Sería sensacional que todos los seres humanos tuviéramos conciencia de que las palabras nos pueden sanar o enfermar, que una palabra de amor genera una ola que acaricia a millones de personas. Que une, que vincula, que libera energía.
[4!] ¿Pero qué pasa cuando la palabra pierde ese carácter? ¿Cuando en lugar de unión crea confrontación? Cuando es utilizada para difamar, para insultar, para manipular. Cuando no refleja la realidad ni respalda la verdad. Cuando la palabra «libertad» significa esclavitud. Cuando se habla de «democracia» mientras se impone una dictadura. Cuando se nos ofrece ayuda para la defensa de nuestra soberanía y sabemos que vamos a acabar perdiendo hasta la camisa. En esos casos, la palabra es como un son que nadie baila porque su ritmo es irreconocible. El son de la razón sin corazón.
Hubo un tiempo en que empeñar la palabra era un acto respetable. El honor iba de por medio. Uno podía confiar totalmente en lo ofrecido por un caballero pues sabía que pasara lo que pasara cumpliría con lo prometido.
En cambio, ahora, en boca de algunos medios de comunicación y la mayoría de los políticos, las palabras no siempre expresan la realidad sino todo lo contrario. No cumplen con su misión de informar. La herencia de Cantinflas se respira en los discursos de los políticos. Hablan sin hablar. Dicen sin decir. Utilizan palabras ambiguas para engañar, para confundirnos y obtener nuestro voto. Eso es lo único que les interesa. Por su parte, muchos medios de comunicación no comunican. Se interesan por las noticias sensacionalistas, de corte amarillista, porque son las que más venden. La prioridad es encarecer la publicidad en la televisión, atraer patrocinadores importantes, aumentar la venta de periódicos o revistas. Lo que importa es la noticia y no la verdad. La palabra en estos casos es como un veneno de efecto prolongado.
Por eso soy muy cauta cuando leo los periódicos. No sólo por la cantidad enorme de mentiras que aparecen publicadas, incluyendo declaraciones mías que nunca he hecho, sino por la cantidad de verdades tan serias y preocupantes de lo que sucede en el mundo. Y así como un músculo tenso representa una fuga constante de energía, una mente obsesionada quema gran cantidad de glucosa. Si generalmente el cerebro utiliza el 20 por ciento de la energía metabólica de nuestro cuerpo, imaginen lo que pasa cuando trabaja horas extras pensando en cómo detener las guerras fratricidas, cómo proteger a los niños de la calle, cómo ayudar a las víctimas de terremotos, inundaciones o el narcotráfico. A veces el exceso de información puede resultar contraproducente, pues nos deprime con las terribles consecuencias que esto acarrea.
[5!] El miedo entra por los ojos. Ellos son los que nos advierten cuando el peligro acecha y nos informan cuando cesa. Los noticieros y los periódicos nos inundan de imágenes terroríficas que nos llenan el corazón de temor. Para contrarrestarlo, bastaría ver la imagen de un campo verde. Al verde se le asocia con la esperanza y con todo lo que potencialmente contiene formas de vida, con el renacer de las plantas, con la acción renovadora de la naturaleza. Frente al verde nadie puede renunciar a un sentimiento de bienestar y paz, de ahí que toda terapia que use los colores ha de buscar el verde como elemento esencial para recuperar la salud del espíritu. No es gratuito que muchas culturas del mundo, incluyendo la azteca, hayan asignado al verde la cualidad de la curación y la salud. Si la imagen de un campo verde se deja acompañar de un cielo azul, libre de smog, y de anuncios comerciales, contamos con el bálsamo ideal para el alma.
