Constance miró a su víctima con los dientes apretados, tirándole la cabeza hacia atrás con más fuerza.
—¿Por qué no? Ya se lo habrás hecho, ¿no?
—Sí, pero no quiero que se lo hagas. El amo Rahl aún no ha hablado con él. No quiero correr riesgos.
—Denna, hagámoslo juntas —propuso Constance con una amplia sonrisa—, las dos a la vez. Tú y yo. Como solíamos hacer.
—Ya te lo he dicho; el amo Rahl quiere hablar con él.
—Después de hacérselo.
—Hace mucho tiempo que no oigo ese grito —rememoró Denna con una sonrisa. Entonces miró a Richard a los ojos y añadió—: Si el amo Rahl no lo mata, o él no muere antes por… otras cosas, sí, se lo haremos juntas. ¿Vale? Pero ahora no. Constance, por favor, respeta mis deseos y no le metas el agiel en el oído.
Constance hizo un gesto de asentimiento y soltó el pelo a Richard.
—No creas que te has librado —le espetó, airada—. Tarde o temprano tú y yo nos quedaremos solos y entonces… ¡vaya si me divertiré contigo!
—Sí, ama Constance —susurró Richard con voz ronca.
Acabado el entrenamiento, las mord-sith fueron a almorzar. Richard las siguió, unido por la cadena al cinturón de Denna. El comedor era una sala elegante por su sencillez, revestida con paneles de madera de roble y suelo de mármol blanco. En el aire flotaba el murmullo de las conversaciones de las personas sentadas a las mesas. Denna chasqueó los dedos y señaló con un dedo el suelo, detrás de su silla. Los criados llevaron comida a las dos mord-sith, pero no a Richard. El almuerzo consistía en una sopa de aspecto suculento, queso, pan negro y fruta, sin nada de carne. Todo olía tan bien que a Richard se le hizo la boca agua. A medio almuerzo, Denna se volvió hacia él y le dijo que él no almorzaría por haberse ganado un castigo de dos horas por la mañana y añadió que, si se portaba bien, podría cenar.
Después de los rezos de la tarde, Richard tuvo que soportar varias horas más de entrenamiento a manos de Denna y Constance. Los esfuerzos del joven por no cometer ningún error fueron recompensados con una cena consistente en arroz y verduras. Tras la cena, hubo más rezos y más entrenamiento, hasta que, por fin, dejaron a Constance y regresaron a las habitaciones de Denna. Richard estaba exhausto y andaba encorvado por el dolor.
—Prepárame el baño —le ordenó la mord-sith, mostrándole un pequeño cuarto adyacente a su alcoba. El cuarto estaba completamente vacío, excepto por una soga fijada a un dispositivo en el techo y una bañera en una esquina. Denna le explicó que ese cuarto lo usaba para entrenar a sus mascotas sin salir de sus aposentos, que no quería sangre en su alcoba y que la soga era para dejarlo colgado toda la noche, si así lo deseaba. Denna le prometió que pasaría mucho tiempo en aquel cuartito.
Después de obligarlo a arrastrar la tina hasta los pies de su cama, la mord-sith le ordenó que la llenara con cubos de agua caliente. Le prohibió que hablara con nadie, ni siquiera si le dirigían la palabra, y que corriera con los cubos, para que el agua de la bañera no se enfriara antes de llenarse. Si no seguía al pie de la letra sus instrucciones cuando ella no lo veía, lo amenazó, el dolor de la magia lo dejaría paralizado y, si tenía que ir ella a buscarlo, lamentaría haberla decepcionado. El lugar al que debía ir a buscar el agua era un manantial de agua caliente rodeado por bancos de mármol blanco y situado a una considerable distancia de los aposentos de Denna. Cuando consiguió llenar la bañera, Richard sudaba, agotado.
Mientras ella se remojaba en la bañera, Richard le frotó la espalda, le deshizo la trenza y la ayudó a lavarse el pelo.
Denna colocó ambos brazos a los lados de la bañera, recostó la cabeza, cerró los ojos y se relajó. Richard siguió arrodillado a su lado por si necesitaba algo.
—No te gusta Constance, ¿verdad?
Richard no supo qué responder. No quería hablar mal de su amiga, pero si mentía se ganaría un castigo.
—Yo… me da miedo, ama Denna.
