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Cada vez que un bache del camino lo despertaba de repente, Richard se aferraba a Denna en busca de protección y seguridad, hasta que ella lo tranquilizaba y le decía que volviera a dormirse. El joven sabía que a veces dormía en el suelo y otras en el asiento. No vio nada del paisaje que atravesaban y tampoco le interesaba. Lo único que le importaba era tener a Denna cerca de él y estar listo para cumplir sus deseos. Unas pocas veces se despertó y se la encontró acurrucada en un rincón, mientras él estaba estirado y cubierto por su propia capa. En esas raras ocasiones, tenía la cabeza sobre el pecho de la mujer y ella le acariciaba el pelo. Richard intentaba disimular que estaba despierto para que la mujer no parara.

Y cuando Richard sentía el cálido consuelo de Denna, también sentía que el poder despertaba en su interior. No trataba de alcanzarlo ni retenerlo, simplemente se limitaba a constatar que estaba allí. Ahora ya sabía de qué tipo de poder se trataba: era la magia de la espada.

Mientras yacía junto a la mujer, sintiendo la necesidad de ella, la magia estaba en él. Richard la tocaba, la acariciaba y notaba su poder; era como el poder que había invocado al disponerse a matar con la espada, pero había en él algo distinto que no podía entender. Ya no era capaz de sentir el poder que había conocido antes, pues ahora aquel poder estaba en manos de Denna. Cuando trataba de aferrar la nueva magia, ésta se desvanecía como el vapor. Una nebulosa parte de su mente anhelaba la ayuda de aquella magia, pero, como ya no podía controlarla, ni invocarla en su ayuda, perdió interés en ella.

Con el tiempo, sus heridas empezaron a sanar. Cada vez que despertaba estaba más alerta. Para cuando Denna anunció que habían llegado a su destino, ya era capaz de ponerse solo de pie, aunque aún no había recuperado plenamente la lucidez.

Se apearon del carruaje en la oscuridad. Richard caminaba detrás de Denna, con la vista clavada en los pies de la mujer, procurando que la cadena que ella llevaba sujeta al cinto no se tensara demasiado. Aunque no apartaba la vista de la mord-sith, Richard tuvo oportunidad de examinar el lugar en el que entraban. Era inmenso. A su lado, el castillo de Tamarang no era más que una miniatura. Sus muros se extendían hasta el infinito, mientras que sus torres y techos se alzaban a alturas de vértigo. El joven percibió que el diseño de la vasta estructura era elegante; imponente pero sin llegar a ser demasiado severo ni abrumador.

Denna lo guió por unos pasillos de mármol y granito pulidos, con arcos sostenidos por columnas a ambos lados. Mientras caminaban, Richard pudo comprobar hasta qué punto había recuperado las fuerzas. Pocos días antes ni siquiera hubiera sido capaz de mantenerse en pie tanto rato.

No se cruzaron con nadie. Richard alzó la vista hacia la trenza de Denna y pensó en lo hermoso que era aquel cabello y lo afortunado que era de tenerla por compañera. Mientras pensaba en ella con cariño, el poder despertó. Antes de que pudiera desvanecerse, la parte nebulosa y encerrada bajo llave de su mente lo asió y lo retuvo, mientras el resto de su mente seguía pensando en los sentimientos que le inspiraba Denna. Cuando se dio cuenta de que era capaz de controlarlo, dejó de pensar en ella y se aferró a la esperanza de huir. Inmediatamente el poder se evaporó.

El alma se le cayó a los pies. «¿Qué más da? —pensó—. Nunca podré escapar. Además, ¿por qué debería hacerlo? Soy el compañero de Denna. ¿Adónde iría? ¿Cómo me las arreglaría sin que ella me dijera qué debo hacer?».

