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No sólo eso, en mi experiencia personal como jurado en diversos festivales de cine, me he topado con cineastas y críticos que por sistema descalifican toda película que incluya emotividad e imágenes bellas. Por ejemplo, el que un paisaje sea agradable es razón suficiente para eliminarlo de la premiación. En su lugar, se considera las películas que posean un contenido «intelectual», la mayor parte de las veces inaccesible a las masas y por demás aburrido. Todo esto contribuye a que los realizadores sientan que si su película es comprendida por el gran público, si le hace reír, o llorar, no es buena. Como si fuera un pecado tocar la emoción y hablar del amor. Incluso existe el orgullo de decir: mi película sí es de arte, no es «bonita», no es predecible, no tiene final feliz, no es para las masas, no es light, pero sobre todo, no es emotiva.

Aquí está uno de los más grandes problemas. Por un lado, la gente que acude al cine lo hace para sentirse bien. Por otro lado, los realizadores buscan sentirse bien con lo que hacen. Unos quieren salir de la depresión y otros, el reconocimiento de la crítica. Los que salen vencedores son los productores de películas comerciales que ganan mucho dinero proporcionando al público películas que los «emocionan» pero cargadas de emotividad negativa, provocando que los espectadores se contagien de esa actitud e influyan en el clima ya de por sí agresivo que rodea el ambiente. Bajo la premisa de estar dando al público lo que quiere, los productores hacen su agosto. Con lo que cuesta explotar un edificio de veinte piso o diez naves espaciales se podría alimentar a miles de niños por un año. Y yo me pregunto, ¿el público realmente quiere ver ese tipo de películas? No. Lo que quiere es olvidarse por un momento de su angustia. Porque la angustia duele, molesta, enferma. Lo mismo que la ira, la envidia, el temor.

Podemos distinguir dos tipos de emociones, las negativas y las positivas. Las negativas nos tensan, obstaculizan el flujo de la energía, debilitan, entorpecen el funcionamiento de los órganos, dificultan la asimilación de ideas, interfieren en la transmisión de información de una célula a otra. Las positivas, por el contrario, nos relajan, liberan energía, refuerzan el sistema inmunológico, propician la transmisión de información entre células, permiten que fluya la energía, nos ponen más alertas y agudizan nuestra capacidad de aprendizaje.

Entre las negativas podemos resaltar el odio, la ira, la tristeza, el temor. Entre las positivas, la compasión, el amor, la alegría, la admiración.

¿Qué es lo que determina que una persona se contagie de una emoción y no de otra? Su mundo de creencias. Por ejemplo, para que nos emocione una ceremonia religiosa tenemos que creer en Dios. Para que la película El exorcista nos atemorice tenemos que creer en la posibilidad de que el demonio nos posea. Lo mismo pasa cuando vemos venir a un perro rabioso. Nos da miedo porque sabemos que la rabia es una enfermedad mortal. Y nos enteramos no necesariamente por haber visto morir a alguien infectado por esa terrible enfermedad sino porque un ser querido se encargó de decírnoslo. Es muy bello pensar que atrás del miedo que nos produce un perro rabioso se esconde el deseo de alguien que no quería que muriéramos de esa manera. Atrás de esa emoción, pues, no sólo está presente un pensamiento, sino un deseo auténtico de brindarnos protección. De compartir una experiencia. De permanecer a nuestro lado de alguna manera. Algunos filósofos definen al amor como la voluntad que tiene el amante de unirse a la cosa amada. Esta voluntad se hace presente cuando compartimos una rosa, un poema, una tarde lluviosa, un rizo de cabello, unas codornices en pétalos de rosa con la persona que amamos.

¿Qué pasaría si creyéramos en el amor? Y lo digo verdaderamente. Si estuviéramos convencidos de que el amor nos va a salvar como especie. Que de ahora en adelante va a estar por encima de la avaricia y del egoísmo. Por encima de las decisiones del Fondo Monetario Internacional y las de cualquier gobierno. Si con esta frase les arranqué una sonrisa me doy por bien servida. No importa. Tal vez ése es el primer paso para empezar a cambiar al mundo. Sonreír. Quizá si empezáramos a considerar la risa como la gran panacea, modificaríamos positivamente nuestro futuro. Bueno, para aquellos que son como santo Tomás, los invito a comprobar los beneficios que les puede ocasionar una sonrisa. Sólo tienen que tomar dos trozos de cartón. En uno van a dibujar una carita sonriente y en otro una enojada. Después se consiguen una persona dispuesta a realizar un experimento científico con ustedes. Lo primero que deben cuidar es que sus manos estén libres de anillos, relojes o pulseras para que los resultados sean óptimos. Luego, le van a pedir que, con su mano izquierda, presione contra el esternón uno de los cartones. Por supuesto que esta persona no debe saber cuál de ellos está sosteniendo. En seguida le van a pedir que levante su brazo derecho sin doblar el codo hasta la altura del hombro, con el puño cerrado. Cuando esté listo, ustedes van a ejercer presión sobre el brazo para tratar de bajarlo y él tiene que resistirse. No se trata de que le rompan el brazo. La fuerza que van a ejercer debe ser firme pero sólo para ver el tipo de energía que el sujeto de estudio posee. Primero lo van a hacer con uno de los cartones y luego con el otro. Lo que pretendo es que comprueben que la carita sonriente le va a elevar la energía y la carita enojada se la va a disminuir. Si el experimento no les funciona pues ríanse de mí un rato. Su organismo se lo va a agradecer.

IV. LITERATURA Y CINE QUE SANAN. LITERATURA Y CINE QUE ENFERMAN

Dependiendo del tipo de emoción que nos produzcan, es posible hablar de una literatura que sana y otra que enferma. Una que libera energías atrapadas en nuestro interior a causa de la tensión y otra que las aumenta para transformarlas en angustia.

Hemos venido analizando cómo el mundo de «civilización» y «progreso» en el que vivimos ha hecho a un lado las emociones. Esto es comprensible dado que si a una persona le interesara, le doliera y le lastimara lo que le pasa a los indigentes con los que se cruza directamente en su camino al trabajo, no podría funcionar correctamente dentro de un sistema basado en la competencia y el egoísmo.

¿A qué gobierno le puede interesar que un soldado sienta compasión por el enemigo al que tiene que aniquilar? ¿Que piense en el dolor que va a provocar en la esposa y los hijos de ese hombre al momento de matarlo? O ¿a qué inversionista le agradaría que una anciana se negara a vender una casa ubicada en un área altamente comercial porque en ella nacieron sus hijos y sus nietos? ¿O a qué Casa de Bolsa le puede importar tener como cliente a un millonario dispuesto a repartir su dinero entre los pobres? ¿A quién importan los ríos, las casas, los árboles, los monumentos históricos, los campesinos, los pobres cuando está de por medio el desarrollo económico? ¿Cuál es el valor que tienen en el mercado las emociones? Ninguno. Y tal parece que a muchos les encantaría acabar de plano con ellas para que no interfieran en sus proyectos de desarrollo.

Pero [2!] a las emociones no se les puede vender tan fácilmente. Nadie las puede abolir. Podemos, a lo mucho, cubrirlas con una manta de indiferencia y no prestarles atención, pero que nos siguen afectando por dentro, no hay duda.

Otra forma de apagarlas es modificando nuestra escala de valores, nuestros patrones de pensamiento, de manera que, por ejemplo, lleguemos a la convicción de que la competencia es una actitud «sana». Si en algún momento de la historia del hombre, la solidaridad fue indispensable para la supervivencia, ahora se trata de sobrevivir haciendo a un lado la solidaridad.