El joven invocó ese poder y dejó que todo quedara envuelto en un brillo blanquecino.
Mecido en la blanca bruma de la magia, atontado y casi en estado de trance, Richard entró en las habitaciones de Denna y cerró tras de sí la puerta. El poder lo invadía, lo rodeaba con su blanco manto, y él sentía su gozo y su dolor. La silenciosa alcoba aparecía bañada en el cálido y titilante resplandor de una única lámpara, la situada en la mesilla de noche. El aire se notaba suavemente perfumado. Denna estaba tendida en la cama, desnuda, con las piernas cruzadas y las manos en el regazo. Se había deshecho la trenza y cepillado el pelo. Llevaba el agiel alrededor del cuello, entre los pechos, colgado de una cadena de oro. La mujer lo observó con ojos grandes y nostálgicos.
—¿Has venido a matarme, amor mío? —susurró.
—Sí, ama —contestó Richard, contemplándola.
—Ésta es la primera vez que me llamas simplemente «ama» —comentó Denna con un amago de sonrisa—. Antes siempre me llamabas ama Denna. ¿Significa algo?
—Sí. Lo significa todo, compañera mía. Significa que te perdono por todo lo que me has hecho.
—Estoy lista.
—¿Por qué te has desnudado?
La luz de la lámpara se reflejó en los húmedos ojos de la mujer.
—Porque todo lo que tengo es de mord-sith. No deseo morir llevando las ropas de mi oficio. Deseo morir tal como nací, siendo Denna, nada más.
—Te comprendo —musitó Richard—. ¿Cómo sabías que vendría a matarte?
—Cuando el amo Rahl me eligió para que te entrenara, me dijo que no era una orden sino que debía hacerlo voluntariamente. Me advirtió que las profecías anunciaban el advenimiento de un Buscador que sería capaz de dominar la magia de la espada, la magia blanca. Se trata de la magia que vuelve blanca la hoja de la espada. El amo Rahl me dijo que, si eras el Buscador del que hablaban las profecías, podrías matarme si lo deseabas. Pero yo pedí que me enviaran a capturarte, pedí ser tu mord-sith. Te he hecho cosas que no había hecho a ningún otro, con la esperanza de que fueses el Buscador de las profecías y me mataras. Cuando atacaste a la princesa, sospeché. Y, hoy, cuando mataste a esos dos guardias, tuve la certeza. No deberías haber sido capaz de hacerlo, pues en ambas ocasiones yo controlaba la magia de la espada.
Todo era blanco alrededor de la inocente belleza del rostro de Denna.
—Lo lamento mucho, Denna —susurró él.
—¿Me recordarás?
—Tendré pesadillas el resto de mi vida.
—Me alegro —repuso Denna con una amplia sonrisa. Parecía sentirse muy orgullosa de ello—. ¿Amas a esa mujer, a Kahlan?
—¿Cómo sabes eso? —inquirió Richard, perplejo.
—A veces, durante la tortura los hombres hablan sin saber qué dicen y llaman a sus madres o a sus esposas. Tú llamabas a gritos a alguien llamado Kahlan. ¿Te casarás con ella?
—No puedo —contestó Richard, tragándose el nudo que se le había formado en la garganta—. Kahlan es una Confesora. Su poder me destruiría.
—Lo siento. ¿Te duele mucho?
—Sí. Más que cualquier cosa que me hayas podido hacer tú.
—Bien. —Denna sonrió tristemente—. Me alegro que la mujer a la que amas sea capaz de causarte más dolor que yo.
Richard sabía que, a su retorcida manera, Denna lo decía para consolarlo. Para ella, alegrarse de que otra mujer le hiciera más daño que ella era una prueba de su amor. Richard sabía que, a veces, Denna le había causado dolor para demostrarle que lo quería. A sus ojos, el que Kahlan le hiciera tanto daño era una demostración de amor.
Al joven se le escapó una lágrima. ¿Qué le habían hecho a aquella pobre niña?
—Es un tipo de dolor distinto. Físicamente, nadie podrá hacerme sufrir más que tú.
—Gracias, amor mío —susurró Denna. Una lágrima de orgullo le rodó por la mejilla. La mujer cogió el agiel que le pendía del cuello y lo alzó en actitud esperanzada—. ¿Lo llevarás para acordarte de mí? Si lo llevas colgado o lo coges por la cadena, no te dolerá; sólo te dolerá si lo coges con la mano.
