La parte trasera de la casa se veía muy desgastada por los elementos. Richard posó cautelosamente una mano sobre el marco de madera desnuda de la ventana y alzó la cabeza sólo lo suficiente para echar un vistazo dentro. Apenas quedaba cristal, y su dormitorio estaba hecho un desastre. El colchón había sido acuchillado, sus preciosos libros rotos y las páginas diseminadas por el suelo. En el extremo más alejado la puerta que conducía a la habitación delantera estaba entornada, aunque no lo suficiente para que Richard pudiera ver algo. Cuando no se le ponía una cuña, siempre acababa por abrirse sola de ese modo.
Lentamente metió la cabeza por la ventana y bajó la vista hacia la cama. Justo bajo la ventana estaba el pilar inferior del lecho, del que colgaban su mochila y la correa de cuero con el colmillo, donde los había dejado. El joven levantó el brazo y se dispuso a cogerlos.
Entonces se oyó un crujido en la habitación delantera, un crujido que Richard conocía muy bien. El miedo lo dejó helado. Era el sonido que hacía su silla al crujir. Nunca la había arreglado porque le parecía que era una parte de la personalidad de la silla y no se decidía a alterarla. Silenciosamente volvió a agacharse. No había duda; había alguien en la habitación delantera, sentado en su silla, esperándolo.
Justo entonces le pareció ver algo por el rabillo del ojo y miró a la derecha. Una ardilla sentada sobre un tocón medio podrido lo vigilaba. «Por favor —rogó mentalmente—, por favor, no empieces a parlotear para tratar de ahuyentarme.» La ardilla lo miró durante un segundo que se hizo eterno, entonces saltó del tocón a un árbol, subió ágilmente por él y desapareció.
Richard respiró hondo y volvió a levantarse para mirar por la ventana. La puerta seguía como antes. Alargó el brazo y, con mucho cuidado, cogió del pilar de la cama la mochila y el colgante del colmillo. Durante todo el tiempo mantuvo los ojos bien abiertos y estuvo atento al menor sonido que proviniera del otro lado de la puerta. Su cuchillo descansaba sobre una mesita situada al otro lado del lecho, por lo que era imposible recuperarlo. El joven hizo pasar la mochila por la ventana, con mucho cuidado, para que no chocara contra ninguno de los fragmentos de cristal que quedaban.
Entonces, silenciosamente, regresó botín en mano por donde había venido, controlando un impulso casi irresistible de echar a correr. Mientras caminaba iba echando miradas atrás para asegurarse de que nadie lo seguía. Se colgó el colgante al cuello y se metió el colmillo dentro de la camisa. Nunca dejaba que nadie lo viera; era sólo para el custodio del libro secreto.
Kahlan esperaba donde la había dejado. Al verlo aparecer, se puso de pie de un brinco. El joven se llevó un dedo a los labios para que guardara silencio. Entonces se colgó la mochila del hombro derecho y la empujó gentilmente con la otra mano para que comenzara a caminar. Como no quería que regresaran por el mismo camino, Richard la condujo a través del bosque hasta salir de nuevo a la trocha, ya pasada su casa. Las telarañas que cruzaban la senda brillaban con los últimos rayos del sol, y ambos respiraron aliviados. Aquella senda era más larga y difícil, pero conducía adonde quería ir: a casa de Zedd.
La casa del anciano estaba demasiado lejos y no llegarían antes del anochecer, y era demasiado peligroso hacer el camino de noche, pero quería poner la mayor distancia posible entre ellos y quienquiera que esperara en su casa. Mientras hubiera luz seguirían caminando.
Fríamente se preguntó si la persona que esperaba en su casa era la misma que había asesinado a su padre. Su casa se encontraba en completo desorden, justo como la de su padre. ¿Acaso lo esperaban a él como habían esperado a su padre? ¿Podría ser la misma persona? Richard deseó haberse enfrentado con ella o, al menos, haber visto quién era, pero algo en su interior le había dicho que se marchara.
