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El plan de la misión establecía que en el momento en que se produjera el Suceso de Caracas, Lester descendería a un búnker de mando en un subsótano del Pentágono y daría autorización al Comando Sur de Estados Unidos para que se lo notificase a la Cuarta Flota. Los barcos se dirigirían al norte de Aruba, donde simularían realizar maniobras conjuntas con la Armada Real Británica. Se les ordenaría que pusieran rumbo a Venezuela como punta de lanza de la operación Mano Tendida. Los principales líderes de la oposición venezolana y los oficiales disidentes de alto rango permanecerían a la espera con sus familias en Valencia, lejos de la zona de peligro. Unos helicópteros los transportarían a la capital y, bajo la protección de una fuerza expedicionaria de marines, el gobierno se alinearía con Estados Unidos en menos de veinticuatro horas.

Nada de eso ocurrió.

Will Piper se había cargado la operación Mano Tendida él sofito.

Cuando se publicó el artículo del Post, el vicepresidente convocó una reunión de urgencia del grupo de expertos y abortó la operación. Nada de ajustes, nada de modificaciones: directamente a la basura. No se alzaron voces discrepantes. Cualquiera con dos dedos de frente ataría cabos y vería la relación entre Área 51 y una operación militar que a toro pasado parecería planeada expresamente para coincidir con el desastre.

La ayuda humanitaria se haría llegar allí por vía aérea, y la rápida reacción estadounidense sería recibida con cordialidad por el conmocionado presidente venezolano, que se comprometería a reconstruir Caracas y mantener al país en la senda socialista.

Dos años de trabajo tirados por la borda.

Lester suspiró, consultó su agenda y anunció a su secretaria que iba a salir. Tenía la tarde totalmente libre, así que había decidido pasarse por el club para jugar unos partidos de squash.

Epílogo

Seis meses después,

isla de Wight, Inglaterra

Era una tarde resplandeciente y fresca de primavera. El amarillo del sol y el verde del césped recién cortado eran de una viveza que parecía irreal. Más allá de los prados, las gaviotas sobrevolaban el Solent, entre chillidos apremiantes.

La torre de ladrillo rojo de la iglesia, recortada contra el cielo despejado y azul, era un objetivo irresistible para las cámaras de los turistas. Aunque la abadía de Vectis siempre había estado abierta al público, las revelaciones sobre su antigua Biblioteca la habían convertido en un lugar de enorme interés, para gran consternación de los monjes que vivían allí. Los fines de semana, voluntarias de la aldea de Fishbourne realizaban visitas guiadas, más que nada para intentar reunir a los visitantes en grupos, pues de este modo alteraban menos la rutina de la vida monástica que si vagaban desperdigados y sin rumbo por la iglesia y los terrenos de la abadía.

El bebé que iba en el cochecito se puso a llorar. Esto pareció irritar a los turistas, en su mayoría personas mayores que habían dejado muy atrás la época en que les gustaban los niños, pero los padres ni se inmutaron.

La madre echó un vistazo al pañal.

– Voy a buscar un sitio para cambiarlo -dijo Nancy, y se alejó del grupo en dirección a la cafetería.

Will asintió y continuó escuchando a la guía, una mujer de mediana edad con una pronunciada joroba que señalaba unos brotes tiernos que asomaban por detrás de una valla para conejos y peroraba sobre la importancia de las verduras para una orden religiosa.

Will había estado deseando irse de vacaciones para huir del mundo frenético que había creado en torno a sí. Tenía entrevistas por conceder, libros que escribir, todas las obligaciones que lleva consigo la fama. Todavía había paparazzi apostados en la calle Veintitrés. Aparte de eso, había contraído otros compromisos. Alf Kenyon, que se había recuperado casi por completo de la herida en la rodilla, iba a emprender una gira pocos meses después para promocionar su libro sobre Juan Calvino, Nostradamus y los documentos de Cantwell. Kenyon le había pedido que lo acompañara en sus apariciones en los medios, y Will no había podido negarse. Por otro lado, Dane Bentley iba a celebrar pronto una despedida de soltero y una boda, aunque Will no estaba muy seguro de con cuál de sus novias se iba a casar.

Por el momento, Will había conseguido no pensar en la vorágine de acontecimientos de los últimos meses y concentrarse en el presente. Le fascinaba todo lo relacionado con su visita a la isla: la gélida y ventosa travesía en ferry con el coche desde tierra firme; el almuerzo en un pub de Fishbourne -donde había titubeado en la barra antes de pedir una Coca-Cola-; la primera vista del monasterio desde el sendero; los monjes, que, a pesar de sus hábitos y sus sandalias, parecían hombres normales… hasta que se habían dirigido en fila a la iglesia exactamente a las 14.20 para la misa de nona. Dentro del templo, todos se habían transformado al unísono en seres distintos. La concentración con que rezaban y entonaban sus cánticos, la fuerza de su determinación, la seriedad de su placer espiritual, creaban una barrera entre ellos y los visitantes, que se habían quedado sentados en la parte posterior de la iglesia abovedada, observando con curiosidad y con una incómoda sensación de voyeurismo.

Ahora, los monjes estaban realizando sus tareas de la tarde: unos se ocupaban del jardín y los gallineros; otros trabajaban dentro, en la cocina o en los talleres de cerámica o encuadernación. No eran muchos, menos de una docena, casi todos mayores. En estos tiempos la vida monacal atraía a muy pocos jóvenes. La visita guiada estaba llegando a su fin, y Will todavía no había visto lo que lo había llevado hasta allí. Levantó la mano, al igual que otros turistas. Todos estaban interesados en lo mismo, y la guía lo veía venir.

Le dio la palabra a él porque destacaba entre la multitud, alto y apuesto, con un brillo de inteligencia en los ojos.

– Quisiera ver el monasterio medieval.

El grupo prorrumpió en un murmullo. Eso era lo que todos querían.

– Ya. ¡Qué curioso que me pida eso! -bromeó ella-. Precisamente iba a indicarles cómo llegar allí. Solo tienen que seguir ese camino y andar menos de cuatrocientos metros. Todo el mundo quiere ir allí últimamente, aunque no hay gran cosa que ver, solo unas ruinas. Ahora hablando en serio, señoras y señores, comprendo su interés y los animo a que visiten el lugar con un silencio contemplativo. El sitio está señalado con una pequeña placa.

Mientras la guía respondía a las preguntas, no le quitaba ojo a Will; cuando terminó se acercó a él y estudió atentamente su cara, sin ningún escrúpulo.

– Gracias por la visita -le dijo él.

– ¿Puedo preguntarle algo?

Él asintió.

– ¿No será usted por casualidad el señor Piper, el estadounidense que sale en las noticias por su relación con todo este asunto?

– Sí, señora.

Ella sonrió de oreja a oreja.

– ¡Ya me lo parecía! ¿Le importa si aviso al abad de que está usted aquí? Creo que querrá conocerle.

Dom Trevor Hutchins, abad de la abadía de Vectis, era un hombre corpulento de cabello cano que rebosaba entusiasmo. Guió a Will y a Nancy por el camino de grava hasta los derruidos muros medievales del antiguo monasterio. Les pidió que le dejaran empujar el cochecito para «dar un paseo al jovencito».

Se empeñó en contarles de nuevo la historia que ya habían oído sobre el cierre y el saqueo de la abadía medieval en 1536 como consecuencia de la Reforma de Enrique VIII; el desmantelamiento de las piedras de la mampostería, una a una, para enviarlas a Cowes y Yarmouth con el fin de construir castillos y fortificaciones. El majestuoso complejo ya no era ni sombra de lo que había sido, y no quedaban de él más que muros bajos y cimientos.