Veamos qué tan «sano» es esto. Dentro del mundo de la competencia, de entrada, es indispensable demostrar que uno «sabe», que «puede» y que «es mejor» que los demás. Y la forma de lograrlo es anulando y devaluando los logros del de junto. De esta manera, automáticamente nos colocamos en una posición de superioridad. Por supuesto, este acto exige una desconexión emotiva de nuestro compañero de trabajo.
Esta práctica nociva que las empresas fomentan se convierte en una fuente constante de tensión laboral que afecta significativamente, en la salud de los empleados. Técnicamente hablando, el estrés es una respuesta mental y física a una situación adversa que moviliza nuestros mecanismos de defensa: el mecanismo de enfrentar o huir. Desafortunadamente, no siempre podemos actuar ante lo que sentimos o percibimos como una amenaza contra nuestra integridad. Nadie tiene el poder de cerrar una Planta Nuclear, ni detener una guerra, ni cerrar una fábrica de armamento, ni siquiera tiene la posibilidad de renunciar a un trabajo donde se le humille constantemente, pues éste significa su sostén económico. Para sobrevivir, lo único que puede intentar es tratar de no involucrarse emotivamente. Pero este proceso de aislamiento resulta altamente doloroso.
Encuentro que lo más apropiado para expresar lo que es la desconexión es el momento en que nacemos y nos cortan el cordón umbilical. ¡Qué soledad sentimos! ¡Qué sensación de no sentir quienes somos! Antes éramos un todo formado por dos. Ahora nos falta una parte, la de la madre. ¿Dónde está? Toda esa angustia ante la vida se desvanece por arte de magia cuando somos abrazados nuevamente por nuestra madre y escuchamos el latido de su corazón. Es un ritmo conocido, que nos conecta con ella, que nos recuerda nuestro origen, que nos da paz. En ese momento sabemos que no estamos solos, que alguien nos ama, que alguien nos cuida.
Si analizamos a profundidad la sensación de sentirnos desconectados, podríamos ir más allá de la razón, más allá de lo que nuestros ojos pueden ver, nuestros oídos oír y nuestras manos tocar. Podríamos llegar hasta el lugar que abandonamos al nacer. ¿Cuál es? ¿Dónde está? Ése es un misterio con el que nos enfrentaremos el día de nuestra muerte, cuando retornemos al lugar de origen. Mientras tanto, no podemos evitar sentirnos desconectados, abandonados, solos y como nuestros sentidos no nos alcanzan para percibir otras realidades, buscamos desesperadamente la forma de mantener el contacto con nuestra patria celestial para poder sentirnos hijos amados del universo. Porque muy pero muy en el fondo, intuimos que nuestra madre actuó únicamente como intermediaria para que nuestra alma se instalara en nuestro cuerpo y nuestro cuerpo en la tierra, pero no fue ella quien le dio vida a nuestra alma. Fue alguien más en otro sitio y debe de haber un puente de conexión entre este mundo y el otro. Sólo las personas que amplían su conciencia lo suficiente son capaces de entrar en contacto con esos mundos y descubrir que no estamos tan solos como creemos.
Pero los que no podemos, seguimos buscando la forma de establecer contacto. Así como en el ombligo nos queda la marca de que alguna vez estuvimos en el vientre de nuestra madre, debe de haber un signo que nos muestre de dónde venimos, quiénes son nuestro padre y nuestra madre celestiales. ¿Por qué no sentimos el sonido de su corazón? ¿Por qué no sentimos su abrazo? ¿Por qué no acuden a nuestro llamado?
Tal vez por eso, cuando uno grita y la soledad le hace eco, cuando se siente aislado, cuando no encuentra sentido a la vida, siente una urgencia por encontrar un sonido, un ritmo, una palabra que lo conecten nuevamente a ella. Que le hagan sentirse acompañado y seguro.
La palabra, en su carácter de invocación, vincula, une, establece puentes en la memoria.
