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1) Imitar un objeto con elementos que son de la misma naturaleza que los del objeto imitado, por ejemplo, cuando se imita el sonido de un pájaro a través de un silbido o por medio de un instrumento musical de viento.

2) Imitar objetos de distinta naturaleza. Porque podemos imitar de la misma manera y con los mismos resultados ya sea a un pájaro, a un bisonte o a otro ser humano. 3) Imitar objetos no de manera literal sino dando una versión deformada o alterada de ellos. Esto quiere decir que podemos pintar un bisonte con un tamaño más pequeño que el de un hombre, o un pájaro con tres ojos. Cada una de estas formas de imitación corresponde con los mecanismos a través de los cuales los seres humanos fueron capaces de desarrollar imágenes.

Por otra parte, Aristóteles nos declara que [2!] esa tendencia imitativa le permitió al hombre distinguir los objetos y aprenderlos. Y por medio de la distinción tomar conciencia de su propio ser. En ese sentido, el fenómeno de transmisión de emociones a través de signos faciales pudo ser el modelo que sirvió de referencia para producir imitaciones por medio de imágenes fuera del cuerpo. No es impropio pensar que el ser humano vivió un proceso de desarrollo que empezó con la expresión muscular de sus emociones, siguió con la necesidad de manifestar esas mismas experiencias por medio de imágenes, y terminó con la aparición de un punto intermedio entre imagen y gesticulación emotiva: la palabra.

La expresión de los estados emotivos permitió al hombre primitivo establecer un sistema de comunicación eficaz dentro y fuera del grupo. Es probable que el líder de una tribu expresara su autoridad por medio de gestos, que los cazadores anunciaran la cercanía de la presa a través de una seña con la mano, o que el miedo común a la oscuridad se manifestara con gruñidos siempre idénticos. De la imagen física de la emoción a su expresión en palabras no habría más que un paso.

Es obvio pensar que la articulación de palabras fue el resultado del sonido que provocó una emoción, y que a partir de entonces se identificaría con un estado del alma. Y así, las palabras y las imágenes se reprodujeron a sí mismas. De cada sonido original que designaría al miedo, por ejemplo, se desprendieron otros sonidos afines para precisar diferentes matices de la percepción del temor.

Mientras más avanzada la historia de la humanidad más lejos quedamos de aquellos impulsos originales que propiciaron la formación de palabras. Sin embargo, el fondo de una de ellas sigue conectado con la emoción primigenia que las produjo, a pesar de nuestra necedad racional.

En ese orden de ideas, pronunciar una palabra sigue significando invocar una emoción pretérita, que sigue generando un grado específico de tensión muscular en el cuerpo de quien articula esos sonidos. Sólo los grandes poetas han sido capaces de desentrañar los misterios ocultos de la raíz emocional de las palabras. Porque más allá de las etimologías, la palabra encierra otras voces. ¿Cuánta descarga emocional se producirá en nuestro ser al pronunciar la palabra paz o la palabra amor? ¿Cuántas y cuáles emociones puede despertar la pura repetición de un poema de san Juan de la Cruz, de Dante, o de sor Juana Inés de la Cruz? ¿Cuántas emociones diversas puede provocarnos una palabra de amor susurrada al oído? ¿Cuánta amargura puede dejarnos una frase hiriente?

De hecho, si nos detuviéramos a considerar el poder invocador que tienen las palabras, tendríamos que hablar forzosamente de la Cábala.

La Cábala, como su nombre indica, era una tradición. Esa tradición se sustentaba en la idea de que Dios había transmitido su presencia por medio de un Nombre susurrado a los oídos de Moisés. Esa palabra contenía la verdad y el sentido de las cosas, era el Dios mismo. Siguiendo una tradición secreta, el Sonido aquel fue aprendido sólo por iniciados a través de muchas generaciones. Sin embargo, según los postulados de esa tradición, el Nombre se perdió y hubo que compensar su ausencia con un sistema de búsqueda que mezclaba el poder de las palabras con el conocimiento de los números y sus combinaciones secretas: la Cábala.

¿No sería maravilloso que ese Nombre perdido fuera la palabra amor? ¿Que lo que pasó fue que Dios, en el momento de la Creación, experimentó un gran amor y que esa energía quedó impregnada en cada planta, animal o materia orgánica que forma el universo? Si eso fuera cierto, tal vez lo que Dios le dijo a Moisés en el oído fue que para sentir la presencia divina bastaba con experimentar amor. ¿No sería sensacional descubrir que todos estamos dotados de ternura, de esa capacidad para dar y recibir amor y que la ejercemos invariablemente en el momento de emocionarnos con todo lo que vemos, tocamos, oímos o saboreamos? ¿Vivimos tan confundidos que no nos damos cuenta de que día con día llenamos nuestros pulmones de pedacitos de comprensión y amor de altísimo nivel?

En fin, explicado de otra manera, el poder de invocación que tiene la palabra funciona como los números telefónicos. Si queremos entrar en comunicación con determinadas personas sólo tenemos que marcar la combinación de números correcta. De la misma manera, una cierta combinación de letras forma una palabra que nos conecta con un mundo de emociones y significados. Casi todas las fórmulas mágicas sostienen la idea de que las cosas en el Universo están sometidas a la determinación de sus correspondencias. Es decir, que la materia está ligada con una realidad espiritual, con un astro, con un metal, con una planta, con uno de los cuatro elementos, con una manifestación angélica y finalmente con Dios.

En ese sentido, [2!] la palabra es la clave de una correspondencia misteriosa, la llave para abrir la puerta del mundo de las verdaderas significaciones. El conocimiento de las palabras mágicas le permite al mago descubrir el poder interior de las cosas. De ahí la importancia de pronunciar correctamente «Abracadabra». Si nos equivocamos al deletrearla o nos olvidamos de una de las letras que forman la palabra, la fórmula mágica no surtirá efecto y la puerta que queremos abrir quedará cerrada para siempre. Por eso es innegable la importancia que tuvo la memoria en las épocas históricas en las que el ser humano no dependía de la escritura para fijar sus ideas y conocimientos. Y no sólo me refiero a la etapa primitiva en que el hombre no había desarrollado la escritura, sino a esas muchas otras épocas, que siguen existiendo ahora mismo en muchas partes del mundo, en que la población no sabía leer ni escribir, o que sabiéndolo no lo hacía y que su comunicación con el pasado dependía íntegramente de su capacidad de memorizar por medio de imágenes los datos transmitidos de boca en boca.

Si pensamos en el Renacimiento europeo, por ejemplo, o en la última etapa de la Edad Media, cuando grandes grupos dependían de su capacidad de memoria para manejar datos indispensables en la vida cotidiana, ya fueran de orden moral, social o religioso, necesariamente tenemos que hablar de los mecanismos y técnicas que se desarrollaron para estimular el «Arte de la Memoria». Recordemos, para hablar sólo de dos casos, esos fenómenos culturales que representan la necesidad medieval de recordar: los cantos gregorianos y las catedrales góticas. Cada uno de ellos, verdadero monumento a la memoria, construido a base de imágenes y palabras.

Conviene aclarar que el ejercicio de la nemotecnia no era sólo para aquellos que no sabían leer y escribir sino particularmente para los que requerían conservar una gran cantidad de datos frescos en la memoria, especialmente para quienes se dedicaban a cultivar las formas más elevadas de estudios filosóficos o mágicos.