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Es muy interesante analizar las emociones desde esta óptica, pues al analizar los componentes A, B y C de cada emoción podremos descubrir cuáles son las esperanzas, los sueños, los «quieros» y los «puedos» de las personas que nos rodean, ampliando con esto nuestra capacidad de comprensión y de aceptación de los demás. Sabremos, también, la razón por la que el vecino quiere comprar tal automóvil o por la cual nuestra amiga se hizo una liposucción, o el motivo por el que nuestro sobrino le teme a las arañas, o por el cual les molesta a los críticos el éxito de la literatura escrita por mujeres.

El análisis de las emociones es vital para un mejor conocimiento del ser humano. Si llegamos a comprenderlas y aceptarlas adecuadamente tal vez lleguemos a la misma conclusión que muchos sabios antes de nosotros.

Ya los antiguos griegos construyeron un gran altar a los pies de la Acrópolis de Atenas dedicado a las Eerinas, las llamadas Furias vengadoras de la sangre. Al hacerlo, convirtieron a esas diosas terribles en las Euménides, las bienhechoras. Lo hicieron una vez que aceptaron el valor del pasado, el origen primitivo de las emociones y supieron darles un lugar dentro de su mundo civilizado y racional. El templo de las Euménides es tan grande e importante como el de la Sabiduría: el Partenón de Atenea. Dándole a cada uno su lugar, los griegos expresaron su profunda percepción de la realidad humana y con ello cumplieron la máxima délfica que invitaba al verdadero crecimiento: «Conócete a ti mismo.»

II. LA PALABRA Y LA IMAGEN COMO GENERADORAS DE EMOCIONES

¿Qué es lo que nos lleva a sacar una foto del cajón de los recuerdos? ¿O a leer la primera carta de amor que recibimos? ¿O a buscar en el baúl de los recuerdos la rosa marchita que nos dieron en aquel baile inolvidable? ¡El deseo de revivir una emoción! El deseo de volver a sentir el mismo amor. Los recuerdos de tipo material pueden envejecer. Llegamos a gastar tanto las cartas que a veces se empiezan a deshacer en nuestras manos, pero las imágenes en nuestra mente, no. Ésas quedan intactas. Lo mismo que las emociones. Ahí están tranquilas, al lado de nuestros recuerdos, dispuestas a ayudarnos a vivir nuevamente. Esperando la orden de ¡acción! para llenar nuestro cuerpo de alegría. Para poner en circulación la sangre, para proyectar en la mente nuestra primera entrega amorosa. Y volvemos a sentir como si lo estuviéramos experimentando en ese mismo instante el contacto con otros labios, con otra piel, con otra saliva, y puede que hasta nos sonrojemos. Uno siempre busca repetir una experiencia a través de las imágenes y las palabras.

Desde Aristóteles hasta los investigadores modernos, coinciden en que hay una tendencia natural del hombre a [2!] aprender por medio de la imitación. Se ha descubierto que cuando una persona observa el rostro sonriente de otra, tiende a repetir el mismo gesto. Algunos lo atribuyen al hecho de que mediante la mímica motriz podemos apropiarnos del humor ajeno.

A mi ver, no sólo se trata de una imitación. Cuando estamos cerca de una persona sonriente, nos vemos contagiados por su emoción. Se puede decir que las emociones forman parte de un sistema de impulsos eléctricos que atraviesan cada una de nuestras células. Una emoción es energía en tránsito, energía que se desplaza y desde esa óptica, ¿qué le impide salir de los límites del cuerpo que la produce para internarse en los de otra persona? Esto, aparte de sonar un poco erótico, nos habla de que existe el intercambio de emociones. Que la emoción, vuelta energía pura, puede ser materialmente transmisible a través de impulsos eléctricos. En ese sentido, el estado emotivo de un ser humano influiría radicalmente en su entorno. De la misma forma en que todo lo que vemos, escuchamos, tocamos, comemos, entra en nuestro cuerpo y nos impulsa a actuar. Un olor desagradable nos invita a alejarnos de una comida en descomposición, y por el contrario, un aroma sugestivo nos invita al acercamiento, a la caricia, al placer. Un situación de peligro nos empuja a luchar o a huir. En el fondo siempre vamos a tener [5!] dos opciones: acercarnos o alejarnos. Sentirnos bien o sentirnos mal. Vivir o morir. Y ése es el gran dilema. El problema de fondo.

Sin embargo, algunas veces, en lugar de alejarnos de aquello que nos daña, nos acercamos. ¿Qué es lo que nos conduce a actuar de esa manera? Una idea inoculada en el fondo de nuestra mente en los primeros años de nuestra vida. Una idea más fuerte que el poder de supervivencia. La idea de que no somos lo suficientemente buenos. La creencia de que no nos merecemos otra cosa que el mal trato, en otras palabras, tener una baja autoestima. De otra forma no es posible explicar por qué una persona en su sano juicio viviría al lado de una pareja que la humilla constantemente. Y en el terreno de la sociología sería interesante analizar cuál es el motivo que conduce a una sociedad a contaminar el agua del río donde bebe. O a destruir sus reservas ecológicas. ¿Se puede hablar de una nación o de un grupo social con baja autoestima y con deseos de autodestrucción? ¿Que no se dé cuenta del peligro que corre como especie? ¿Y que actúe de manera irresponsable y ciega aun en contra de uno de los más fuertes instintos?

Porque desde el momento en que nacemos sabemos que nuestra vida puede terminar de un momento a otro. Y la incertidumbre frente a lo desconocido nos provoca una inseguridad. No se puede negar que tras una emoción intensa provocada por una situación de peligro, siempre aparece el pensamiento que nos dice «esto me pudo haber destruido». ¡Qué susto pasé!». El instinto de supervivencia es uno de los más fuertes en todas las especies.

Desde la época de las cavernas los hombres primitivos trataron de representar en imágenes todo aquello que daba sentido a su vida, que les ayudaba a comprender el mundo, para responder a una pregunta básica: ¿qué hago yo aquí? ¿cuál es el sentido de mi existencia? Yo pienso que desde el mismo momento del nacimiento uno tiene ese mismo interrogante. [2!] Pero para encontrar la respuesta uno tiene que vivir. Y para mantener la vida uno tiene que enfrentarse día con día a los retos que ésta nos ofrece. Para un hombre primitivo, el dominio de su medio ambiente era primordial para lograr mantener la vida. Las emociones como la ira o el miedo le eran de gran ayuda, pues lo pertrechaban tanto en la lucha como en la huida. Si acaso se enfrentaba al contrincante y salía triunfador del combate, era fundamental transmitir su experiencia a los demás miembros de su clan, para que ellos obtuvieran también el beneficio de saber cuál era la mejor forma de cazar o de obtener alimento, pues antes el bienestar común era el bienestar individual y viceversa. Mientras más miembros tuviera una tribu, mayores eran las esperanzas de vida de la especie humana. Un miedo en común era una meta común.