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La zona más primitiva del cerebro es el tronco cerebral que rodea la parte superior de la médula espinal y que regula las funciones vitales básicas del ser humano, como son la respiración y el metabolismo. A partir de esta raíz cerebral surgieron los centros emocionales y millones de años más tarde, a partir de esas áreas emocionales, evolucionó el cerebro pensante o «neocorteza». Es importante reflexionar en torno al hecho de que el [2!] cerebro «pensante» surgió del «emocional», pues nos revela que el cerebro emocional existió mucho tiempo antes que el racional. Sin embargo, ¿qué fue primero, la gallina o el huevo?, ¿el pensamiento o la emoción?

Por ejemplo, cuando nos vemos expuestos a una situación de peligro donde está en juego nuestra vida, no nos detenemos a pensar «necesito producir adrenalina para salir de ésta», el sistema nervioso actúa por nosotros poniendo a funcionar de forma automática ya sea el sistema Simpático o el Parasimpático, dependiendo de la forma en que queramos encarar la situación: enfrentándola o huyendo.

Cuando el terror es muy grande, nos paraliza por completo y nos deja incapacitados para luchar. En ese caso, lo más probable es que perdamos el control de nuestros esfínteres, pues nuestro estado psicológico pone a funcionar el sistema Parasimpático. Una vez que hemos orinado o evacuado, tal vez lo que provoquemos en nuestro enemigo sea lástima y puede que nos deje en paz, y si no, nuestra relajación muscular al menos reducirá el dolor que nos pueda provocar el ataque.

Ahora bien, si ante el mismo estímulo, una persona en lugar de huir decide enfrentar el problema y atacar, ocasionará que el sistema Simpático entre en acción. Aparentemente sólo tenemos dos opciones: atacar o huir. Dependiendo de la reacción que elijamos, vamos a terminar con la boca seca o con los pantalones mojados. Bueno, nunca es así de simple, pero este ejemplo nos servirá para mostrar las diferencias entre un sistema y otro.

Cuando una persona se decide a atacar generalmente lo que el sistema Simpático provoca es lo siguiente:

1) Como el cerebro necesita pensar de una manera más clara y rápida que en circunstancias normales, las arterias que llevan sangre al cerebro se dilatan al máximo para permitir que la irrigación sanguínea se incremente de manera sustancial.

2) El ritmo cardíaco se incrementa para poder responder a la demanda metabólica del cuerpo. No sólo tiene que enviar sangre al cerebro sino a los músculos de todo el organismo, para que estén en condiciones óptimas de correr o de golpear al enemigo. La sangre que cotidianamente circula por las venas no es suficiente en estos casos, se necesita un tipo de torrente sanguíneo mejor oxigenado y que contenga una cantidad extra de los nutrientes necesarios para mantener una respuesta metabólica adecuada. El más importante de estos nutrientes es el azúcar. Con más oxígeno y más azúcar en la sangre, el cerebro y los músculos pueden hacer maravillas.

3) A fin de tener más oxihemoglobina, las vías respiratorias se dilatan al máximo permitiendo que la capacidad vital -la cantidad de aire que entra y sale de los pulmones cada minuto- crezca todo lo que sea necesario para que un individuo pueda con el reto que tiene que enfrentar. La respiración, pues, se hace más profunda y rápida durante una descarga simpática, dando como resultado una respiración agitada por nariz y boca.

4) Con el objetivo de poder ampliar el campo visual, la pupila se dilata, permitiendo al individuo ver con más claridad todo lo que le rodea, ya que en una situación de peligro es importante ver mejor, pensar más rápido y estar capacitado para desplazar el cuerpo de forma veloz.

5) El hígado, por su parte, también desempeña un papel fundamental, pues es el encargado de convertir rápidamente carbohidratos complejos y grasas en glucosa, para lo cual recibe una dotación extra de sangre. A esto se debe que algunos individuos bajo una situación de estrés crónico sean más susceptibles que otros a desarrollar la diabetes.

