Estoy hablando de un tipo de literatura provocada por una actitud insana y emocionalmente negativa, que provoca en los lectores agobio y desesperación. No estoy hablando de una literatura «inmoral», sino de una «inmoralidad» al escribir una literatura excluyente, que deja al ser humano fuera del alcance de sí mismo y que sólo se compromete con el propio beneficio, material o inmaterial, de quien la escribe. El escritor no comprometido produce una literatura que oprime a los lectores.
Si consideramos lo que Elena Garro dijo en Recuerdos del porvenir: «Yo sólo soy memoria», ¿qué pasa con el lector que no se reconoce en la lectura? Con ese ser que buscó en el libro una conexión y que siente que las palabras de ese libro no fueron escritas para él, que nadie lo tomó en cuenta, que, es más, se le desprecia tremendamente y no se le considera capaz de ocupar un sitio dentro de los intelectuales que habitan el Olimpo?
¿Aquel que acudió en busca de un abrazo y encontró todo lo contrario?
Pues se deprime aún más.
Todo el mundo busca mejorar y sentirse bien con lo que hace. No hay forma de sentirse mejor que cuando es amado, apreciado, valorado. Los escritores, al igual que los cineastas, buscan que su literatura sea apreciada, pero como los valores que rigen la crítica son los meramente racionales, escriben de forma que salga a la luz todo su caudal de conocimientos. Por otro lado, la gente busca sentirse bien encontrando una conexión con su memoria, con su origen, y si no encuentra ninguna relación con determinado libro, lo rechaza. A pesar de que desde un inicio al escritor no le interesaron los lectores sino los críticos, al no ser apreciado por el público se siente rechazado y, a su vez, rechaza y trata de devaluar a los escritores que sí son bien recibidos por los lectores. Es un juego interminable de «si me rechazas, te rechazo», del que todos los involucrados salimos perjudicados.
Sobre todo porque nuestra búsqueda se ve frustrada, porque en lugar de obtener bienestar acumulamos tensión y todo nuestro organismo se contrae. Como ya hemos visto, el medicamento correcto para combatir la depresión sería una buena dosis de humor.
La comedia, desde mi punto de vista, es una de las formas de creación más comprometidas. Para hacerla bien se necesita tener un enorme sentido de autenticidad y un gran conocimiento del ser humano. Ya Aristóteles en su Arte Poética, les dio tanto a la comedia como a la tragedia el mismo valor de la verdad y conocimiento. Sólo en algunos momentos de la historia, como nos lo recuerda Umberto Eco en El Nombre de la Rosa, se ha intentado negar a la comedia como generadora de conocimiento y se le ha querido destruir por medio del desprecio y la descalificación. En general, es la estructura de poder la que niega la risa y la considera indigna de ocupar un lugar dentro de las obras «serias», dentro de las creaciones intelectualmente «aceptadas y valiosas». Como el mismo Eco nos hace notar, el poder no se ríe, o sólo lo hace con una mueca falsa, porque la risa es la expresión más auténtica de libertad.
Y si de risa hablamos, cuánto más podríamos decir del llanto. La literatura que excluye, nunca se permitiría acercarse al sentimiento y a la emoción verdaderos. Por eso desprecian la importancia del melodrama.
De un tiempo a esta parte, o tal vez desde su mismo origen, ha existido una fuerte oposición a los mecanismos emocionales que despierta el melodrama. Se les mira con sospecha, con recelo y con desprecio. Se les considera resortes fáciles de una emotividad barata y se reduce su uso y costumbre a escritos faltos de «seriedad» e insuficientemente «intelectuales».
Es necesario que recordemos que el melodrama es uno de los géneros más poderosos en cuanto a su capacidad de influencia y penetración en la sensibilidad de los seres humanos. Es el medio más eficaz para penetrar en nuestro interior y destruir las barreras que el temor racional impone. Es una forma perfecta para acercarnos a nosotros mismos y para preocuparnos por los demás.
En general, los lectores que han salido huyendo de los libros «incomprensibles e incomprensivos» buscarán en el melodrama la posibilidad de contacto con un personaje que les permita identificarse sentimental y emocionalmente. Si la manera «racional» e insensible de experimentar la realidad le impide al hombre identificarse con lo que les ocurre a los otros, los géneros literarios y cinematográficos que recurren a las emociones como base de sus estructuras aportarán la materia prima para poder hacer que la sensibilidad de los espectadores reaccione y se produzca la conexión. En ese sentido, es más fácil que una persona se sienta afligida por los problemas de un personaje ficticio creado en un género melodramático, a que se sienta conmovido por las guerras y las matanzas de la realidad concreta. Tal vez porque siente que las situaciones ficticias al terminar la película tendrán fin y las de la realidad no. En ese sentido es más fácil que un ama de casa llore con una telenovela en donde se aborda el problema de los campesinos a que lo haga por los indios de Chiapas. Ella siente que el problema de Chiapas está fuera de su control, que no puede hacer nada, y como la naturaleza de todos los seres humanos es básicamente compasiva, acude al melodrama para poder ejercerla.
En la interpretación budista, la auténtica compasión se basa en la aceptación o el reconocimiento de que los otros tienen, al igual que uno mismo, el derecho a vencer el sufrimiento. Si analizamos, [6!] la felicidad propia depende de la felicidad de los otros. Y la tristeza de la infelicidad de los demás. Cuando uno se ve empujado a aliviar el dolor de los otros, está actuando de manera compasiva. ¿Cuántas veces al día nos sentimos obligados a aliviar el dolor de nuestros seres queridos, de hacer que se sientan bien, que no pasen hambre ni frío? El verlos felices nos da felicidad. El saberlos sanos nos da paz. A su vez, la persona que recibe nuestras atenciones mejorará inmediatamente su estado emocional. Encontró una muestra de afecto, alguien le demostró amor, alguien se preocupó por él. Ese acto quedará registrado en la memoria como uno de los mejores y más satisfactorios para ambos. Pasará a formar parte de lo que se empieza a mencionar por los científicos como las huellas dactilares cerebrales. O sea, las imágenes y recuerdos que son totalmente personales y que nos pueden caracterizar a los seres humanos de la misma forma que las huellas dactilares.
La vida, finalmente, no es más que un cúmulo de recuerdos, de imágenes, de risas, de lágrimas, a través de los cuales adquirimos conciencia de lo que somos. Y ¿vale la pena vivirla? Definitivamente, sí. A pesar del sufrimiento, a pesar de la tristeza, a pesar del aislamiento en el que podamos a veces caer, pues precisamente en esos momentos es cuando nos preguntamos ¿cuál es el sentido de mi existencia? Y es ahí cuando aflora una sola voz en nuestro interior. Una voz callada, casi inaudible, que no se atreve a expresarse porque el resto del mundo le niega el derecho a afirmarse. Es en esos momentos de soledad, cuando el «ruido» del mundo queda fuera, que podemos escuchar a nuestra alma que nos dice que el único y verdadero valor es el amor. Sólo en la inactividad descubrimos que lo que nos mantiene con vida no es el recuerdo del coche que compramos, ni de los deberes cumplidos, ni del tiempo que pasamos realizando trámites burocráticos, sino la esperanza de hacer todo lo que no hemos hecho: decirle a la gente cercana lo que significa para nosotros, darle un abrazo a un amigo perdido, compartir una tarde de risas con nuestros hijos, mirar una lluvia de estrellas, dar un beso de amor a nuestra pareja, amar, amar, y amar.