—Vivo para serviros, amo Rahl —respondió Denna con una profunda reverencia. Al volverse hacia Richard, el joven vio que estaba colorada. La mujer le puso un dedo bajo la barbilla y se la alzó ligeramente—. No me decepciones, amor mío.
—Eso nunca, ama Denna —dijo el Buscador, con una sonrisa en los labios.
El joven dio rienda suelta a la cólera, solamente para sentirla una vez más, mientras miraba cómo la mujer se alejaba. La cólera iba dirigida contra ella y contra lo que le habían hecho para convertirla en lo que era. «No pienses en el problema, sino en la solución», se dijo a sí mismo. Con este pensamiento, se volvió para encararse con Rahl el Oscuro. El rostro de Rahl se mostraba sereno e impasible. Richard lo imitó.
—Ya sabes que quiero averiguar qué dice el resto del libro.
—Mátame.
—¿Tan ansioso estás por morir? —inquirió Rahl con una sonrisa.
—Sí. Mátame, como mataste a mi padre.
Rahl el Oscuro frunció el entrecejo, pero sin dejar de sonreír.
—¿A tu padre? Yo no maté a tu padre, Richard.
—¡George Cypher! ¡Tú le mataste! ¡No trates de negarlo! ¡Lo mataste con ese cuchillo que llevas al cinto!
Rahl le mostró las palmas de las manos en actitud de fingida inocencia.
—No niego haber matado a George Cypher. Pero no he matado a tu padre.
Estas palabras cogieron a Richard por sorpresa.
—¿De qué estás hablando?
Rahl el Oscuro se paseó a su alrededor, los ojos prendidos en los de Richard, que lo seguía girando la cabeza.
—Es buena, sí señor, muy buena. De hecho, es la mejor que he visto nunca. Tejida por el gran mago en persona.
—¿Qué?
Rahl el Oscuro se lamió los dedos y se detuvo frente a Richard.
—La red mágica que te rodea. Nunca había visto nada igual. Es como si estuvieras encerrado dentro de un capullo. Hace ya tiempo que la llevas. Es una red bastante intrincada; creo que ni siquiera yo podría deshacerla.
—Si tratas de convencerme de que George Cypher no era mi padre, no lo has conseguido. Pero, si tratas de convencerme de que estás loco, no tienes por qué molestarte. Eso ya lo sé.
—Mi querido muchacho. —Rahl se echó a reír—. Me importa un pimiento quién creas que es tu padre. Sin embargo, hay una red mágica que te impide ver la verdad.
—¿De veras? Voy a seguirte la corriente. Si George Cypher no era mi padre, ¿quién lo era?
—No lo sé. —Rahl se encogió de hombros—. La red lo oculta. Pero, por lo que he visto, tengo mis sospechas. ¿Qué dice el Libro de las Sombras Contadas? —preguntó, súbitamente serio.
Richard se encogió de hombros.
—¿Ésa es tu pregunta? Me decepcionas.
—¿Por qué?
—Bueno, después de lo que le ocurrió al bastardo de tu padre creí que querrías saber el nombre del gran mago.
Rahl el Oscuro le lanzó una mirada desafiante, mientras se lamía lentamente las yemas de los dedos.
—¿Cómo se llama el mago?
Ahora fue el turno de Richard de sonreír.
—Ábreme en canal y lo sabrás —dijo, extendiendo ambos brazos—. Está escrito en mis entrañas. Si quieres saberlo, busca allí.
Richard mantuvo una sonrisa de suficiencia en los labios. Era consciente de que se encontraba indefenso y esperaba impulsar a Rahl a que lo matara. Si él moría, el libro moriría con él. Sin libro, no había caja. Rahl moriría y Kahlan estaría a salvo. Eso era lo único importante.
—Dentro de una semana será el primer día de invierno y averiguaré el nombre del mago. Entonces tendré el poder para capturarlo, dondequiera que se esconda, y despellejarlo vivo.
—Dentro de una semana estarás muerto. Sólo tienes dos cajas.
Rahl el Oscuro se volvió a chupar la punta de los dedos y a pasárselas por los labios.
—Ya tengo dos y la tercera viene de camino.
Richard hizo esfuerzos por no creerlo y para que su cara no revelara nada.
—No puede negarse que eres un fanfarrón valiente, pero también eres un mentiroso. Dentro de una semana morirás.
—Digo la verdad. Has sido traicionado. La misma persona que te vendió a mí también me ha vendido la caja. La tendré dentro de muy pocos días.
—No te creo —afirmó Richard, terminante.
Rahl el Oscuro se lamió las yemas y dio media vuelta. Entonces empezó a andar alrededor del círculo de arena blanca.
—¿Ah no? Permíteme que te muestre algo.
