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Como este tipo de medicamento no se encuentra fácilmente en estado natural, uno acude al cine en búsqueda de imágenes que le hagan sentirse mejor. Se acomoda tranquilamente en la butaca y se dispone a gozar de una buena película. ¿Y qué pasa? Que la mayoría de las veces, en lugar de salir tranquilizado uno sale muy empeorado, emocionalmente hablando. Independientemente de lo que nos pueda alterar el contenido de la cinta, no sé si lo han notado, pero cada día aumentan más el sonido en las escenas de suspenso, o de persecuciones. Obviamente lo hacen con el propósito de intensificar el miedo y la angustia, ¡y vaya que lo logran! No sé qué es peor, si el miedo a que los tímpanos se revienten o a lo que le puede suceder al protagonista de la película. O las dos cosas. El caso es que la música diseñada para acompañar las escenas de suspenso nos pone los nervios de punta. Técnicamente hablando, el suspenso es la duda que tiene el espectador sobre si el héroe va a lograr o no sus propósitos. Nosotros, los espectadores, como estamos identificados con él, queremos que triunfe a toda costa, pues su triunfo representa el nuestro y, entonces, sufrimos en carne propia cada uno de los percances que sufre. No lo sentimos, pero cada golpiza que recibe, cada huida que realiza, cada accidente que sufre nos afectan en el funcionamiento del hígado y del corazón dependiendo del grado de angustia que nos despierten. Se dice que poco veneno no mata, pero que daña, daña. Cada imagen, cada sonido, cada palabra que entran en nuestra mente nos afectan. En ese sentido, una ida al cine puede resultar dañina.

Sería importante que los creadores estuvieran muy conscientes de las repercusiones que pueden tener las palabras y las imágenes que estamos manejando. Todas ellas generan emociones que afectan de forma sustancial ya sea a nuestros lectores o a nuestros espectadores. En ese sentido, se puede hablar de que [2!] existe una responsabilidad del creador. Estamos manejando material altamente sensible. Tal vez en el futuro a los libros y a las películas se los acompañará de la leyenda «este producto puede resultar nocivo para su salud». Mientras tanto dependemos de nuestro buen juicio para elegir el tipo de libro, de periódico, de noticiero o de película que vemos, pues tienen un carácter invocador. Cada imagen, cada frase dicha establecen un puente en la memoria y nos conectan con nuestro origen.

¿Y qué pasa cuando la labor del escritor deja de ser la de mediador y tiende a convertirse en la de «desconectador». Cuando a la vocación narrativa se impone la necesidad de demostrar que se es más inteligente que los demás. Cuando lo que al escritor le interesa es reafirmar su superioridad intelectual, la literatura se convierte en un lenguaje más del poder. Este tipo de escritura está hecha para «sorprendernos», para dejarnos fuera de un juego de entendidos que permite colocar al autor entre un grupo selecto de exquisitos que comparten sus «combinaciones» privadas, que sólo ellos entienden y que terminan por matar la vitalidad del fenómeno artístico que provee la literatura. Dicho en otras palabras, ellos piensan que para que una obra artística sea importante, debe apelar exclusivamente a la razón y debe de estar lejos de la comprensión de las grandes mayorías, pues si ellas la comprendieran estarían en el mismo nivel intelectual del creador y en el mundo de la competencia esto es inaceptable. Esta actitud genera un fenómeno que yo llamo el del «nuevo traje del emperador». ¿Recuerdan el cuento? Un rey muy soberbio, con poder absoluto, manda hacer un traje para una ocasión muy especial. Traen a un sastre famoso que resulta ser un gran pillo que lo engaña presentándole una tela maravillosa y, por supuesto, carísima, que no existe. El rey no la ve, pero el sastre embaucador le dice que sólo los inteligentes pueden verla. Nadie más. El rey cae en la trampa y afirma que la tela es efectivamente preciosa y todos en el reino, con tal de no quedar como tontos, se asombran ante la tela invisible. Valga este ejemplo para ilustrar lo que el tipo de literatura sólo para intelectuales puede provocar. En el fondo del fenómeno necesariamente está el egoísmo del creador. Y no me refiero a una posible necesidad económica o a un deseo de progreso profesional o de fama, cada una de estas cuestiones serían un mal menor si no tuvieran como fondo una intención depredadora.

Estoy hablando de un tipo de literatura provocada por una actitud insana y emocionalmente negativa, que provoca en los lectores agobio y desesperación. No estoy hablando de una literatura «inmoral», sino de una «inmoralidad» al escribir una literatura excluyente, que deja al ser humano fuera del alcance de sí mismo y que sólo se compromete con el propio beneficio, material o inmaterial, de quien la escribe. El escritor no comprometido produce una literatura que oprime a los lectores.

Si consideramos lo que Elena Garro dijo en Recuerdos del porvenir: «Yo sólo soy memoria», ¿qué pasa con el lector que no se reconoce en la lectura? Con ese ser que buscó en el libro una conexión y que siente que las palabras de ese libro no fueron escritas para él, que nadie lo tomó en cuenta, que, es más, se le desprecia tremendamente y no se le considera capaz de ocupar un sitio dentro de los intelectuales que habitan el Olimpo?

¿Aquel que acudió en busca de un abrazo y encontró todo lo contrario?

Pues se deprime aún más.

Todo el mundo busca mejorar y sentirse bien con lo que hace. No hay forma de sentirse mejor que cuando es amado, apreciado, valorado. Los escritores, al igual que los cineastas, buscan que su literatura sea apreciada, pero como los valores que rigen la crítica son los meramente racionales, escriben de forma que salga a la luz todo su caudal de conocimientos. Por otro lado, la gente busca sentirse bien encontrando una conexión con su memoria, con su origen, y si no encuentra ninguna relación con determinado libro, lo rechaza. A pesar de que desde un inicio al escritor no le interesaron los lectores sino los críticos, al no ser apreciado por el público se siente rechazado y, a su vez, rechaza y trata de devaluar a los escritores que sí son bien recibidos por los lectores. Es un juego interminable de «si me rechazas, te rechazo», del que todos los involucrados salimos perjudicados.