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Por eso era tan importante repetir todo aquello que funcionaba. Si un golpe en la base del cráneo mató a un lobo salvaje, la próxima vez que se encontraban con uno procuraban asestarle un palo en el mismo sitio. Si un gesto de la mano ahuyentaba a una mosca, pues venga, a repetirlo. Era importante recordar los gestos y las acciones efectivos para conservar lo más importante: la vida. Aquel que más información tuviera, era más valioso para el grupo, se convertía en líder natural.

¿Se imaginan el desconcierto que la muerte de un gran líder podía ocasionarles? ¿A qué lugar iban los muertos? ¿Dónde quedaba toda la experiencia acumulada? ¿Se moría con él? No lo podían permitir, tenían que continuar repitiendo sus mismos gestos, sus mismas palabras, su misma risa para mantener viva la experiencia colectiva, para hacer perdurar la memoria de la tribu.

El deseo de conservar la vida, de mantener en perfecto estado todo aquello que se consideraba valioso, de inmortalizarlo, tal vez fue el motor que impulsó el surgimiento del arte. Si nos paramos frente a una pintura rupestre, no sólo veremos la representación de lo que otros ojos vieron miles de años atrás y que quisieron compartir con nosotros, sino lo que desde su punto de vista consideraron importante preservar. Ése es uno de los aspectos que más me interesan del arte. Por un lado, el deseo de inmortalizar, y por el otro, el de compartir. Ante la certeza de que una flor se marchitará, existe la posibilidad de pintarla, de crear un mito alrededor de ella para que siempre viva en la memoria colectiva, para que su olor llegue a las generaciones futuras con la misma intensidad que en el presente.

En el capítulo anterior hablé de la posibilidad de analizar las esperanzas, los «quieros» y los «puedos» contenidos en una emoción. Lo mismo sucede con cualquier obra artística. Si pudiéramos sacarle una radiografía emotiva, nos revelaría cuál fue el estado emocional de la persona que la realizó y, por consecuencia, cuáles eran sus deseos, sus miedos, sus conocimientos, las técnicas y utensilios que conocía y su habilidad [5!] para convertir todo un caudal de emociones en imágenes, en sonidos, o en palabras con la intención de encontrarle un sentido a la salida del sol, de la luna, a la luz de las estrellas, al agua de los ríos, al viento, al rayo. El deseo de trascender la muerte nos habla al mismo tiempo de la inseguridad que se tiene en la vida eterna. Una persona convencida de que la extinción del cuerpo y la del alma son la misma cosa, buscará a toda costa la manera de ser nombrado, de crear una obra que lo haga permanecer en la memoria colectiva, de obtener fama. De seguir vivo. Tal vez por eso la representación del verde nos da tanta tranquilidad, pues uno lo relaciona con el florecimiento de la vida. Y quizá por lo mismo, el hombre equivocadamente encontró en el oro la representación de lo duradero, de lo que no se gasta ni se transmuta ni se oxida, ni desaparece y empezó a acumularlo como una forma de conservar la vida.

Pero en general hay dos grandes corrientes de artistas, la de los que escriben, o pintan o fotografían con la intención de capturar la realidad tal y como es, para guardar memoria de lo que somos, de lo que nos ha pasado, y otro tipo de artistas que interpretan esa realidad, que la representan en imágenes o situaciones que más tarde ponen ante nuestros ojos con la intención de amplificar aspectos de la realidad que no percibimos o que no queremos ver. En ambos casos [3!] las obras artísticas son las representaciones de un pensamiento, pero también de una emoción. Cada imagen representa un esfuerzo humano para hacer coincidir estados emotivos del pasado con sensaciones que se reconstruyen en el presente por medio de la evocación. [1!] Cada imagen es memoria. Cada parte constitutiva de la imagen representa pedazos de vida pasada concentrados en el presente. La imagen es nuestra necesidad de recordar para no olvidar.

Aristóteles, en su Arte Poética, al tratar de explicar racionalmente los mecanismos que permitían al hombre construir una creación ficticia de la realidad, expresada en forma de imitaciones, distingue claramente tres maneras en que se puede realizar la mímesis:

1) Imitar un objeto con elementos que son de la misma naturaleza que los del objeto imitado, por ejemplo, cuando se imita el sonido de un pájaro a través de un silbido o por medio de un instrumento musical de viento.

2) Imitar objetos de distinta naturaleza. Porque podemos imitar de la misma manera y con los mismos resultados ya sea a un pájaro, a un bisonte o a otro ser humano. 3) Imitar objetos no de manera literal sino dando una versión deformada o alterada de ellos. Esto quiere decir que podemos pintar un bisonte con un tamaño más pequeño que el de un hombre, o un pájaro con tres ojos. Cada una de estas formas de imitación corresponde con los mecanismos a través de los cuales los seres humanos fueron capaces de desarrollar imágenes.

Por otra parte, Aristóteles nos declara que [2!] esa tendencia imitativa le permitió al hombre distinguir los objetos y aprenderlos. Y por medio de la distinción tomar conciencia de su propio ser. En ese sentido, el fenómeno de transmisión de emociones a través de signos faciales pudo ser el modelo que sirvió de referencia para producir imitaciones por medio de imágenes fuera del cuerpo. No es impropio pensar que el ser humano vivió un proceso de desarrollo que empezó con la expresión muscular de sus emociones, siguió con la necesidad de manifestar esas mismas experiencias por medio de imágenes, y terminó con la aparición de un punto intermedio entre imagen y gesticulación emotiva: la palabra.

La expresión de los estados emotivos permitió al hombre primitivo establecer un sistema de comunicación eficaz dentro y fuera del grupo. Es probable que el líder de una tribu expresara su autoridad por medio de gestos, que los cazadores anunciaran la cercanía de la presa a través de una seña con la mano, o que el miedo común a la oscuridad se manifestara con gruñidos siempre idénticos. De la imagen física de la emoción a su expresión en palabras no habría más que un paso.