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—No. Esta noche no, Constance.

—¿No? ¿Qué quieres decir con no?

—¡No es que no! —estalló Denna—. ¡Él es mi compañero y pienso entrenarlo como tal! ¿Quieres venir y mirar cómo nos acostamos? ¿Quieres mirar lo que le hago mientras tengo el agiel entre los dientes?

Richard se encogió. De modo que era eso lo que Denna planeaba. Si se lo hacía esa noche, con lo malherido que ya estaba…

Unas personas ataviadas con túnicas blancas —según Denna misioneros— contemplaban la escena con gran interés. Constance las miró a su vez con dureza y ellas se alejaron precipitadamente. Ambas mord-sith estaban coloradas, Denna de rabia y Constance de vergüenza.

—Claro que no, Denna —respondió Constance, bajando la voz—. Lo siento. No lo sabía. Dejaré que lo entrenes sola. —Entonces dirigió a Richard una mueca burlona—. Parece que ya tienes suficientes problemas, chico. Espero que estés a la altura.

A modo de despedida, la mujer le hundió el agiel en el estómago. Sintiéndose mareado, Richard gimió y se llevó una mano al estómago. Denna lo sostuvo poniéndole una mano debajo del brazo. Después de lanzar una airada mirada a Constance, la mord-sith echó a andar, esperando que su compañero la siguiera, cosa que hizo.

Una vez de vuelta en las habitaciones de la mujer, ésta le tendió el cubo. Richard a punto estuvo de derrumbarse al pensar en el esfuerzo que debería realizar.

—Ve a buscar un cubo de agua caliente —le ordenó Denna.

Richard sintió un tremendo alivio al saber que no tendría que llenar toda la bañera. Un tanto confundido, fue a buscar el agua. Denna parecía estar enfadada, pero no con él. Después de dejar el cubo en el suelo, Richard esperó con la cabeza inclinada. Denna acercó la silla, y el joven se sorprendió de que lo hubiera hecho ella misma.

—Siéntate —le dijo. Entonces, fue hasta la mesilla de noche y regresó con una pera. Denna miró y remiró la fruta durante un momento, dándole vueltas en la mano y frotándola un poco con el pulgar, tras lo cual se la ofreció, diciéndole—: He traído esto de la cena, pero ya no tengo hambre. Cómetela; tú no has cenado.

Richard miró la pera que la mujer le ofrecía y declinó.

—No, ama Denna, es vuestra.

—Sé de quién es, Richard —contestó ella con voz aún tranquila—. Haz lo que te digo.

El joven cogió la pera y se la comió entera, incluso las semillas. Denna se arrodilló y empezó a lavarlo. Richard no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, pero le dolía, aunque no era nada comparado con el agiel. Se preguntaba por qué Denna hacía aquello, cuando lo que tocaba era más entrenamiento. Denna pareció percibir sus pensamientos.

—Me duele la espalda —explicó.

—Lo lamento, ama Denna. Es culpa mía, por haberme portado mal.

—Estate quieto —le pidió Denna—. Hoy quiero dormir sobre una superficie dura, por la espalda. Así pues, dormiré en el suelo y tú dormirás en mi cama. Pero antes tengo que limpiarte porque no quiero que me la manches con sangre.

Richard se quedó perplejo. En el suelo cabían los dos, de sobra, y no sería la primera vez que él manchaba con su sangre la cama de Denna. En el pasado, a ella no le había importado. Pero el joven decidió que no era asunto suyo y no preguntó.

—Muy bien —dijo la mujer al acabar—, ahora métete en la cama.

Richard se tumbó en el lecho bajo la mirada de Denna. Entonces, con gesto resignado, cogió el agiel de la mesilla de noche, lo que le causó dolor en el brazo, y se lo tendió, deseando que esa noche no le hiciera sufrir más.

Denna cogió el agiel y lo dejó de nuevo en la mesilla.

—Esta noche no. Ya te he dicho que me duele la espalda. Ahora, duerme —añadió, apagando la lámpara.

El joven oyó cómo se tendía en el suelo, mascullando en voz baja una maldición. Richard estaba demasiado agotado para pensar y se quedó dormido inmediatamente.

