La abadía moderna la habían erigido unos monjes franceses a principios del siglo XX, con ladrillo rojo para recuperar la tradición benedictina, cerca del terreno sagrado donde se alzaba la antigua. El abad llevaba ya casi veinticinco años en Vectis, desde que era un joven recién licenciado en estudios clásicos por Cambridge.
En cuanto doblaron un recodo del camino, aparecieron ante ellos los desiguales restos de la abadía. Estaban en un campo desde el que se dominaba el Solent y, al otro lado de la estrecha franja de mar, se divisaba la imponente costa meridional de Inglaterra. Los muros de argamasa y guijarros que habían sobrevivido al paso de los siglos eran fachadas descabaladas en las que aún se apreciaban las aberturas de lo que habían sido ventanas y arcos. Unas ovejas pacían cerca de las ruinas.
– ¡He aquí la antigua abadía de Vectis! -dijo el abad-. ¿Es como esperaba usted, señor Piper?
– Parece un lugar tranquilo.
– Sí, lo es. Aquí tenemos tranquilidad para dar y regalar. -Señaló las paredes que habían pertenecido a la catedral, la sala capitular y los dormitorios. Más lejos estaban dispersos los restos de la muralla de la abadía medieval.
– ¿Dónde estaba la Biblioteca?
– Aquí no. Más adelante. Como era de esperar, la construyeron en un sitio recóndito.
Will tomó a Nancy de la mano cuando llegaron a la hondonada en un prado cercano, una gran extensión de forma rectangular hundida un metro por debajo del resto del campo. En el borde de la depresión había un mojón de granito recién colocado con una placa de bronce. La inscripción era sorprendentemente escueta: LA BIBLIOTECA DE VECTIS: 782-1297.
El abad se subió encima del mojón.
– Este ha sido su regalo para el mundo, señor Piper -comentó-. He leído en internet todo acerca de lo que hizo.
Nancy se rió al imaginarse a los monjes navegando por internet.
– ¡No se sorprendan, tenemos una conexión de alta velocidad! -presumió el abad.
– No todo el mundo lo ve como un regalo -repuso Will.
– Bueno, desde luego no es una maldición. La verdad nunca lo es. Todo lo relacionado con la Biblioteca me reconforta bastante. Detrás de ello percibo la mano firme de Dios. Me siento vinculado con el abad Félix y con todos aquellos de sus predecesores que protegieron y alimentaron celosamente ese enorme esfuerzo como a una orquídea delicada que se marchitaría si la temperatura subiera o bajara un grado. Me he aficionado a venir aquí a meditar.
– ¿Le preocupa el 2027? -preguntó Nancy.
– Aquí vivimos el presente. Nuestra comunidad se preocupa de trabajar para alabar al Señor, celebrar las misas y rezar las oraciones de las Sagradas Escrituras. En esencia, nos preocupamos de conocer a Jesucristo. No nos preocupan el año 2027, los asteroides ni todas esas cosas.
Will le sonrió.
– En mi opinión, el revuelo en torno al 2027 es seguramente algo positivo. Todo el mundo estará demasiado ocupado estudiando rocas del espacio y cosas así para machacar a sus semejantes. Por una vez, tenemos una meta común. Ganemos o perdamos, estoy convencido de que serán los mejores diecisiete años de nuestra historia.
El abad le devolvió el cochecito del bebé a Nancy.
– Es un jovencito estupendo, y tiene unos padres magníficos. Le espera un futuro prometedor. Y ahora, tengo que dejarlos. Quédense todo el tiempo que quieran.
– ¿Te alegras de haber venido? -le preguntó Nancy cuando se quedaron a solas.
Will bajó la vista a la hondonada y se imaginó a los escribas pelirrojos de ojos verdes que habían trabajado allí en silencio durante siglos, a los monjes que guardaban su secreto como un deber sagrado y el sangriento episodio que había puesto fin a todo aquello. Intentó visualizar cómo debía de ser entonces la Biblioteca, con su inmensa colección de libros gruesos y pesados en su cavernosa cripta. Todavía albergaba la esperanza de que, algún día, lo invitaran a Nevada para que viese cómo era la Biblioteca en la actualidad. Pero dudaba mucho que eso fuese a ocurrir pronto.
– Sí, me alegro. Y me alegro de que Philly y tú estéis aquí conmigo. -Dirigió la mirada al mar, más allá del prado-. Caray, qué tranquilidad se respira aquí.
Se quedaron durante un rato más, hasta que el sol empezó a ponerse. Debían tomar el ferry y hacer un largo recorrido en coche. En un cementerio familiar, en la tierra natal de Shakespeare, había una tumba bajo un limero que quería visitar antes de tomar el vuelo de regreso a Miami. Nancy tenía una oficina del FBI en Florida a la que aclimatarse y una casa que decorar.
Y él tenía que ir a pescar en las tentadoras aguas del golfo de México.
Agradecimientos
Quiero reiterar mi agradecimiento a Steve Kasdin. Sin su «intervención divina», es posible que ni La biblioteca de los muertos ni El libro de las almas hubiesen visto 1a. luz. También quiero dar las gracias a mi primera lectora, Gunilla Lacoche, por sus sagaces comentarios; a Lyssa Keusch, mi fantástica editora en Harper, y a todo el equipo editorial de Harper Collins. Como siempre, estoy muy agradecido a Tessa y a Shane por prestarme su apoyo desde la retaguardia.
Glenn Cooper