Richard sostuvo la cara de Denna en el resplandor blanco.
—Será un honor, compañera mía. —Entonces se inclinó para que la mujer le colgara el agiel y después dejó que le estampara un beso en la mejilla.
—¿Cómo vas a hacerlo? —le preguntó Denna.
Richard sabía a qué se refería y notó un nudo en la garganta. Su mano se dirigió con facilidad a la empuñadura de la Espada de la Verdad. Lentamente la desenvainó. Ésta vez, el arma no emitió ningún sonido metálico.
En vez de eso siseaba. Era el siseo del metal al rojo vivo.
Richard no tenía necesidad de mirar para saber que la hoja de la espada se había puesto incandescente. Sus ojos no se apartaban de los húmedos ojos de la mujer. El poder fluía por él. Se sentía en paz; toda la ira, el odio y la maldad habían desaparecido. En vez de eso, ahora la espada le transmitía únicamente amor hacia Denna, hacia aquella niña en la que otros habían vertido dolor, hacia aquel receptáculo de crueldad, hacia aquella alma inocente y torturada a la que habían entrenado para que hiciera lo que más aborrecía: causar dolor a los demás. Richard se sentía tan compenetrado con ella que notaba cómo el corazón se le rompía por la pena y el amor hacia Denna.
—Denna —susurró—, déjame marchar. No es preciso hacer esto. Te lo ruego, déjame ir. No me obligues a matarte.
La mujer alzó la barbilla con orgullo.
—Si tratas de huir, te detendré con el dolor de la magia y haré que te arrepientas de haberme causado tantos problemas. Soy una mord-sith. Soy tu ama. No puedo ser más que quien soy, y tú no puedes ser menos que mi compañero.
Richard asintió tristemente y apoyó la punta de la espada entre los pechos de Denna. Las lágrimas y el resplandor blanco le nublaban la vista. Suavemente, Denna cogió la punta de la espada y la movió unos pocos centímetros.
—El corazón está aquí, amor mío.
Sin apartar la espada, Richard se inclinó y le rodeó cariñosamente sus tersos hombros con el brazo izquierdo. Mientras la besaba en la mejilla, retenía el poder con todas sus fuerzas.
—Richard, nunca había tenido un compañero como tú —musitó Denna—. Y me alegro de no tener otro nunca más. Eres una persona excepcional. Desde que fui elegida, solamente tú te has preocupado de que no sufriera y has hecho algo para paliar ese dolor. Te doy las gracias por anoche, por haberme enseñado lo que podía ser.
Ahora Richard ya no contenía las lágrimas.
—Perdóname, amor mío —musitó, abrazándola muy fuerte.
—Te lo perdono todo —respondió ella, y sonrió—. Gracias por llamarme «amor mío». Me alegra habértelo oído decir con sinceridad al menos una vez antes de morir. Retuerce la espada para asegurarte. Richard, por favor, ¿querrás compartir conmigo mi último aliento? ¿Tal como te he enseñado? Deseo que te lleves mi último aliento de vida.
Aturdido, Richard posó sus labios sobre la boca de Denna y la besó. Ni siquiera notó que su mano derecha se movía. No hubo ninguna resistencia. La espada atravesó a la mujer como si fuera gasa. El joven notó cómo su mano retorcía la espada y se llevó el último aliento de vida de la mujer.
Después, la recostó sobre la cama, se tendió junto a ella y lloró incontrolablemente, mientras acariciaba su rostro ceniciento.
En aquellos momentos deseó con todas sus fuerzas poder volver atrás.
44
Abandonó las habitaciones de Denna en plena noche. Los pasillos estaban desiertos, excepto por las trémulas sombras. Los pasos de Richard resonaban en los suelos y los muros de piedra pulida, mientras el joven caminaba contemplando cómo su sombra giraba alrededor al pasar delante de las antorchas. En el estado de acongojado estupor en el que se encontraba, hallaba consuelo en notar nuevamente el peso de la mochila a la espalda y en saber que estaba abandonando el Palacio del Pueblo. No tenía ni idea de adónde se dirigía, sólo sabía que iba a irse de allí.