Cuando el repique de la campana lo despertó, Denna ya se había levantado. Se había limpiado la sangre de su blanco atuendo y se había peinado. Mientras se dirigían al patio de oración, no le dijo nada. Arrodillarse le dolía, por lo que Richard se alegró cuando los rezos se acabaron. No vio a Constance. Caminando detrás de la mujer, giró hacia la sala de entrenamientos, pero Denna siguió adelante y la cadena se tensó. El dolor lo hizo detenerse de golpe.

—Por ahí no —dijo Denna.

—Como digáis, ama Denna.

Después de recorrer durante un rato pasillos que parecían interminables, la mord-sith le lanzó una mirada de impaciencia y le ordenó:

—Camina a mi lado. Vamos a dar un paseo. A veces me gusta dar paseos. Cuando me duele la espalda, eso me alivia.

—Lo siento, ama Denna. Confiaba en que hoy estuvierais mejor.

La mujer le echó una rápida mirada y luego volvió la vista al frente.

—No lo estoy. Así pues, daremos un paseo.

Richard nunca se había alejado tanto de las habitaciones de Denna. Los ojos se le iban hacia cosas nunca vistas. De vez en cuando, encontraban patios semejantes al que solían acudir para rezar. Eran lugares abiertos, con una roca en el centro y una campana. En algunos había hierba en lugar de arena, y otros tenían incluso un pequeño estanque de aguas transparentes por las que se deslizaban grupos de peces, y una roca en el centro. A veces, los corredores eran tan anchos como salas, tenían el suelo cubierto de baldosas decoradas, profusión de arcos y columnas, y altísimos techos. Eran pasillos luminosos y la luz entraba a raudales por las ventanas.

Se veían personas por todas partes, la mayoría de ellas ataviadas con túnicas blancas o de algún otro color pálido. Nadie parecía tener prisa, pero casi todo el mundo se movía como si supiera adónde ir, aunque también había gente, poca, sentada en bancos de mármol. Richard apenas vio soldados. La mayoría de la gente pasaba al lado de Denna y Richard como si fueran invisibles, aunque algunas personas sonreían y saludaban a la mord-sith.

El palacio era increíblemente grande; las salas y pasillos se extendían hasta perderse de vista. Había anchas escaleras que conducían arriba o abajo, hacia partes desconocidas del enorme edificio. En una sala se exhibían estatuas de desnudo en actitud arrogante. Casi todas las esculturas, de piedra tallada y pulida, eran blancas, aunque algunas mostraban vetas doradas, y todas ellas medían el doble que Richard. El joven no vio ni un solo rincón oscuro, feo o que estuviera sucio; todo lo que vio era muy hermoso. Los pasos de la gente resonaban en los pasillos como reverentes susurros. Richard se extrañaba de que un lugar de tales dimensiones hubiera sido concebido y, sobre todo, construido. Debía de haber costado generaciones.

Denna lo condujo a un amplio patio a cielo abierto. El musgoso suelo estaba cubierto por árboles adultos, y un sendero de losas de arcilla marrones serpenteaba por el corazón de un bosquecillo. Ambos pasearon por ese sendero. Richard contemplaba los árboles, que eran hermosos aunque no tuvieran hojas. Denna lo observaba.

—Te gustan los árboles, ¿verdad?

—Mucho, ama Denna —respondió el joven en un susurro, mirando a su alrededor.

—¿Por qué te gustan?

—Me parece que forman parte de mi pasado —contestó Richard, después de un instante de reflexión—. Creo recordar que yo antes era guía en un bosque. Pero apenas recuerdo nada de eso, ama Denna, excepto que me gustaba mucho el bosque.

—Cuando a uno lo han quebrado, olvida cosas de su pasado —le explicó la mord-sith en voz baja—. Cuanto más te entrene, más te olvidarás de tu vida anterior, excepto las cosas específicas que yo te pregunte. Muy pronto lo olvidarás todo.

—Sí, ama Denna. Ama Denna, ¿qué lugar es éste?

—Es el Palacio del Pueblo. Es la sede del poder en D’Hara, el hogar del amo Rahl.

Almorzaron en un lugar distinto al acostumbrado. Por alguna razón que Richard no entendía, Denna lo hizo sentarse en una silla. Asistieron a los rezos de la tarde en uno de los patios con un estanque en vez de arena y, después, continuaron recorriendo más pasillos hasta que, a la hora de la cena, ya se encontraban en su ala del palacio. El paseo sentó bien a Richard; necesitaba estirar los músculos.