I. LAS EMOCIONES Y SU ORIGEN PERDIDO
A pesar de que día a día experimentamos infinidad de emociones, nos es muy difícil definirlas. Las emociones se viven, se sienten, se reconocen, pero sólo una parte de ellas se puede expresar en palabras o conceptos. ¿Quién puede decir lo que sintió cuando vio morir a un ser querido?, ¿o cuando vio nacer a su hijo?
Es muy difícil tratar de encerrar en una palabra la alegría o la tristeza, pero no es así sentirlas a plenitud.
No hay ser humano que pueda vivir un solo día sin experimentar alguna emoción. No podría. Tendría que estar muerto. Porque la sensación de sentirse vivo no se produce con el simple hecho de abrir los ojos y mover el cuerpo, sino por la emoción que nos produce ver salir el sol, recibir un beso, oler la hierba recién cortada.
Si huelo, si como, si me acarician, si abrazo: recuerdo. Con el recuerdo vienen conceptos, ideas, imágenes. Por ejemplo, olemos la hierba recién cortada y decimos: ¡Mmmm, huele como los domingos de mi niñez cuando mi padre cortaba el pasto! Inmediatamente viene a nuestra mente la figura de nuestro padre, la del jardín de nuestra casa y nos emocionamos.
Con la emoción, nos vienen ideas: esos intentos de elaboración racional que buscan atrapar en un pensamiento o en una imagen aquello que hemos experimentado sensiblemente.
Posteriormente, surge el deseo de convertir en palabras la imagen que representa nuestra emoción, y si logramos hacerlo, la alegría que nos embarga puede ser tan grande que nos sentimos obligados a compartirla con alguien más. Desgraciadamente, en las ciudades se vive tan rápido que es imposible que una persona le pueda contar a otra todos los pensamientos que tuvo en un día. En algunos países, la pura intención de compartir emociones y pensamientos con otros se considera una falta de tacto, casi como una conducta antisocial o como un atentado contra el «sano» ejercicio de la competencia, es decir, de la individualidad. Algunas sociedades han hecho esfuerzos extraordinarios para evitar el contacto físico y espiritual de unos con otros. Se nos dice que la confianza y la cercanía nos vuelven vulnerables. En todo momento se promueve y se enaltece la desconfianza y se estimulan los más aberrantes extremos de individualismo, que en realidad no son más que máscaras patéticas de [2!] una sociedad «moderna» a la que le estorban las emociones.
Basta con que nos asomemos a las principales calles de las ciudades norteamericanas, por ejemplo, en las horas en que los empleados salen a tomar sus «alimentos», para que observemos que cada uno de ellos ocupa un sitio en alguna escalerilla bien pulida, frente a uno más de los muchos impecables rascacielos, mientras devora, más que come, una comida rápida, lo más pronto posible para no perder tiempo en la carrera por ser el «mejor», sin siquiera intentar volver el rostro para ver a los que lo rodean y sin preocuparle un comino lo que su compañero de junto piense o sienta. No le importa si está triste o no. Si necesita hablar o no. Si el bocado que tiene en la boca le recordó a su abuela, o a su hijo muerto en la guerra. Qué importa. No puede perder los pocos minutos que tiene para comer en intimidades.
Si usted pertenece a ese gran conglomerado de trabajadores, no se desaliente. Para su consuelo, aunque contara con el tiempo suficiente para escuchar todos los pensamientos de sus compañeros de trabajo, no podría, pues los seres humanos encontramos gran dificultad para compartir la multitud de pensamientos que somos capaces de emitir en las veinticuatro horas del día, no sólo por su enorme cantidad sino porque ni siquiera somos capaces de recordarlos todos, ya no se diga darnos cuenta de esa abundancia de pensamientos ¡siempre estuvieron acompañados por emociones!
[2!] Vivimos emocionados y pensando. Cualquier cosa que una persona mencione, cualquier frase dicha, desde un simple comentario, aparentemente inocente, hasta un pensamiento filosófico profundo, reúne dos condiciones: es la manifestación de un pensamiento, pero también la inevitable expresión de una emoción.