Richard lo siguió hasta una cuña de piedra blanca sobre la que descansaba una losa de granito sostenida por dos columnas cortas y acanaladas. En el centro había dos cajas del Destino. Una estaba adornada con profusión de joyas, como la que había visto, mientras que la otra era tan negra como la piedra noche. La superficie de la segunda caja era como un vacío dentro de la luminosidad del jardín interior. La cubierta que la protegía había sido retirada.
—Dos de las cajas del Destino —anunció Rahl, señalándolas con una mano—. ¿Para qué quiero el libro? No me serviría de nada sin la tercera caja. Tú la tenías. Quien te traicionó me lo dijo. Si la tercera caja no estuviera de camino, ¿para qué necesitaría el libro? Lo que haría sería abrirte el vientre para averiguar dónde está.
—¿Quién nos traicionó a mí y a la caja? —inquirió Richard, temblando de rabia—. Dímelo.
—¿O qué? ¿O me abrirás en canal y lo averiguarás leyéndome las entrañas? No pienso traicionar a la persona que me ha ayudado. Tú no eres el único que tiene honor.
Richard no sabía qué creer. Rahl tenía razón en una cosa: si no tuviera las tres cajas, no necesitaría el libro para nada. Alguien lo había traicionado. Por imposible que pareciera tenía que ser cierto.
—Mátame —dijo Richard con un hilo de voz, apartando la vista—. No voy a decirte nada. Tendrás que matarme para averiguarlo.
—Primero debes convencerme de que dices la verdad. Podrías engañarme, haciéndome creer que realmente conoces todo el libro. Es posible que hayas leído solamente la primera página y quemado el resto, o que simplemente te lo estés inventando.
Richard se cruzó de brazos y lo miró por encima del hombro.
—¿Y qué razón podría tener para engañarte?
—Me parece que te interesa esa Confesora, Kahlan. Si no logras convencerme de que dices la verdad, tendré que abrirle el vientre para echar un vistazo a sus entrañas y ver si dicen algo sobre esto.
—Si lo hicieras cometerías un grave error —replicó Richard, lanzándole una mirada de desafío—. Necesitas confirmar la veracidad del libro. Si le haces algún daño, destruirás tu única oportunidad.
Rahl se encogió de hombros.
—Eso es lo que tú dices. Pero ¿cómo sé yo que conoces realmente el contenido de todo el libro? Es posible que matarla a ella sea la manera de confirmarlo.
Richard no dijo nada. En su mente se agolpaban miles de pensamientos. «Piensa en la solución, no en el problema», se repetía mentalmente.
—¿Cómo has logrado retirar la cubierta de la caja sin tener el libro?
—El Libro de las Sombras Contadas no es la única fuente de información acerca de las cajas. Me costó todo un día retirar la cubierta y tuve que poner todos mis sentidos en ello —dijo, bajando la mirada hacia la oscura caja. Entonces volvió a alzar los ojos hacia Richard y enarcó una ceja—. Estaba adherida con magia, ¿sabes? Pero lo logré y también lo lograré con las otras dos.
Resultaba descorazonador que Rahl hubiera logrado retirar la cubierta. Para abrir una caja, antes tenía que retirarse la cubierta. Richard había esperado que, sin el libro, Rahl no tendría modo de saber cómo hacerlo y, por tanto, no podría abrir las cajas. Pero ahora esa esperanza se había desvanecido.
El joven clavó una vacua mirada en la caja adornada.
—Página doce del Libro de las Sombras Contadas —empezó a recitar—. Bajo el título «Cómo retirar las cubiertas» dice: «Las cubiertas de las cajas podrán ser retiradas por cualquiera que posea los conocimientos necesarios, y no solamente por quien haya puesto las cajas en juego». —Richard alargó una mano y levantó de la losa de granito la caja adornada con joyas—. Página diecisiete, tercer párrafo hacia el finaclass="underline" «La cubierta de la segunda caja podrá ser retirada no en las horas de oscuridad sino en las horas de sol. Para ello, sostén la caja bajo el sol y mira hacia el norte. Si está nublado, sostén la caja donde el sol le daría, si brillara, pero mira al oeste». —Richard sostuvo la caja hacia la luz del atardecer—. «Gira la caja de modo que la gema azul esté orientada al cuadrante del sol. La piedra amarilla debe mirar hacia arriba». —Richard fue siguiendo las instrucciones mientras las iba desgranando—. «Posa el dedo índice de la mano derecha sobre la piedra amarilla situada en el centro de la tapa, coloca el pulgar de la mano derecha sobre la piedra transparente situada en una esquina del fondo de la caja». —Richard cogió la caja siguiendo las indicaciones—. «Coloca el dedo índice de la mano izquierda sobre la piedra azul del costado que mira al frente, pon el pulgar de la mano izquierda sobre el rubí del lado más próximo a ti. Deja la mente en blanco y piensa solamente en un cuadrado negro en el centro de una mancha blanca. Separa ambas manos y retira la cubierta».