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IV. LITERATURA Y CINE QUE SANAN. LITERATURA Y CINE QUE ENFERMAN

Dependiendo del tipo de emoción que nos produzcan, es posible hablar de una literatura que sana y otra que enferma. Una que libera energías atrapadas en nuestro interior a causa de la tensión y otra que las aumenta para transformarlas en angustia.

Hemos venido analizando cómo el mundo de «civilización» y «progreso» en el que vivimos ha hecho a un lado las emociones. Esto es comprensible dado que si a una persona le interesara, le doliera y le lastimara lo que le pasa a los indigentes con los que se cruza directamente en su camino al trabajo, no podría funcionar correctamente dentro de un sistema basado en la competencia y el egoísmo.

¿A qué gobierno le puede interesar que un soldado sienta compasión por el enemigo al que tiene que aniquilar? ¿Que piense en el dolor que va a provocar en la esposa y los hijos de ese hombre al momento de matarlo? O ¿a qué inversionista le agradaría que una anciana se negara a vender una casa ubicada en un área altamente comercial porque en ella nacieron sus hijos y sus nietos? ¿O a qué Casa de Bolsa le puede importar tener como cliente a un millonario dispuesto a repartir su dinero entre los pobres? ¿A quién importan los ríos, las casas, los árboles, los monumentos históricos, los campesinos, los pobres cuando está de por medio el desarrollo económico? ¿Cuál es el valor que tienen en el mercado las emociones? Ninguno. Y tal parece que a muchos les encantaría acabar de plano con ellas para que no interfieran en sus proyectos de desarrollo.

Pero [2!] a las emociones no se les puede vender tan fácilmente. Nadie las puede abolir. Podemos, a lo mucho, cubrirlas con una manta de indiferencia y no prestarles atención, pero que nos siguen afectando por dentro, no hay duda.

Otra forma de apagarlas es modificando nuestra escala de valores, nuestros patrones de pensamiento, de manera que, por ejemplo, lleguemos a la convicción de que la competencia es una actitud «sana». Si en algún momento de la historia del hombre, la solidaridad fue indispensable para la supervivencia, ahora se trata de sobrevivir haciendo a un lado la solidaridad.

Veamos qué tan «sano» es esto. Dentro del mundo de la competencia, de entrada, es indispensable demostrar que uno «sabe», que «puede» y que «es mejor» que los demás. Y la forma de lograrlo es anulando y devaluando los logros del de junto. De esta manera, automáticamente nos colocamos en una posición de superioridad. Por supuesto, este acto exige una desconexión emotiva de nuestro compañero de trabajo.

Esta práctica nociva que las empresas fomentan se convierte en una fuente constante de tensión laboral que afecta significativamente, en la salud de los empleados. Técnicamente hablando, el estrés es una respuesta mental y física a una situación adversa que moviliza nuestros mecanismos de defensa: el mecanismo de enfrentar o huir. Desafortunadamente, no siempre podemos actuar ante lo que sentimos o percibimos como una amenaza contra nuestra integridad. Nadie tiene el poder de cerrar una Planta Nuclear, ni detener una guerra, ni cerrar una fábrica de armamento, ni siquiera tiene la posibilidad de renunciar a un trabajo donde se le humille constantemente, pues éste significa su sostén económico. Para sobrevivir, lo único que puede intentar es tratar de no involucrarse emotivamente. Pero este proceso de aislamiento resulta altamente doloroso.

Encuentro que lo más apropiado para expresar lo que es la desconexión es el momento en que nacemos y nos cortan el cordón umbilical. ¡Qué soledad sentimos! ¡Qué sensación de no sentir quienes somos! Antes éramos un todo formado por dos. Ahora nos falta una parte, la de la madre. ¿Dónde está? Toda esa angustia ante la vida se desvanece por arte de magia cuando somos abrazados nuevamente por nuestra madre y escuchamos el latido de su corazón. Es un ritmo conocido, que nos conecta con ella, que nos recuerda nuestro origen, que nos da paz. En ese momento sabemos que no estamos solos, que alguien nos ama, que alguien nos cuida.

Si analizamos a profundidad la sensación de sentirnos desconectados, podríamos ir más allá de la razón, más allá de lo que nuestros ojos pueden ver, nuestros oídos oír y nuestras manos tocar. Podríamos llegar hasta el lugar que abandonamos al nacer. ¿Cuál es? ¿Dónde está? Ése es un misterio con el que nos enfrentaremos el día de nuestra muerte, cuando retornemos al lugar de origen. Mientras tanto, no podemos evitar sentirnos desconectados, abandonados, solos y como nuestros sentidos no nos alcanzan para percibir otras realidades, buscamos desesperadamente la forma de mantener el contacto con nuestra patria celestial para poder sentirnos hijos amados del universo. Porque muy pero muy en el fondo, intuimos que nuestra madre actuó únicamente como intermediaria para que nuestra alma se instalara en nuestro cuerpo y nuestro cuerpo en la tierra, pero no fue ella quien le dio vida a nuestra alma. Fue alguien más en otro sitio y debe de haber un puente de conexión entre este mundo y el otro. Sólo las personas que amplían su conciencia lo suficiente son capaces de entrar en contacto con esos mundos y descubrir que no estamos tan solos como creemos.

Pero los que no podemos, seguimos buscando la forma de establecer contacto. Así como en el ombligo nos queda la marca de que alguna vez estuvimos en el vientre de nuestra madre, debe de haber un signo que nos muestre de dónde venimos, quiénes son nuestro padre y nuestra madre celestiales. ¿Por qué no sentimos el sonido de su corazón? ¿Por qué no sentimos su abrazo? ¿Por qué no acuden a nuestro llamado?

Tal vez por eso, cuando uno grita y la soledad le hace eco, cuando se siente aislado, cuando no encuentra sentido a la vida, siente una urgencia por encontrar un sonido, un ritmo, una palabra que lo conecten nuevamente a ella. Que le hagan sentirse acompañado y seguro.

La palabra, en su carácter de invocación, vincula, une, establece puentes en la memoria.