Por mucho tiempo [5!] hemos con siderado equivocadamen te que el pensamiento y la emoción eran cosas distintas que podían separarse. Que la mente del hombre funcionaba mejor sin la interferencia de estados emotivos, ¡como si fuera posible ignorar las emociones! Sobran ejemplos en la historia pasada y reciente que comprueban hasta dónde hemos sido capaces de llegar los hombres con tal de reducir la emoción a una categoría de primitivismo y compararla con una falta de desarrollo humano.
Si reflexionamos en los esfuerzos que hizo el Neoclasicismo europeo para evitar en casi todas las manifestaciones culturales la presencia del impulso emocional, o si nos ponemos a pensar en el empeño que han puesto las «Academias» para dictaminar y regir el flujo emocional del acto creativo y para censurar todo asomo de irracionalidad o emoción no «canonizada» por ellos, o si consideramos la violencia que ha desatado el gobierno chino, para acabar con toda forma de sensibilidad y emotividad cultural en el Tíbet, empezando por la destrucción de las manifestaciones artísticas y religiosas, por considerar que su contenido fuertemente emotivo pone en peligro la estructura monolítica de sus principios políticos, nos daremos cuenta de que la humanidad ha convertido la relación entre las emociones y el pensamiento en un hecho casi irreconocible.
Curiosamente poco antes de final del siglo XX y que tanto se ha empeñado en devaluar la emoción, es cuando se ha comenzado a hablar de eso que se llama la inteligencia emocional y se ha tomado conciencia de que el estado emocional de una persona determina la forma en que percibe el mundo. Esta afirmación no entraña ningún misterio si tomamos en cuenta que el cerebro funciona mejor con una correcta irrigación sanguínea, que el encargado de sostenerla es el corazón y que el funcionamiento del corazón está determinado en gran parte por las emociones. No late de la misma manera un corazón deprimido que uno gozoso, y por lo tanto, no envía al cerebro la misma cantidad de sangre. Por lógica, podemos deducir que un estado emocional altera y determina la forma en que el cerebro procesa la información que obtiene del mundo exterior. Todos sabemos que un cerebro sin irrigación sanguínea es un cerebro muerto. Lo que no tenemos muy claro es si un corazón risueño lo mantiene en mejor estado que un corazón disgustado. De ahí la importancia del conocimiento de las emociones.
Y ¿qué es una emoción? El diccionario nos dice que la raíz latina de la palabra emoción es emovere, formada por el verbo «motere» que significa mover y el prefijo «e» que implica alejarse, por lo tanto la etimología sugiere que [5!] una emoción es un impulso que nos invita a actuar
A actuar ¿cómo y cuándo? Eso lo determina el tipo de emoción. Con los nuevos métodos para explorar el funcionamiento del cuerpo y del cerebro, los investigadores descubren cada día más detalles bioquímicos y fisiológicos para explicar cómo es que una emoción prepara al organismo para una clase distinta de respuesta.
Desde que el hombre apareció en la superficie de la tierra, contó con dos sistemas que lo ayudaron en su labor de supervivencia: el Simpático y el Parasimpático. Se trata de dos sistemas primitivos, pero que hasta el presente nos acompañan y entran en acción no sólo en momentos de peligro, sino que desempeñan un papel importante en cada aspecto de nuestra vida diaria, minuto a minuto. Sin ellos no podríamos subsistir pues sucumbiríamos ante los retos externos e internos a los que nos vemos expuestos.
Ocurre, como regla general, que mientras más primitivo es un componente del Sistema Nervioso Central, menos dependiente es de las funciones cerebrales más sutiles y desarrolladas de la corteza. Tal vez ahí que el nombre correcto para llamar a este sistema primitivo sea el de Sistema Nervioso Autónomo. Aunque el Sistema Nervioso Central tiene cierto grado de influencia sobre la expresión del Autónomo, la mayor parte de sus reacciones son totalmente autónomas y es por esto que los seres humanos pasamos trabajos para controlar la manifestación espontánea de nuestras emociones.