Todas estas reacciones en cadena se suceden sin que podamos impedirlo y muchas veces ni siquiera tenemos conciencia de lo que pasó dentro de nuestro cuerpo. Si alguien nos pregunta, horas más tarde del incidente, oye, ¿qué te pasó?, a lo más que llegaremos es a expresar «pasé por un gran susto», pero nunca diremos «fijate que, como me asusté, envié sangre a mis músculos para poder correr y mi hígado convirtió carbohidratos complejos en glucosa», y mucho menos a la conclusión de que un pensamiento y una emoción crearon química dentro de nuestro organismo sin que lo pudiéramos controlar.

¿Qué es lo que determina que una persona tenga control sobre su sistema nervioso autónomo y otra no? ¿El nivel socioeconómico? Lo dudo. ¿El grado de estudios? Puede ser. ¿El desarrollo espiritual? ¡Ojalá! ¿O una combinación de los tres? No lo sé. Pero conozco personas que pueden controlar sus emociones de una forma sorprendente, aunque desafortunadamente son las menos, y salvo que se trate de un individuo con un alto grado de desarrollo espiritual, en la mayor parte de los casos [2!] el control resulta ser una forma patológica de reprimir la libre expresión de nuestra condición humana, que provoca graves trastornos y deterioros físicos y psicológicos.

Si bien es cierto que la emoción es una energía que nos impulsa a actuar, en algunos casos esa «acción» implica contradictoriamente una parálisis. Por ejemplo, una persona deprimida puede convertir el impulso de sus emociones en formas dramáticas de inmovilidad. Sin embargo, es innegable que la depresión es el resultado de un proceso emocional que tiene un impulso activo auténtico. Se puede decir que la depresión es una concentración de impulsos de acción aplicada en sentido inverso. Dicho de otro modo, se necesita de un fuerte impulso emocional para poder mantener el nivel de inmovilidad que una depresión severa produce.

Como vemos, una emoción puede tener el poder destructor del rayo o puede ser el suspiro más tranquilo y vivificador que un ser humano pueda experimentar. Nuestro cuerpo está acondicionado para sentir los dos tipos de reacciones y eso depende de cada individuo: [5!] una emoción puede ser experimentada por uno como un rayo y por otro como un suspiro. Uno como un estímulo que mata, que daña, que provoca que el hígado funcione mal, que afecta a la vesícula, que hace que la persona se ponga nerviosa y no pueda expresarse claramente, y otro, como un río que resfresca, que anima, que provoca una sonrisa en cada uno de los órganos del organismo con los que hace contacto.

Aparentemente existe una «filosofía» emotiva que influye en el estado corporal. Todo depende de lo que uno pensó en el momento de recibir un estímulo para que el resultado emotivo sea distinto. Por ejemplo: dos personas se enteran de la muerte repentina de alguien. Una de ellas era su hermana y la otra sólo la conocía superficialmente. La hermana piensa que es una desgracia que el hermano se haya muerto en estas condiciones y la otra persona piensa que está bien que haya descansado. La primera tendrá dificultades para aceptar el fallecimiento y el cuerpo reaccionará en consecuencia. La segunda aceptará el hecho y no sufrirá ninguna consecuencia.

Cada vez que un ser humano se niega a aceptar una emoción que ya nació, que surgió como reacción natural y no elegida, que brotó porque no hay tiempo ni forma de andar escondiendo emociones, ya que forman parte del «contratiempo» de andar escuchando, mirando y tocando, se altera todo el funcionamiento de su cuerpo. Todo consiste en lo que opine, así de simple y así de complicado. Si una persona opina que la flor que le acaban de regalar es desagradable y se molesta, modifica un poco el funcionamiento de su hígado y otro poco el ritmo de su corazón. Si el pensamiento persiste, la incomodidad aumentará hasta enfermarlo. En cambio, si a pesar de que nos desagrada la persona que nos regala una flor, aceptamos la flor sin discutir, convertimos la flor en flor interior.