Como este tipo de medicamento no se encuentra fácilmente en estado natural, uno acude al cine en búsqueda de imágenes que le hagan sentirse mejor. Se acomoda tranquilamente en la butaca y se dispone a gozar de una buena película. ¿Y qué pasa? Que la mayoría de las veces, en lugar de salir tranquilizado uno sale muy empeorado, emocionalmente hablando. Independientemente de lo que nos pueda alterar el contenido de la cinta, no sé si lo han notado, pero cada día aumentan más el sonido en las escenas de suspenso, o de persecuciones. Obviamente lo hacen con el propósito de intensificar el miedo y la angustia, ¡y vaya que lo logran! No sé qué es peor, si el miedo a que los tímpanos se revienten o a lo que le puede suceder al protagonista de la película. O las dos cosas. El caso es que la música diseñada para acompañar las escenas de suspenso nos pone los nervios de punta. Técnicamente hablando, el suspenso es la duda que tiene el espectador sobre si el héroe va a lograr o no sus propósitos. Nosotros, los espectadores, como estamos identificados con él, queremos que triunfe a toda costa, pues su triunfo representa el nuestro y, entonces, sufrimos en carne propia cada uno de los percances que sufre. No lo sentimos, pero cada golpiza que recibe, cada huida que realiza, cada accidente que sufre nos afectan en el funcionamiento del hígado y del corazón dependiendo del grado de angustia que nos despierten. Se dice que poco veneno no mata, pero que daña, daña. Cada imagen, cada sonido, cada palabra que entran en nuestra mente nos afectan. En ese sentido, una ida al cine puede resultar dañina.
Sería importante que los creadores estuvieran muy conscientes de las repercusiones que pueden tener las palabras y las imágenes que estamos manejando. Todas ellas generan emociones que afectan de forma sustancial ya sea a nuestros lectores o a nuestros espectadores. En ese sentido, se puede hablar de que [2!] existe una responsabilidad del creador. Estamos manejando material altamente sensible. Tal vez en el futuro a los libros y a las películas se los acompañará de la leyenda «este producto puede resultar nocivo para su salud». Mientras tanto dependemos de nuestro buen juicio para elegir el tipo de libro, de periódico, de noticiero o de película que vemos, pues tienen un carácter invocador. Cada imagen, cada frase dicha establecen un puente en la memoria y nos conectan con nuestro origen.
¿Y qué pasa cuando la labor del escritor deja de ser la de mediador y tiende a convertirse en la de «desconectador». Cuando a la vocación narrativa se impone la necesidad de demostrar que se es más inteligente que los demás. Cuando lo que al escritor le interesa es reafirmar su superioridad intelectual, la literatura se convierte en un lenguaje más del poder. Este tipo de escritura está hecha para «sorprendernos», para dejarnos fuera de un juego de entendidos que permite colocar al autor entre un grupo selecto de exquisitos que comparten sus «combinaciones» privadas, que sólo ellos entienden y que terminan por matar la vitalidad del fenómeno artístico que provee la literatura. Dicho en otras palabras, ellos piensan que para que una obra artística sea importante, debe apelar exclusivamente a la razón y debe de estar lejos de la comprensión de las grandes mayorías, pues si ellas la comprendieran estarían en el mismo nivel intelectual del creador y en el mundo de la competencia esto es inaceptable. Esta actitud genera un fenómeno que yo llamo el del «nuevo traje del emperador». ¿Recuerdan el cuento? Un rey muy soberbio, con poder absoluto, manda hacer un traje para una ocasión muy especial. Traen a un sastre famoso que resulta ser un gran pillo que lo engaña presentándole una tela maravillosa y, por supuesto, carísima, que no existe. El rey no la ve, pero el sastre embaucador le dice que sólo los inteligentes pueden verla. Nadie más. El rey cae en la trampa y afirma que la tela es efectivamente preciosa y todos en el reino, con tal de no quedar como tontos, se asombran ante la tela invisible. Valga este ejemplo para ilustrar lo que el tipo de literatura sólo para intelectuales puede provocar. En el fondo del fenómeno necesariamente está el egoísmo del creador. Y no me refiero a una posible necesidad económica o a un deseo de progreso profesional o de fama, cada una de estas cuestiones serían un mal menor si no tuvieran como fondo una intención depredadora.