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Es obvio pensar que la articulación de palabras fue el resultado del sonido que provocó una emoción, y que a partir de entonces se identificaría con un estado del alma. Y así, las palabras y las imágenes se reprodujeron a sí mismas. De cada sonido original que designaría al miedo, por ejemplo, se desprendieron otros sonidos afines para precisar diferentes matices de la percepción del temor.

Mientras más avanzada la historia de la humanidad más lejos quedamos de aquellos impulsos originales que propiciaron la formación de palabras. Sin embargo, el fondo de una de ellas sigue conectado con la emoción primigenia que las produjo, a pesar de nuestra necedad racional.

En ese orden de ideas, pronunciar una palabra sigue significando invocar una emoción pretérita, que sigue generando un grado específico de tensión muscular en el cuerpo de quien articula esos sonidos. Sólo los grandes poetas han sido capaces de desentrañar los misterios ocultos de la raíz emocional de las palabras. Porque más allá de las etimologías, la palabra encierra otras voces. ¿Cuánta descarga emocional se producirá en nuestro ser al pronunciar la palabra paz o la palabra amor? ¿Cuántas y cuáles emociones puede despertar la pura repetición de un poema de san Juan de la Cruz, de Dante, o de sor Juana Inés de la Cruz? ¿Cuántas emociones diversas puede provocarnos una palabra de amor susurrada al oído? ¿Cuánta amargura puede dejarnos una frase hiriente?

De hecho, si nos detuviéramos a considerar el poder invocador que tienen las palabras, tendríamos que hablar forzosamente de la Cábala.

La Cábala, como su nombre indica, era una tradición. Esa tradición se sustentaba en la idea de que Dios había transmitido su presencia por medio de un Nombre susurrado a los oídos de Moisés. Esa palabra contenía la verdad y el sentido de las cosas, era el Dios mismo. Siguiendo una tradición secreta, el Sonido aquel fue aprendido sólo por iniciados a través de muchas generaciones. Sin embargo, según los postulados de esa tradición, el Nombre se perdió y hubo que compensar su ausencia con un sistema de búsqueda que mezclaba el poder de las palabras con el conocimiento de los números y sus combinaciones secretas: la Cábala.

¿No sería maravilloso que ese Nombre perdido fuera la palabra amor? ¿Que lo que pasó fue que Dios, en el momento de la Creación, experimentó un gran amor y que esa energía quedó impregnada en cada planta, animal o materia orgánica que forma el universo? Si eso fuera cierto, tal vez lo que Dios le dijo a Moisés en el oído fue que para sentir la presencia divina bastaba con experimentar amor. ¿No sería sensacional descubrir que todos estamos dotados de ternura, de esa capacidad para dar y recibir amor y que la ejercemos invariablemente en el momento de emocionarnos con todo lo que vemos, tocamos, oímos o saboreamos? ¿Vivimos tan confundidos que no nos damos cuenta de que día con día llenamos nuestros pulmones de pedacitos de comprensión y amor de altísimo nivel?

En fin, explicado de otra manera, el poder de invocación que tiene la palabra funciona como los números telefónicos. Si queremos entrar en comunicación con determinadas personas sólo tenemos que marcar la combinación de números correcta. De la misma manera, una cierta combinación de letras forma una palabra que nos conecta con un mundo de emociones y significados. Casi todas las fórmulas mágicas sostienen la idea de que las cosas en el Universo están sometidas a la determinación de sus correspondencias. Es decir, que la materia está ligada con una realidad espiritual, con un astro, con un metal, con una planta, con uno de los cuatro elementos, con una manifestación angélica y finalmente con Dios.

En ese sentido, [2!] la palabra es la clave de una correspondencia misteriosa, la llave para abrir la puerta del mundo de las verdaderas significaciones. El conocimiento de las palabras mágicas le permite al mago descubrir el poder interior de las cosas. De ahí la importancia de pronunciar correctamente «Abracadabra». Si nos equivocamos al deletrearla o nos olvidamos de una de las letras que forman la palabra, la fórmula mágica no surtirá efecto y la puerta que queremos abrir quedará cerrada para siempre. Por eso es innegable la importancia que tuvo la memoria en las épocas históricas en las que el ser humano no dependía de la escritura para fijar sus ideas y conocimientos. Y no sólo me refiero a la etapa primitiva en que el hombre no había desarrollado la escritura, sino a esas muchas otras épocas, que siguen existiendo ahora mismo en muchas partes del mundo, en que la población no sabía leer ni escribir, o que sabiéndolo no lo hacía y que su comunicación con el pasado dependía íntegramente de su capacidad de memorizar por medio de imágenes los datos transmitidos de boca en boca.

Si pensamos en el Renacimiento europeo, por ejemplo, o en la última etapa de la Edad Media, cuando grandes grupos dependían de su capacidad de memoria para manejar datos indispensables en la vida cotidiana, ya fueran de orden moral, social o religioso, necesariamente tenemos que hablar de los mecanismos y técnicas que se desarrollaron para estimular el «Arte de la Memoria». Recordemos, para hablar sólo de dos casos, esos fenómenos culturales que representan la necesidad medieval de recordar: los cantos gregorianos y las catedrales góticas. Cada uno de ellos, verdadero monumento a la memoria, construido a base de imágenes y palabras.

Conviene aclarar que el ejercicio de la nemotecnia no era sólo para aquellos que no sabían leer y escribir sino particularmente para los que requerían conservar una gran cantidad de datos frescos en la memoria, especialmente para quienes se dedicaban a cultivar las formas más elevadas de estudios filosóficos o mágicos.

Casi todas las formas de nemotecnia sugieren que la [5!] relación entre la imagen y la memoria es indisoluble para colocar ahí secuencias de palabras, de objetos o de personas. Por ejemplo, dentro de un espacio que vamos a nombrar «rayo», guardamos las palabras perro, María, piano. Una vez que cada uno de ellos ha sido colocado en ese «espacio» particular, bastará evocar el nombre de «rayo» para que las cosas ahí guardadas, o sea las palabras perro, María, piano, vengan a nuestra mente y vuelvan a tener presencia efectiva.

De la misma manera se graban eventos en nuestra mente. Ejemplo: una tarde lluviosa Pedro conducía un automóvil por el centro de la ciudad y tuvo un accidente de tráfico en el que perdió la vida su hijo. Esto le ocasionó una fuerte depresión. Todo el evento queda amalgamado dentro del mismo «espacio» en la memoria, de manera que si vuelve a transitar por la misma esquina del accidente recordará a su hijo, al choque, y automáticamente la depresión lo acompañará toda la tarde. O puede ser que vaya conduciendo su automóvil muy lejos del lugar en el que tuvo el accidente pero empiece a llover: la lluvia bastará para hacerlo entrar en contacto con el «espacio» en la memoria y revivir la dramática experiencia.