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Colgado de las esposas, Richard se sintió abrumado por la enormidad de todo aquello. El hecho de entender un poquito a su torturadora no hacía más que aumentar su desesperanza. No había modo de huir. Era el compañero de por vida de una demente.

—¿Cómo pudiste ser tan estúpido para hacerle eso a la princesa? —inquirió Denna, frunciendo de nuevo el entrecejo y sonriendo—. Supongo que sabes que tendré que castigarte.

Richard la miró confuso por un momento.

—¿Es que eso cambia algo, ama Denna? Igualmente ibais a hacerme daño. No me imagino que podáis hacerme nada peor.

—Qué poca imaginación tienes, amor mío —replicó ella con una mueca burlona.

Richard sintió cómo la mord-sith le agarraba el cinturón y se lo desataba.

—Ya es hora de que encontremos otros lugares en los que causarte dolor —le dijo apretando los dientes—. Ya es hora de que comprobemos de qué pasta estás hecho. —La mirada de la mujer lo dejó paralizado—. Te doy las gracias por haberme dado la excusa para hacerte esto, amor mío. Nunca se lo he hecho antes a otro, pero yo sí lo he experimentado muchas veces. Así me quebraron cuando tenía catorce años. Esta noche —susurró—, me parece que ni tú ni yo dormiremos.

42

El cubo de agua fría sobre su cuerpo desnudo apenas logró reanimarlo. Con la cara contra el suelo, vio vagamente los riachuelos de agua manchada con sangre que fluían por las grietas en el suelo de piedra. Cada inspiración, por leve que fuera, le costaba un esfuerzo sobrehumano. El joven se preguntó con indiferencia cuántas costillas le habría roto Denna.

—Vístete —le ordenó la mord-sith—. Nos vamos.

—Sí, ama Denna —susurró Richard. Tenía la voz tan ronca por los alaridos proferidos que sabía que ella no podría oírlo. También sabía que le haría daño si no respondía, pero no podía hacer nada.

Tras esperar el agiel, que no llegó, Richard se movió un poco, vio una de sus botas, alargó una mano y se la acercó. Entonces se levantó, pero no pudo alzar la cabeza por encima de la altura de los hombros. La testa le colgaba fláccida. Con un enorme esfuerzo empezó a ponerse la bota. Tenía tales heridas en los pies que los ojos se le llenaron de lágrimas.

La mujer le propinó un rodillazo en la mandíbula, que lo arrojó de espaldas al suelo. Acto seguido, se abalanzó sobre él, se le sentó encima del pecho y empezó a golpearle la cara con los puños.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Eres estúpido o qué? ¡Ponte los pantalones antes que las botas! ¿Es que tengo que decírtelo todo?

—Sí, ama Denna, no, ama Denna, perdón, ama Denna, gracias por golpearme, ama Denna, gracias por enseñarme, ama Denna —masculló.

La mujer, sentada sobre su pecho, jadeaba de rabia. Al rato su respiración se normalizó.

—Vamos, te ayudaré. —Dicho esto se inclinó hacia él y lo besó—. Vamos, amor mío. Mientras viajemos podrás descansar.

—Sí, ama Denna. —La voz del joven sonaba como un leve susurro.

La mord-sith lo besó otra vez.

—Vamos, amor mío. Ahora que te he quebrado, todo será más fácil. Ya lo verás.

En la oscuridad los esperaba un coche cerrado. El aliento de los caballos formaba pequeñas nubes que se elevaban y flotaban lentamente en el aire frío y calmado. Richard la siguió a trompicones, tratando de no tensar demasiado la cadena. No tenía ni idea del tiempo transcurrido desde que la mujer decidiera convertirlo en su compañero, y no le importaba. Un soldado abrió la puerta del coche. Denna dejó caer al suelo el extremo de la cadena y le dijo:

—Sube.

Richard se agarró a los lados de la puerta. Le pareció oír el sonido de alguien que se aproximaba precipitadamente. Denna dio un leve tirón a la cadena para indicarle que esperara sin moverse.

—¡Denna! —Quien se aproximaba era la reina Milena, seguida por sus consejeros.

—Lady Denna —corrigió la mord-sith.

La reina parecía estar de un humor de perros.

—¿Adónde crees que vas con él?

—Eso no es asunto vuestro. Es hora de que nos marchemos. ¿Cómo se encuentra la princesa?