Denna cruzó una puerta y la cerró tras él. Había una ventana apuntada, adornada con unas sencillas cortinas, abierta a la oscuridad exterior. Asimismo había una cama con una gruesa manta y mullidos cojines. El suelo era de madera pulida. Había dos lámparas encendidas: una situada encima de la mesilla de noche y la otra encima de una mesa con una silla colocada en el otro extremo del cuarto. En una de las paredes, cerca de otra puerta, se veían armarios de madera oscura empotrados. Había un pedestal con una jofaina y una jarra.

—Éstas son mis habitaciones —le dijo Denna, desenganchando la cadena—. Puesto que eres mi compañero, si me complaces se te permitirá dormir aquí. —La mujer pasó la anilla de la cadena por encima de uno de los postes de la cama, cerca de los pies de la misma. Entonces chasqueó los dedos y señaló el suelo, a los pies de la cama—. Hoy dormirás aquí, en el suelo.

Richard bajó la vista hacia el suelo. El agiel aplicado sobre uno de sus hombros lo obligó a arrodillarse.

—He dicho que al suelo. Enseguida.

—Sí, ama Denna. Lo siento, ama Denna.

—Estoy agotada. Esta noche te quiero completamente callado. ¿Entendido?

El joven asintió con la cabeza, demasiado asustado para decir que sí.

—Muy bien. —La mujer se dejó caer sobre la cama y se durmió casi al instante.

Richard se frotó el hombro que le dolía. Hacía muchos días que no había sufrido la tortura del agiel. Al menos, no había decidido hacerlo sangrar. Tal vez no le gustaba ensuciar sus aposentos con sangre. Pero no, a Denna le gustaba su sangre. El joven se tumbó en el suelo. Sabía que al día siguiente la mord-sith iba a torturarlo y trató de no pensar en ello; aún se estaba recuperando del entrenamiento en Tamarang.

Richard se despertó antes que ella, pues le aterraba que lo despertara el agiel. Se oyó el largo repicar de una campana. Denna se despertó, se quedó tumbada de espaldas un rato sin decir nada y luego se levantó para comprobar que Richard estuviera despierto.

—La plegaria matinal —anunció—. La campana nos llama. Después de la plegaria, empezaré a entrenarte.

—Sí, ama Denna.

La mord-sith enganchó la cadena a su cinturón y lo guió por los pasillos hasta un patio a cielo abierto de forma cuadrada, con pilares que sostenían arcos en los cuatro lados. En el centro del patio se veía una extensión de arena blanca que había sido rastrillada para que formara líneas concéntricas alrededor de una oscura roca. Encima de la roca había una campana, la que había sonado antes. Sobre el suelo embaldosado, entre los pilares, se veía a gente arrodillada e inclinada hacia adelante, con la frente tocando el suelo.

Todos cantaban al unísono: «Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas».

Aquella salmodia se repetía una y otra vez. Denna chasqueó los dedos y señaló el suelo. Richard se arrodilló, imitando a los demás. Denna se arrodilló junto a él e inclinó la frente hasta las baldosas. En esta posición se unió al canto colectivo, pero se detuvo al darse cuenta de que Richard no cantaba.

—Por no cantar, dos horas —le dijo con gesto hosco—. Si tengo que recordártelo otra vez, serán seis.

—Sí, ama Denna.

Richard se puso a cantar enseguida. Tenía que pensar en la trenza de Denna para ser capaz de pronunciar aquellas palabras sin que la magia le causara dolor. El joven no estuvo seguro de cuánto duró el cántico, pero le pareció que transcurrían unas dos horas. La espalda le dolía por estar inclinado, con la cabeza tocando el suelo. Las palabras nunca variaban. Al cabo de un tiempo, se le mezclaron en un galimatías que le trabucaba la lengua.

Cuando la campana sonó dos veces, la gente se levantó y se dispersó en diferentes direcciones. Denna se puso de pie. Richard se quedó donde estaba, sin saber qué debía hacer. Era consciente de que podía meterse en líos si se quedaba allí, inmóvil, pero si se levantaba sin permiso, el castigo sería mucho peor. Oyó unos pasos que se acercaban, pero no miró.