Richard se obligó a pensar más racionalmente; se estaba dejando llevar por la imaginación. Algo en su interior le había avisado del peligro y le había dicho que se marchara. Ese día ya había salvado la vida una vez, aunque lo tenía todo en contra. Tentar a la suerte una vez era absurdo, pero dos ya era arrogancia. Lo mejor era marcharse.
No obstante, deseaba haber visto quién era, asegurarse de que no había ninguna relación. ¿Qué interés tendría alguien en revolver su casa del mismo modo que la de su padre? ¿Y si era la misma persona? Richard quería saber quién había matado a su padre, ardía en deseos de averiguarlo.
Pese a que no le habían permitido ver el cuerpo de su padre, había querido saber cómo lo mataron. Chase se lo contó, con suavidad, pero se lo contó. Alguien le había abierto el vientre y había esparcido sus intestinos por el suelo. ¿Cómo podía alguien hacer algo así? ¿Y por qué? Al recordarlo sentía náuseas y mareo. Richard se tragó el nudo que sentía en la garganta.
—¿Y bien? —La voz de la mujer lo arrancó de sus cavilaciones.
—¿Qué? ¿Y bien qué?
—Bueno, ¿cogiste lo que querías coger?
—Sí.
—¿Y qué era?
—¿Que qué era? Pues mi mochila. Tenía que coger mi mochila.
Kahlan dio media vuelta y lo miró con una expresión de reprobación y las manos en jarras.
—Richard Cypher, ¿quieres que crea que arriesgaste tu vida para recuperar una mochila?
—Kahlan, si sigues preguntando tanto te daré un puntapié. —El joven no logró sonreír.
La mujer ladeó la cabeza y continuó mirándolo de refilón, aunque el comentario de Richard hizo desaparecer su expresión de enfado.
—Como quieras, amigo mío —dijo suavemente—, como tú quieras.
Richard supo que Kahlan no estaba acostumbrada a que le negaran una respuesta.
A medida que la luz se apagaba y los colores adquirían un tono gris, Richard empezó a pensar en lugares en los que pasar la noche. Conocía algunos pinos huecos que había utilizado en varias ocasiones. Había uno al borde de un claro, justo al lado de la trocha, un poco más adelante. Ya lo distinguía contra los pálidos tonos rosa del cielo, descollando por encima de los demás árboles. El joven condujo a Kahlan hacia él, abandonando la senda.
El colmillo que llevaba colgado del cuello le pesaba. Sus secretos también. Ojalá su padre no lo hubiera hecho depositario del libro secreto. En su casa se le había ocurrido una idea, pero había preferido no hacer caso y relegarla a un rincón de su mente. Parecía que alguien hubiera destrozado sus libros en un ataque de rabia. Quizá porque ninguno de ellos era el libro correcto. ¿Y si buscaban el libro secreto? Pero eso era imposible. Nadie, excepto su legítimo dueño, conocía su existencia.
Y su padre... y él mismo... y el ser del que provenía el colmillo... Era demasiado inverosímil para considerarlo seriamente, de modo que decidió no hacerlo. Lo intentó con todas sus fuerzas.
El miedo por lo sucedido en el Despeñadero Mocho y por lo que le había esperado en casa parecía haberle succionado la energía. Los pies le pesaban como el plomo, y los arrastraba por el suelo cubierto de musgo. Justo antes de entrar en el claro, para lo cual debía atravesar unos matorrales, se detuvo para matar de un manotazo una mosca que tenía en el cuello.
Kahlan le agarró la muñeca antes de que llegara a hacerlo y con la otra mano le tapó la boca.
Richard se quedó rígido.
La mujer, mirándolo a los ojos, sacudió la cabeza. Entonces le soltó la muñeca y le puso la mano detrás de la cabeza, sin apartar la otra de su boca. Por la expresión de su rostro, Richard supo que temía que emitiera algún sonido. Lentamente Kahlan tiró de él hacia el suelo. El joven cooperó, indicándole de ese modo que la obedecería.
Los ojos de la mujer lo sujetaban tan firmemente como sus manos. Sin apartar la mirada de sus ojos, Kahlan acercó su rostro al suyo hasta que el joven sintió su cálido aliento en la mejilla.