Si nos atenemos a lo que algunos estudiosos han expresado, se puede decir que la primera forma de manifestación de la literatura fue rítmica. Allí están como prueba los versos que expresan en distintas culturas, la regularidad del ritmo de las siembras, o la ira de los dioses, expresada en la métrica regular de las danzas sagradas.
Posteriormente surgió la necesidad de narrar acontecimientos de la vida cotidiana, alejados de los esquemas métricos y surgieron las formas narrativas. Se trataba de estructuras flexibles, que permitieron una longitud mayor y la creación de grandes ficciones imaginadas. Éstas eran formas más cercanas a nosotros que las de los mitos antiguos, pero eran igualmente profundas y universales. Así, la literatura seguía cumpliendo su función de relacionar al hombre con sus propios sonidos, es decir, la de conectarlo con la vida.
En este sentido, la literatura ponía al ser humano en comunicación con sus más elementales referencias de la realidad y lo ayudaba a confrontar sus propias imperfecciones y deseos, revelándole un mundo de voces ambiguas venidas de lo más profundo de la conciencia colectiva. Ante una palabra o concepto que el hombre reconocía en un texto sentía lo mismo que cuando encontraba a un amigo conocido y se abrazaba a él.
En la mitología, por ejemplo, el hombre encontró la forma ideal para reconocerse en otro al crear una forma simbólica compleja que representa por medio de imágenes las manifestaciones más esenciales del ser humano. Para comprobarlo, basta recordar los estudios de Karl Jung. La literatura desprendida de la mitología se convierte en un espejo donde todos nos podemos reconocer.
De la misma manera que los personajes de la mitología nos representan, hay palabras que encierran en su interior la manifestación más importante y suprema que puede haber: la de la divinidad. Estas palabras son los mantras o las oraciones.
El poder de una palabra sagrada es muy amplio y trasciende la burda materia. Ojalá que en el nuevo milenio la ciencia se encargue de demostrar que la pronunciación y repetición, ya sea de un mantra o de una oración, en un estado de relajación o meditación, nos abre la puerta a un universo desconocido. Nos lleva más allá del pensamiento, del sufrimiento, del abandono, pues nos hace uno con la energía suprema. Aquella que está presente en cada partícula de este universo y que nos es común a todos los seres humanos. Este vínculo colectivo es muy poderoso. Nos integra a todos por igual y nos hace sentir parte de cada árbol, de cada piedra, de cada estrella, de cada ser humano, pues en todos ellos, al igual que en nosotros, vibra una misma energía, una misma palabra. Ya un santo en la India dijo: «Cuando el nombre de Dios está en tu lengua, la liberación está en tu mano.»
Hace poco, dentro de un laboratorio, se realizó un experimento poco usual. Se les rezaba a las bacterias para comprobar si la oración tenía efectos reales sobre la materia o sus efectos eran producto de la fe. Las bacterias no piensan, no creen en Dios y por lo tanto no son material influenciable. Para sorpresa de los investigadores, las bacterias reaccionaron positivamente a las oraciones, pero no de una forma realmente «comprobable» para la ciencia. Ninguna revista médica ha publicado los resultados del estudio.
Por otro lado, hace años el libro de Luise Hay Tú puedes Sanar Tu vida, causó una revolución. [2!] Yo misma, les puedo asegurar que sané de varias enfermedades repitiendo frases que vienen en su libro. Ella sostiene que la mayoría de las enfermedades son causadas por un patrón de pensamiento negativo. Lo único que tenemos que hacer es modificar ese patrón de pensamiento para recuperar la salud. Ella, en sus años de experiencia como terapeuta, identificó la emoción escondida atrás de cada enfermedad y diseñó la frase adecuada para contrarrestarla. Si analizamos las frases que tenemos que repetir para recuperar la salud nos vamos a encontrar que la mayoría contienen las palabras: seguridad, amor, aceptación, perdón. Precisamente las palabras mágicas que la sociedad en la que vivimos nos niega.