—Aún no está fuera de peligro —replicó la reina, ceñuda—. El Buscador debe quedarse aquí para pagar por lo que ha hecho.

—El Buscador me pertenece a mí y al amo Rahl. Ya está siendo castigado, y así seguirán las cosas hasta que el amo Rahl o yo misma lo matemos. No podríais imponerle un castigo más duro del que ya sufre.

—Debe ser ejecutado. Ahora mismo.

—Regresad a vuestro castillo, reina Milena, ahora que aún podéis. —La voz de Denna sonaba tan fría como el aire nocturno.

Richard vio que la soberana empuñaba un cuchillo. El soldado que había abierto la puerta del carruaje asió el hacha que llevaba al cinto y la agarró con firmeza. Sobrevino un absoluto silencio.

La reina abofeteó a Denna con el dorso de la mano y atacó a Richard con el cuchillo. Sin apenas esfuerzo, Denna la detuvo apretando el agiel contra su generoso pecho.

Cuando el guardia pasó junto a Richard, abalanzándose hacia Denna con el hacha alzada, el extraño poder se despertó en su interior. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el joven se hizo uno con ese poder. Con el brazo izquierdo rodeó la garganta del soldado y le hundió su cuchillo. La mord-sith lanzó un breve vistazo al guardia cuando éste lanzó un gritó agónico, sonrió y volvió de nuevo la vista hacia la reina, que temblaba sin poder moverse con el agiel entre sus pechos. Denna dio media vuelta al agiel, y la reina se desplomó en el suelo.

—El corazón de la reina ha dejado de latir —anunció Denna a los consejeros de la soberana, y añadió, arqueando una ceja—: Inesperadamente. Por favor, expresad mis condolencias al pueblo de Tamarang por la muerte de su soberana. Os aconsejo que elijáis un nuevo gobernante que tenga más en cuenta los deseos del amo Rahl.

Todos se apresuraron a asentir. El poder que había surgido en el interior de Richard vaciló y acabó por desaparecer. El esfuerzo de detener el ataque del guardia le había dejado agotado. Las piernas le temblaban y ya no le sostenían. El suelo osciló y fue a su encuentro.

Denna cogió la cadena, muy cerca del collar, levantándole así la cabeza del suelo, y le gritó:

—¿Quién te ha dado permiso para tumbarte? ¡Yo no! ¡Levántate inmediatamente!

—Lo siento… —musitó Richard.

Al darse cuenta de que el joven era totalmente incapaz de moverse, la mord-sith le soltó la cabeza y ordenó a uno de los guardias:

—Súbelo.

La mujer subió al carruaje detrás de Richard, y, mientras gritaba al cochero que se pusiera en marcha, cerró la puerta de golpe. Cuando el carruaje se puso en marcha con una sacudida, Richard se dejó caer contra el asiento.

—Por favor, ama Denna —dijo, arrastrando las palabras—, perdonadme por haberos fallado, por no haber sido capaz de levantarme como deseabais. Lo siento. En el futuro lo haré mejor. Por favor, castigadme para que aprenda.

La mujer cogió la cadena cerca del collar con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, y lo obligó a que se incorporara en el asiento. Los labios de la mujer esbozaron una sonrisa desdeñosa.

—Ni se te ocurra morirte ahora, todavía no —le dijo entre dientes—. Aún tienes cosas que hacer.

—Como ordenéis, ama Denna —respondió Richard con los ojos cerrados.

La mujer soltó la cadena, le puso ambas manos sobre los hombros para tumbarlo sobre el asiento y le dio un beso en la frente.

—Ahora te doy permiso para descansar, amor mío. Es un largo viaje. Tendrás mucho tiempo para descansar antes de que sigamos con el entrenamiento.

Richard se quedó dormido, sintiendo los dedos de la mujer sobre el pelo así como los tumbos que daba el coche.

De vez en cuando se despertaba, aunque nunca era plenamente consciente. A veces Denna se sentaba junto a él y le permitía que se recostara contra ella, mientras lo alimentaba a cucharadas. Tragar era doloroso y le costaba casi más esfuerzo que el que era capaz de hacer. Con cada cucharada el joven se estremecía —el hambre no era suficiente para vencer el dolor que sentía en la garganta— y volvía la cabeza para eludir la cuchara. Denna le murmuraba palabras de aliento y lo animaba a comer por ella. Saber que lo hacía por ella era el único modo de que comiera.