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Si uno tuviera la paciencia de no discutir con uno mismo la emoción que está sintiendo ni de clasificarla en buena o mala, [2!] la emoción produciría sin reservas la reacción adecuada. El golpe, en el caso de la ira, el llanto en el caso de la tristeza, o la risa en la alegría. Sin embargo, lo que la persona acepta y reconoce como emoción y le hace decir estoy triste o estoy enojado, no es más que el resultado de una cadena de reacciones, que a su vez generan otra cadena de reacciones. Dicho en otras palabras, lo que hago me produce una emoción determinada y esa emoción, me provoca una acción.

A mi ver, si las emociones tuvieran cuerpo y las pudiéramos cortar con la ayuda de un bisturí, descubriríamos que debajo de ellas hay tres capas perfectamente definidas:

A) Es la base y está formada por la esperanza que todos los seres humanos tenemos de sentirnos mejor, por la búsqueda del bienestar.

B) Encima de la esperanza está todo lo que el ser humano quiere. Estos «quieros» no son otra cosa que sus deseos, sus necesidades, sus metas en la vida.

C) Por último se encuentran las capacidades y las habilidades que el hombre tiene para lograr lo que quiere. Todo aquello que «sabe» a nivel consciente que puede realizar. Puede ser el caso que él quiera ser bailarín, pero «sabe» que no tiene ritmo.

Por ejemplo, yo quiero sentirme mejor y decido ir a comer a casa de mi madre pues ella prepara un puchero como nadie. Yo quiero comer ese puchero, aunque estoy consciente de que sólo puedo comer un plato pues por las noches se me dificulta la digestión. Cuando llego a su casa y como el plato de puchero experimento mucha felicidad. Si analizamos esa alegría nos vamos a encontrar los elementos A, B y C amalgamados en una sola unidad. Los tres forman un conjunto de realidades que laten al mismo ritmo: el «deseo sentirme mejor», el «quiero» y el «puedo» dan como resultado una emoción, en este caso placentera.

Pero ahora voy a dar un ejemplo contrario: Un hombre va caminando por la calle. Tiene el mismo deseo de ir a comer a la casa de su madre. De pronto lo sorprende un perro rabioso y lo muerde. El hombre grita desesperado. Acuden en su ayuda algunas personas y le quitan el perro de encima. El hombre experimenta simultáneamente susto y dolor y los clasifica como cosas desagradables. Ahí, tirado en el piso, se siente como un pájaro sin alas, sin fuerza y sin saber cómo combatir. No sabe que desde que el perro apareció y lo mordió la base A se empezó a transformar y en lugar de repetir «tengo la esperanza de sentirme mejor» comenzó a decir «me siento mal». ¿Qué pasa en la fase B? ¿En el «yo quiero»? Pues que el individuo se empieza a lamentar de todo aquello que ya no puede hacer: ya no va a comer en casa de su madre, tal vez tenga que ir al hospital, ya no podrá regresar al trabajo, o asistir a un baile o a lo que sea. Por último, en la fase C la persona llegará a la conclusión de que no pudo reaccionar correctamente. Se culpará por haber elegido precisamente esa calle para transitar, el no haber dado una patada en el hocico al perro, el no haberlo visto a tiempo y todo esto se va a convertir en el «no supe» o «no sé».

La negación de la habilidad en la C, la negación de obtener lo que se quiere en la B y la negación de la posibilidad de sentirse mejor en la A van a dar como resultado una emoción ya sea de desesperación, de ira o de violencia. Si, por el contrario, el hombre hubiera dicho -acepto el dolor, acepto la sangre y no me opongo a lo que está pasando- y se hubiera mantenido en esa actitud de aceptación, se hubiera creado una emoción totalmente diferente, pues el pensamiento, como ya lo hemos dicho, crea química dentro del cuerpo humano. Al aceptar la experiencia hubiera encontrado paz y hasta hubiera terminado comprendiendo al perro. Se hubiera ubicado muy por encima del concepto de si el perro era bueno o malo, si estaba enfermo o no y al pasar el tiempo recordaría ésa como una buena experiencia, pues todo aquello de lo que se puede hablar sin que cause un efecto desagradable se convierte en positivo.

