sabe/no contesta» de Toby, a quien el periodista había llamado la noche anterior para pedirle su opinión.

En realidad, tenía opiniones muy rotundas al respecto, pero no eran aptas para el público. ¡Había tenido ese libro en sus manos! Había sentido un vínculo emocional con él. Era sin duda alguna uno de los libros más valiosos del planeta. ¡Y ahora había quien aseguraba que había un soneto de Shakespeare escondido bajo sus guardas!

¡Doscientas mil libras! ¡Lo había vendido por doscientas mil miserables libras!

Se llevó a los labios la taza de té del desayuno con mano temblorosa.

Unos días después, el Post anunció que no permitiría a nadie acceder a su copia de la base de datos mientras no hubiese una sentencia firme sobre la demanda federal que exigía su devolución y que se estaba remitiendo a instancias cada vez más altas, previsiblemente hasta llegar al Tribunal Supremo. Entre tanto, el nuevo periodista estrella del periódico, Greg Davis, empezó a hacer entrevistas y a demostrar que se le daba bastante bien.

Por otro lado, ni el circo mediático ni la indignación popular daban señales de remitir; ni remitirían durante mucho tiempo. La vida y la muerte eran temas candentes.

Capítulo 40

En Garden Street, al norte de Harvard Square, la mayoría del personal del Centro Harvard-Smithsonian de Astrofísica estaba almorzando en la cafetería del campas o sentada ante la mesa de su despacho.

Neil Gershon, profesor adjunto de astrofísica en Harvard y subdirector del Centro de Planetas Menores, estaba limpiando una gota de mayonesa que había caído de la punta de su rosbif sobre el teclado. Uno de sus alumnos de posgrado entró en su despacho y lo miró, divertido.

– Me alegra servirte de entretenimiento, Govi. ¿Puedo ayudarte en algo?

El joven investigador indio sonrió y refrescó la memoria a su olvidadizo jefe.

– Me dijiste que viniera a verte a la hora del almuerzo, ¿ya no te acuerdas?

– Ah, sí. El 9 de febrero de 2027.

Los astrofísicos se habían vuelto muy populares de la noche a la mañana.

El artículo del Post y la entrevista a Piper habían desencadenado un torrente de conjeturas en círculos tanto académicos como de aficionados sobre sucesos que podrían acabar con la humanidad. Para aplacar la histeria, los gobiernos habían recurrido a científicos, que a su vez habían consultado a sus modelos informáticos. Mientras ellos trabajaban en ello, la prensa popular metía cuchara alegremente.

Esa misma mañana, el USA Today había publicado una encuesta realizada a tres mil estadounidenses sobre sus hipótesis favoritas respecto a la famosa fecha. Había muchas teorías que iban de lo verosímil a lo más ridículo; una cuarta parte de los ciudadanos de Estados Unidos creía que se produciría una invasión alienígena, al estilo de La guerra de los mundos. El castigo divino y el Juicio Final figuraban asimismo entre las respuestas más votadas. El porcentaje de quienes creían que un asteroide chocaría contra la Tierra tenía también dos dígitos.

Se formó de inmediato un equipo de trabajo en el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, en Pasadena, para que explorase a fondo algunas de las posibilidades extraplanetarias más serias. Al Centro de Planetas Menores del Harvard-Smithsonian se le encargó que analizara la base de datos del programa de seguimiento de asteroides cercanos a la Tierra para descartar amenazas de colisión.

Esto no les llevó mucho tiempo. De los 962 asteroides potencialmente peligrosos, o APP, que constaban en la base de datos, solo uno representaría un posible riesgo en 2027: el 137108 (1999 AN10), un asteroide cercano a la Tierra de la clase Apolo que el Lincoln Lab del MIT había descubierto en 1999. Se trataba de un cuerpo muy grande, de casi treinta kilómetros de diámetro, pero de relativamente poco interés. En los próximos mil años, pasaría por el punto de su trayectoria más cercano a la Tierra, el 7 de agosto de 2027, a 390.000 kilómetros de distancia. En la escala de Turín para medir el peligro de impacto, de diez puntos, este asteroide era de categoría uno, algo apenas digno de mención.

Como quería ser prudente y meticuloso en extremo, Gershon le había encomendado a su mejor alumno, Govind Naidu, que observara de nuevo el asteroide y actualizara los parámetros de su órbita. Como el proyecto de la NASA tenía la máxima prioridad, Naidu había podido saltarse la cola e indicar a los encargados de los telescopios de 48 pulgadas del Centro de Observación Espacial de Maui (MSSS) y el observatorio de Palomar que enfocasen de nuevo el 137108. Además, le permitieron utilizar durante ocho valiosas horas el superordenador del gobierno en el Centro Nacional de Informática para la Investigación Energética (NERSCC) en el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley.

– ¿Tienes los datos nuevos del MSSS y de Palomar? -preguntó Gershon.

– Sí. ¿Quieres que lo veamos en mi puesto de trabajo?

– ¿Por qué no te conectas desde aquí mismo?

– Tienes mayonesa en el teclado.

– ¿Y eso va en contra de tu religión o algo así? -Gershon se puso de pie y le cedió su silla-. Esta tarde tengo que hablar por teleconferencia con el Laboratorio de Propulsión a Chorro, y quiero pasarles datos precisos.