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Sin embargo, algunas veces, en lugar de alejarnos de aquello que nos daña, nos acercamos. ¿Qué es lo que nos conduce a actuar de esa manera? Una idea inoculada en el fondo de nuestra mente en los primeros años de nuestra vida. Una idea más fuerte que el poder de supervivencia. La idea de que no somos lo suficientemente buenos. La creencia de que no nos merecemos otra cosa que el mal trato, en otras palabras, tener una baja autoestima. De otra forma no es posible explicar por qué una persona en su sano juicio viviría al lado de una pareja que la humilla constantemente. Y en el terreno de la sociología sería interesante analizar cuál es el motivo que conduce a una sociedad a contaminar el agua del río donde bebe. O a destruir sus reservas ecológicas. ¿Se puede hablar de una nación o de un grupo social con baja autoestima y con deseos de autodestrucción? ¿Que no se dé cuenta del peligro que corre como especie? ¿Y que actúe de manera irresponsable y ciega aun en contra de uno de los más fuertes instintos?

Porque desde el momento en que nacemos sabemos que nuestra vida puede terminar de un momento a otro. Y la incertidumbre frente a lo desconocido nos provoca una inseguridad. No se puede negar que tras una emoción intensa provocada por una situación de peligro, siempre aparece el pensamiento que nos dice «esto me pudo haber destruido». ¡Qué susto pasé!». El instinto de supervivencia es uno de los más fuertes en todas las especies.

Desde la época de las cavernas los hombres primitivos trataron de representar en imágenes todo aquello que daba sentido a su vida, que les ayudaba a comprender el mundo, para responder a una pregunta básica: ¿qué hago yo aquí? ¿cuál es el sentido de mi existencia? Yo pienso que desde el mismo momento del nacimiento uno tiene ese mismo interrogante. [2!] Pero para encontrar la respuesta uno tiene que vivir. Y para mantener la vida uno tiene que enfrentarse día con día a los retos que ésta nos ofrece. Para un hombre primitivo, el dominio de su medio ambiente era primordial para lograr mantener la vida. Las emociones como la ira o el miedo le eran de gran ayuda, pues lo pertrechaban tanto en la lucha como en la huida. Si acaso se enfrentaba al contrincante y salía triunfador del combate, era fundamental transmitir su experiencia a los demás miembros de su clan, para que ellos obtuvieran también el beneficio de saber cuál era la mejor forma de cazar o de obtener alimento, pues antes el bienestar común era el bienestar individual y viceversa. Mientras más miembros tuviera una tribu, mayores eran las esperanzas de vida de la especie humana. Un miedo en común era una meta común.

Por eso era tan importante repetir todo aquello que funcionaba. Si un golpe en la base del cráneo mató a un lobo salvaje, la próxima vez que se encontraban con uno procuraban asestarle un palo en el mismo sitio. Si un gesto de la mano ahuyentaba a una mosca, pues venga, a repetirlo. Era importante recordar los gestos y las acciones efectivos para conservar lo más importante: la vida. Aquel que más información tuviera, era más valioso para el grupo, se convertía en líder natural.

¿Se imaginan el desconcierto que la muerte de un gran líder podía ocasionarles? ¿A qué lugar iban los muertos? ¿Dónde quedaba toda la experiencia acumulada? ¿Se moría con él? No lo podían permitir, tenían que continuar repitiendo sus mismos gestos, sus mismas palabras, su misma risa para mantener viva la experiencia colectiva, para hacer perdurar la memoria de la tribu.

El deseo de conservar la vida, de mantener en perfecto estado todo aquello que se consideraba valioso, de inmortalizarlo, tal vez fue el motor que impulsó el surgimiento del arte. Si nos paramos frente a una pintura rupestre, no sólo veremos la representación de lo que otros ojos vieron miles de años atrás y que quisieron compartir con nosotros, sino lo que desde su punto de vista consideraron importante preservar. Ése es uno de los aspectos que más me interesan del arte. Por un lado, el deseo de inmortalizar, y por el otro, el de compartir. Ante la certeza de que una flor se marchitará, existe la posibilidad de pintarla, de crear un mito alrededor de ella para que siempre viva en la memoria colectiva, para que su olor llegue a las generaciones futuras con la misma intensidad que en el presente.

En el capítulo anterior hablé de la posibilidad de analizar las esperanzas, los «quieros» y los «puedos» contenidos en una emoción. Lo mismo sucede con cualquier obra artística. Si pudiéramos sacarle una radiografía emotiva, nos revelaría cuál fue el estado emocional de la persona que la realizó y, por consecuencia, cuáles eran sus deseos, sus miedos, sus conocimientos, las técnicas y utensilios que conocía y su habilidad [5!] para convertir todo un caudal de emociones en imágenes, en sonidos, o en palabras con la intención de encontrarle un sentido a la salida del sol, de la luna, a la luz de las estrellas, al agua de los ríos, al viento, al rayo. El deseo de trascender la muerte nos habla al mismo tiempo de la inseguridad que se tiene en la vida eterna. Una persona convencida de que la extinción del cuerpo y la del alma son la misma cosa, buscará a toda costa la manera de ser nombrado, de crear una obra que lo haga permanecer en la memoria colectiva, de obtener fama. De seguir vivo. Tal vez por eso la representación del verde nos da tanta tranquilidad, pues uno lo relaciona con el florecimiento de la vida. Y quizá por lo mismo, el hombre equivocadamente encontró en el oro la representación de lo duradero, de lo que no se gasta ni se transmuta ni se oxida, ni desaparece y empezó a acumularlo como una forma de conservar la vida.

Pero en general hay dos grandes corrientes de artistas, la de los que escriben, o pintan o fotografían con la intención de capturar la realidad tal y como es, para guardar memoria de lo que somos, de lo que nos ha pasado, y otro tipo de artistas que interpretan esa realidad, que la representan en imágenes o situaciones que más tarde ponen ante nuestros ojos con la intención de amplificar aspectos de la realidad que no percibimos o que no queremos ver. En ambos casos [3!] las obras artísticas son las representaciones de un pensamiento, pero también de una emoción. Cada imagen representa un esfuerzo humano para hacer coincidir estados emotivos del pasado con sensaciones que se reconstruyen en el presente por medio de la evocación. [1!] Cada imagen es memoria. Cada parte constitutiva de la imagen representa pedazos de vida pasada concentrados en el presente. La imagen es nuestra necesidad de recordar para no olvidar.

Aristóteles, en su Arte Poética, al tratar de explicar racionalmente los mecanismos que permitían al hombre construir una creación ficticia de la realidad, expresada en forma de imitaciones, distingue claramente tres maneras en que se puede realizar la mímesis: