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Casi todas las formas de nemotecnia sugieren que la [5!] relación entre la imagen y la memoria es indisoluble para colocar ahí secuencias de palabras, de objetos o de personas. Por ejemplo, dentro de un espacio que vamos a nombrar «rayo», guardamos las palabras perro, María, piano. Una vez que cada uno de ellos ha sido colocado en ese «espacio» particular, bastará evocar el nombre de «rayo» para que las cosas ahí guardadas, o sea las palabras perro, María, piano, vengan a nuestra mente y vuelvan a tener presencia efectiva.

De la misma manera se graban eventos en nuestra mente. Ejemplo: una tarde lluviosa Pedro conducía un automóvil por el centro de la ciudad y tuvo un accidente de tráfico en el que perdió la vida su hijo. Esto le ocasionó una fuerte depresión. Todo el evento queda amalgamado dentro del mismo «espacio» en la memoria, de manera que si vuelve a transitar por la misma esquina del accidente recordará a su hijo, al choque, y automáticamente la depresión lo acompañará toda la tarde. O puede ser que vaya conduciendo su automóvil muy lejos del lugar en el que tuvo el accidente pero empiece a llover: la lluvia bastará para hacerlo entrar en contacto con el «espacio» en la memoria y revivir la dramática experiencia.

Volvemos al primer postulado: el ser humano convierte en imágenes sus emociones. Desde los códices mexicanos hasta los emblemas europeos expresan la idea de que cada imagen contiene memorias y, por lo tanto, provoca en nosotros una infinidad de sentidos ocultos, de emociones dormidas.

[2!] Una imagen funciona como detonador de emociones sólo si se conecta con el mundo de creencias de una persona, con la opinión que tenga de sí misma o con su memoria emocional. Por ejemplo, si relacionamos el sabor de la leche materna con la vida y con el amor, de grandes buscaremos alimentos que tengan esa misma cantidad de grasas cada vez que necesitemos sentirnos amados. Pues el hombre constantemente está buscando la manera de cambiar para sentirse mejor, y para ello recurre a lo conocido, a lo ya experimentado, a lo que le ha dado buenos resultados.

En conclusión, imágenes y palabras no deben perder su cualidad de mediadoras entre el presente y el pasado, entre nuestra racionalidad y nuestras emociones. Porque son el vínculo más profundo y estrecho entre lo que sabemos y lo que reconocemos de nosotros mismos. Porque generan emociones que se convierten en nuevas imágenes y palabras. Porque crean memoria en quienes las ven o las escuchan. Y de nosotros depende que cuando nos recuerden lo hagan con alegría o con tristeza. [5!] Que las palabras que pronunciamos sanen o lastimen.

III. EMOCIONES QUE SANAN Y EMOCIONES QUE ENFERMAN

Dentro del medio científico es aceptado que una persona que presencia un asesinato o que sufre una fuerte impresión de tipo emocional puede quedar ciega o sorda, pero no que podría sanar con sólo cambiar su patrón de pensamiento.

Se tiene conciencia del daño psicológico que puede ocasionar una discusión familiar, la falta de afecto o un sentimiento de inferioridad, pero no del poder curativo que una frase repetida varias veces al día nos puede proporcionar. Sin embargo, no podemos negar ni que los pensamientos negativos afectan y causan daños graves en nuestro organismo ni que una oración pronunciada con fe a veces logra respuestas milagrosas en los enfermos.

Vivimos en un Universo en constante cambio. Minuto a minuto, nacen y mueren estrellas, tormentas, arco iris, nubes, plantas, animales, seres humanos, pensamientos y… emociones. Aceptamos que el viento puede mover una nube de lugar porque lo estamos viendo, pero no que un pensamiento o una emoción, como le quieran llamar -porque, como hemos visto anteriormente, la diferencia entre ambos no es tan lejana como se había considerado-, crean reacciones físicas y químicas dentro de nuestro organismo. Aceptamos la salida del sol y de la luna, sabemos de su poder, de su influencia, incluso les rendimos tributo, pero no alcanzamos a comprender lo que nos puede beneficiar el nacimiento de una sonrisa en nuestro corazón.

Sin embargo, ya que todo en el Universo cambia, esperamos que la tristeza, que la depresión, que el sufrimiento terminen de un momento a otro, que se eclipsen, que se desvanezcan como nubes empujadas por el viento, sin darnos cuenta de que nosotros mismos somos los agentes del cambio. Que la fuerza de una alegría puede ahuyentar el dolor o al menos hacerlo más llevadero.

No nos damos cuenta porque la mayor enfermedad de nuestra época es la depresión y el mayor mal la angustia. Y su influencia, como negros nubarrones, nos ensombrece el alma y el entendimiento.

Ese terrible mal, que aqueja a millones de personas, tiene el poder de encogernos el corazón, pues cuando uno está deprimido, todo el organismo se contrae. Nuestra capacidad de actuar, de pensar, de gozar, se reduce a su mínima expresión. Estarán de acuerdo conmigo en que la vida moderna que se lleva en las grandes ciudades en nada colabora para ensanchar nuestro espíritu. Nos impone en todo momento grandes exigencias y agudiza aún más la sensación de ahogo. Diariamente hay que luchar a brazo partido por un espacio en el metro, en el estacionamiento, en los restaurantes, en los cines. Hay que soportar el ruido de los automóviles, de las fábricas, de las radios a todo volumen. Hay que llegar al trabajo en medio del tráfico, lo más rápido posible y al mismo tiempo que se cuida la cartera, se evitan los accidentes, se escapa de los asaltantes, para finalmente cumplir con un horario y poder cobrar un sueldo a fin de mes. Con todo esto, las grandes ciudades se han convertido en el mejor caldo de cultivo para las tensiones. Para mantener la tensión muscular de un órgano o de un músculo se requiere de mucha energía. Podríamos decir que cada músculo tenso es, al igual que la gota que cae de un grifo mal cerrado, una fuga constante de energía que nos produce cansancio, adormecimiento, sueño. El estrés, entre otras cosas, ocasiona la contracción y el endurecimiento de los órganos internos, y dificulta su funcionamiento. Les pone una camisa de fuerza que no los deja trabajar. Al contraerse provocan que la membrana que los cubre se les adhiera totalmente y los imposibilite para expulsar el calor y las toxinas que guardan en su interior.

Normalmente, el calor que un órgano produce mientras trabaja es expulsado del cuerpo a través del esófago. Este largo tubo funciona como la chimenea de una fábrica, dejando salir el aire caliente. A temperaturas bajas, podemos observar claramente la salida de vapor por nuestra boca mientras hablamos. Ahora imaginen lo que pasa cuando el silencio y la soledad nos obligan a mantener la boca cerrada. Cuando aparte de esto, el estrés obliga a nuestra maravillosa maquinaria interna a trabajar a marchas forzadas para cumplir con su labor de purificación, de transformación y de mantenimiento de todo nuestro cuerpo. La imagen más apropiada sería la de una olla express a punto de explotar. De hecho, dicen que el corazón de una persona que murió de un infarto parece como si lo hubieran cocinado.

Como vemos la simple emisión de un sonido y su correcta vocalización nos puede evitar muchos males. En la antigüedad, los maestros taoístas descubrieron que ciertos sonidos estaban estrechamente relacionados con cada uno de los órganos y que el aprendizaje de cómo emitirlos era necesario para aliviar la depresión, la ansiedad o la ira. Es más, en el Tíbet existe un monasterio especializado en el diagnóstico y cura de enfermedades a través del sonido y los monjes pasan toda una vida aprendiendo a emitir sonidos curativos con resultados sorprendentes.

Desafortunadamente, no todos tenemos acceso a este tipo de conocimientos y, por lo tanto, estamos expuestos a sufrir las terribles consecuencias que el estrés ocasiona. El estrés, no sólo impide la liberación natural del calor producido por los órganos, sino que los obliga a trabajar en condiciones tan adversas que les ocasiona un desgaste prematuro. La única forma de aliviar la tensión y evitar el sobre-calentamiento de órganos internos es por medio de la relajación y la mejor manera es por medio de la risa.