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Cuando Spence terminó de hablar, Alf Kenyon, como si hubiera estado esperando ese instante, se lanzó a contar su historia personal sin darle siquiera a Will la oportunidad de interrumpir, que se sentía como si estuviesen jugando con él. Esos tipos le estaban abriendo su corazón para engatusarlo. No le gustaba, pero como le picaba la curiosidad, les seguía la corriente.

Kenyon era hijo de unos pastores presbiterianos de Michigan. Se crió en Guatemala pero lo enviaron a la universidad en Estados Unidos. En Berkeley, enardecido por las protestas contra la guerra de Vietnam, mezcló los estudios latinoamericanos con un radicalismo creciente. Después de licenciarse, viajó a Nicaragua para ayudar a los campesinos a reclamar tierras al régimen de Somoza.

A principios de los setenta, los rebeldes sandinistas empezaban a tener cierta influencia en el campo y a movilizar a la gente contra el gobierno. Kenyon era un simpatizante fervoroso de la causa. Sin embargo, su trabajo en el altiplano atrajo la atención no deseada de las milicias progubernamentales y, un día, recibió en su aldea la inesperada visita de un joven estadounidense angelical llamado Tony que tenía más o menos su misma edad. De forma misteriosa, Tony sabía muchas cosas sobre él y, sin que se lo pidiera, le aconsejó que intentara pasar inadvertido. Aunque Kenyon era bastante ingenuo, tenía suficiente mundo para reconocer en Tony a un hombre de la CIA.

Eran la noche y el día, polos opuestos política y culturalmente, de modo que Kenyon, furioso, lo echó de su casa. Pero cuando Tony regresó una semana más tarde, se alegró de verlo, le confesó Kenyon a Will.

– ¡Creo que ninguno de los dos sabía en realidad que éramos gays! -exclamó alegremente.

Will supuso que la historia de Tony tenía otro propósito que simplemente el de revelar su orientación sexual, así que dejó que Kenyon siguiera explayándose con su estilo pausado y preciso.

Pese a sus diferencias políticas, se hicieron amigos; dos estadounidenses solitarios en misiones opuestas en la hostil selva tropical, católico uno, protestante el otro, ambos muy devotos. Kenyon llegó a comprender que cualquier otro agente de la CIA lo habría echado a los lobos, pero Tony se mostraba realmente preocupado por su seguridad e incluso le avisó de una batida de las milicias.

Cuando se acercaba la Navidad de 1972, Kenyon hizo planes para pasar una semana en Managua. Tony le hizo una visita y le suplicó -«¡Sí, me suplicó!»'-, que no fuera a la capital. Kenyon no quiso escucharlo hasta que Tony le contó algo que cambiaría su vida.

«El 23 de diciembre se producirá un desastre en Managua -le dijo-. Miles de personas morirán. Por favor, no vayas.»

– ¿Sabe qué ocurrió ese día, señor Piper?

Will negó con la cabeza.

– El gran terremoto de Nicaragua. Murieron más de diez mil personas, y las tres cuartas partes de los edificios quedaron destruidos. Él no quiso decirme cómo se había enterado, pero me puso los pelos de punta y no fui a Managua. Más tarde, cuando nos volvimos íntimos, por decirlo de alguna manera, me dijo que no tenía idea de cómo nuestro gobierno podía estar al tanto de lo que se avecinaba, pero que la predicción estaba en el sistema y él tenía entendido que era totalmente fiable. Huelga decir que me dejó intrigado.

Al final, destinaron a Tony a otro lugar, y Kenyon abandonó Nicaragua cuando estalló una guerra civil en toda regla. Regresó a Estados Unidos para cursar el doctorado en Michigan. Al parecer, Tony había introducido el nombre de Kenyon en el sistema, y los reclutadores de Área 51 se fijaron en él porque buscaban un especialista en Latinoamérica. Un buen día, un funcionario de la Marina lo visitó en su piso de Ann Arbor y le sorprendió preguntándole si quería saber cómo el gobierno había sabido lo del terremoto de Managua.

Desde luego que quería saberlo. Había picado el anzuelo.

Se incorporó a Área 51 pocos años después que Spence, y lo asignaron a la sección de Latinoamérica. Como Spence y él eran unos tipos muy cerebrales y les encantaba hablar de política, congeniaron de inmediato y pronto empezaron a sentarse juntos en los vuelos diarios entre Las Vegas y Groom Lake. Con el paso de los años, el clan Spence adoptó a todos los efectos al joven soltero y lo invitaba por vacaciones y a las reuniones familiares. Cuando Martha murió. Kenyon fue el principal apoyo de Spence.

Se jubilaron los dos el mismo día de 2001. En la sala VIP de EG &G, en el aeropuerto de McCarran, tras tomar su último vuelo juntos, se abrazaron con los ojos llorosos. Spence se quedó en su finca del club de campo en Las Vegas, y Kenyon se mudó a Phoenix para estar cerca de su único pariente, una hermana. Los dos hombres mantuvieron un contacto estrecho, unidos por las experiencias compartidas y el Club 2027.

Kenyon dejó de hablar. Will esperaba que Spence retomara el hilo de la conversación, pero este también se quedó callado.

– ¿Puedo preguntarle si es usted religioso, señor Piper? -inquirió de pronto Kenyon.

– Sí que puede, pero creo que no es asunto suyo.

El hombre pareció ofenderse. Will cayó en la cuenta de que ellos le habían hablado de su vida personal con la esperanza de que él se confiase a ellos.

– No, no soy muy religioso.

Kenyon se inclinó hacia delante.

– Tampoco Henry. Me extraña mucho que alguien que sepa algo de la Biblioteca no lo sea.

– Cada uno tiene su opinión -replicó Spence-. Lo hemos discutido mil veces. Alf está empeñado en que la Biblioteca demuestra que Dios existe.

– No hay otra explicación.

– Ahora no tengo ganas de volver a hablar de eso -dijo Spence con aire cansino.

– Lo que siempre me ha parecido muy curioso -prosiguió Kenyon- es que de pequeño me educaran en la religión perfecta. Como presbiteriano, estaba programado para incorporar la Biblioteca a mi vida espiritual.

– El hombre sigue implantando la Reforma Protestante -bromeó Spence.

Will sabía por dónde iban los tiros. Durante el último año, pensaba mucho en estas cosas.

– La predestinación.

– ¡Exacto! -exclamó Kenyon-.Yo era calvinista antes de tener una justificación concreta para serlo. Digamos que la Biblioteca me convirtió en un hipercalvinista, muy doctrinario.

– Y muy dogmático -añadió su amigo.

– He dedicado mis años de jubilación a ordenarme pastor. También estoy escribiendo una biografía de Juan Calvino, intentando descubrir cómo había tenido la genialidad de dar en el clavo con su teología. Francamente, de no ser porque a Henry le queda poco tiempo, estaría feliz como una perdiz. Todo tiene sentido para mí, y eso es muy reconfortante.

– Háblenme del Club 2027 – dijo Will.

Spence vaciló cuando el semáforo se puso en verde. Tenía que decidir si atravesar el parque de nuevo.

– Como sin duda sabrá, el último libro de la Biblioteca llega hasta el 9 de febrero de 2027.Todas las personas cuya fecha de fallecimiento no consta en los libros están FDR, fuera del registro. Todos los que han trabajado en la Biblioteca han hecho infinidad de especulaciones sobre por qué dejaron de escribirse los libros y quién fue su autor original. La obra de esos sabios, monjes, adivinos o extraterrestres… sí, Alf, mi explicación es tan válida como la tuya…, ¿quedó interrumpida por factores externos como guerras, enfermedades o desastres naturales? ¿O hay una causa más siniestra que los habitantes de la Tierra deberíamos conocer? Por lo que sabemos, las autoridades no han llevado a cabo ningún esfuerzo para investigar la importancia de esa última fecha registrada, u horizonte, como lo llaman. El Pentágono siempre está demasiado ocupado exprimiendo al máximo los datos y generando informes de inteligencia. Hay muchos malos presagios de grandes catástrofes en un futuro no muy lejano y están obsesionados con ello. Algo muy gordo va a pasar en Latinoamérica, por ejemplo. Tal vez, cuando el año 2027 esté cerca, a esos genios de Washington se les ocurrirá que deberíamos saber qué demonios pasará el día después. Pero deje que le diga, señor Piper, que la curiosidad por el horizonte no desaparece con la jubilación. En la década de 1950, un puñado de ex empleados de Área 51 fundaron el Club 2027, en parte como un centro social de jubilados, en parte como un grupo de detectives aficionados. Todo lo hacemos en secreto, porque estamos violando nuestros acuerdos de jubilación y todo eso, pero la naturaleza humana no se puede borrar de un plumazo. Estamos muertos de curiosidad, y los únicos con los que podemos hablar son ex empleados. Además, eso nos da la oportunidad de juntarnos para tomar bebidas de adultos. -El largo soliloquio lo dejó sin aliento.