Es muy interesante analizar las emociones desde esta óptica, pues al analizar los componentes A, B y C de cada emoción podremos descubrir cuáles son las esperanzas, los sueños, los «quieros» y los «puedos» de las personas que nos rodean, ampliando con esto nuestra capacidad de comprensión y de aceptación de los demás. Sabremos, también, la razón por la que el vecino quiere comprar tal automóvil o por la cual nuestra amiga se hizo una liposucción, o el motivo por el que nuestro sobrino le teme a las arañas, o por el cual les molesta a los críticos el éxito de la literatura escrita por mujeres.

El análisis de las emociones es vital para un mejor conocimiento del ser humano. Si llegamos a comprenderlas y aceptarlas adecuadamente tal vez lleguemos a la misma conclusión que muchos sabios antes de nosotros.

Ya los antiguos griegos construyeron un gran altar a los pies de la Acrópolis de Atenas dedicado a las Eerinas, las llamadas Furias vengadoras de la sangre. Al hacerlo, convirtieron a esas diosas terribles en las Euménides, las bienhechoras. Lo hicieron una vez que aceptaron el valor del pasado, el origen primitivo de las emociones y supieron darles un lugar dentro de su mundo civilizado y racional. El templo de las Euménides es tan grande e importante como el de la Sabiduría: el Partenón de Atenea. Dándole a cada uno su lugar, los griegos expresaron su profunda percepción de la realidad humana y con ello cumplieron la máxima délfica que invitaba al verdadero crecimiento: «Conócete a ti mismo.»

II. LA PALABRA Y LA IMAGEN COMO GENERADORAS DE EMOCIONES

¿Qué es lo que nos lleva a sacar una foto del cajón de los recuerdos? ¿O a leer la primera carta de amor que recibimos? ¿O a buscar en el baúl de los recuerdos la rosa marchita que nos dieron en aquel baile inolvidable? ¡El deseo de revivir una emoción! El deseo de volver a sentir el mismo amor. Los recuerdos de tipo material pueden envejecer. Llegamos a gastar tanto las cartas que a veces se empiezan a deshacer en nuestras manos, pero las imágenes en nuestra mente, no. Ésas quedan intactas. Lo mismo que las emociones. Ahí están tranquilas, al lado de nuestros recuerdos, dispuestas a ayudarnos a vivir nuevamente. Esperando la orden de ¡acción! para llenar nuestro cuerpo de alegría. Para poner en circulación la sangre, para proyectar en la mente nuestra primera entrega amorosa. Y volvemos a sentir como si lo estuviéramos experimentando en ese mismo instante el contacto con otros labios, con otra piel, con otra saliva, y puede que hasta nos sonrojemos. Uno siempre busca repetir una experiencia a través de las imágenes y las palabras.

Desde Aristóteles hasta los investigadores modernos, coinciden en que hay una tendencia natural del hombre a [2!] aprender por medio de la imitación. Se ha descubierto que cuando una persona observa el rostro sonriente de otra, tiende a repetir el mismo gesto. Algunos lo atribuyen al hecho de que mediante la mímica motriz podemos apropiarnos del humor ajeno.

A mi ver, no sólo se trata de una imitación. Cuando estamos cerca de una persona sonriente, nos vemos contagiados por su emoción. Se puede decir que las emociones forman parte de un sistema de impulsos eléctricos que atraviesan cada una de nuestras células. Una emoción es energía en tránsito, energía que se desplaza y desde esa óptica, ¿qué le impide salir de los límites del cuerpo que la produce para internarse en los de otra persona? Esto, aparte de sonar un poco erótico, nos habla de que existe el intercambio de emociones. Que la emoción, vuelta energía pura, puede ser materialmente transmisible a través de impulsos eléctricos. En ese sentido, el estado emotivo de un ser humano influiría radicalmente en su entorno. De la misma forma en que todo lo que vemos, escuchamos, tocamos, comemos, entra en nuestro cuerpo y nos impulsa a actuar. Un olor desagradable nos invita a alejarnos de una comida en descomposición, y por el contrario, un aroma sugestivo nos invita al acercamiento, a la caricia, al placer. Un situación de peligro nos empuja a luchar o a huir. En el fondo siempre vamos a tener [5!] dos opciones: acercarnos o alejarnos. Sentirnos bien o sentirnos mal. Vivir o morir. Y ése es el gran dilema. El problema de fondo.