—Una respuesta muy inteligente, amor mío. —Denna sonreía, manteniendo los ojos cerrados—. No estarás tratando de hacerte el gracioso, ¿verdad que no?
—No, ama Denna. Os he dicho la verdad.
—Bien. Haces bien en tenerle miedo. Constance odia a los hombres. Cada vez que mata a uno, grita el nombre del hombre que la quebró: Rastin. ¿Recuerdas que te conté que el hombre que me quebró a mí me convirtió en su compañera y que luego lo maté? Pues antes de eso fue el entrenador de Constance. Se llamaba Rastin. Él fue quien la quebró. Constance me dijo cómo podía matarlo. Por eso yo haría cualquier cosa por ella, y ella por mí, en agradecimiento por haber matado al hombre que detestaba.
—Sí, ama Denna. Pero, ama Denna, por favor, no me dejéis solo con ella.
—Te sugiero que pongas los cinco sentidos en cumplir tus deberes. Si lo haces y no te ganas demasiadas horas de castigo, te seguiré entrenando yo. ¿Lo ves? ¿Ves lo afortunado que eres de tener un ama tan amable como yo?
—Sí, ama Denna, gracias por enseñarme. Sois una gran maestra.
La mord-sith abrió un ojo para asegurarse de que Richard no se burlaba de ella. El joven estaba completamente serio.
—Tráeme una toalla y coloca el camisón en la mesilla de noche.
Richard la ayudó a secarse el cabello con una toalla. Denna no se puso el camisón, sino que se tendió en el lecho con el cabello aún húmedo desparramado sobre la almohada.
—Apaga la lámpara que hay encima de la mesa. —Richard obedeció al instante—. Y ahora tráeme el agiel, amor mío.
Richard se estremeció. Odiaba tener que llevarle el instrumento de tortura, pues sólo tocarlo le causaba dolor. Pero sabía que, si vacilaba, aún sería peor, por lo que apretó los dientes, cogió el agiel y lo sostuvo entre las palmas abiertas. El dolor vibraba en sus codos y hombros. Ardía en deseos de que Denna lo cogiera. La mujer había amontonado los cojines contra la cabecera de la cama y lo observaba, ligeramente incorporada. Cuando cogió el agiel, Richard expulsó aire profundamente.
—Ama Denna, ¿por qué a vos no os duele al tocarlo?
—Sí que me duele, como a ti. Me duele porque fue el usado para entrenarme a mí.
—¿Estáis diciendo que durante todo el tiempo que lo sostenéis, mientras me entrenáis, os duele? —inquirió Richard, muy sorprendido.
Denna asintió con la cabeza e hizo rodar el agiel entre los dedos, apartando por un instante la mirada del joven. Entonces le sonrió con el entrecejo ligeramente fruncido.
—Son escasos los momentos en los que no siento dolor de un tipo o de otro. Ésta es una de las razones por las que cuesta tantos años entrenar a una mord-sith, a enseñarnos a vivir con el dolor. Supongo que también por eso las mord-sith son mujeres; los hombres son demasiado débiles. La cadena que me ciñe la muñeca me permite llevar el agiel colgado y entonces no me duele. Pero cuando se lo aplico a alguien, me produce un dolor continuo.
—No tenía ni idea —dijo Richard, muy angustiado—. Lo siento, ama Denna. Siento que os duela y que debáis sufrir para enseñarme.
—El dolor también puede producir placer, amor mío. Ésta es una de las cosas que trato de enseñarte. Y ahora basta de charla. Es hora de que iniciemos una nueva lección. —Los ojos de la mujer recorrieron el cuerpo del joven.
Richard reconoció esa mirada y percibió que a la mujer se le aceleraba la respiración.
—Pero, ama Denna, acabáis de bañaros y yo estoy sudoroso.
—Me gusta tu sudor —replicó la mord-sith con una leve sonrisa de torcido. Entonces, sin apartar los ojos de los de Richard, se puso el agiel entre los dientes.
Los días transcurrieron con una embrutecedora monotonía. A Richard no le importaba participar en los rezos, pues era mejor que ser entrenado y torturado. Pero odiaba tener que repetir aquellas palabras, cosa que únicamente conseguía concentrándose en la trenza de Denna. De hecho, entonar las mismas frases hora tras hora, de rodillas y con la cabeza pegada a las baldosas era casi tan pesado como el entrenamiento. A veces, Richard se despertaba por la noche o por la mañana cantando: «Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas».