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El dolor de un agiel en la región baja de la espalda lo paralizó e, instantáneamente, su rostro se perló de sudor. Por mucho que lo intentara no podía respirar. Sentía una llamarada que le consumía las caderas y las piernas.

—¿Vas a alguna parte? —susurró una voz implacable.

Era Constance. Con mano temblorosa, Richard pugnó por asir la espada. Al verlo, la mord-sith se echó a reír. Por la mente del joven pasó la visión de cómo entregaba a Constance el control sobre su magia y cómo toda la pesadilla volvía a empezar de nuevo. Instantáneamente, alejó la mano de la empuñadura y reprimió la cólera de la magia. La mujer se colocó frente a él, rodeándolo con un brazo, manteniendo el agiel contra la espalda de Richard y paralizándole las piernas. Constance llevaba sus prendas de piel roja.

—¿No? ¿Aún no estás listo para tratar de usar la magia contra mí? Ya lo estarás. Muy pronto lo intentarás, tratarás de salvarte. —Constance sonrió—. Ahórrate el dolor y úsala ahora. Si lo haces, tal vez me muestre clemente contigo.

Richard pensó en todos los modos en los que Denna le había causado dolor y cómo le había enseñado a soportarlo para seguir torturándolo. Todo lo que había aprendido volvió a él. Así pudo controlar el dolor y bloquearlo lo suficiente para inspirar hondo.

Ciñó el cuerpo de Constance con el brazo izquierdo, apretándola contra sí, y agarró el agiel de Denna que le colgaba del cuello. Una descarga de dolor le subió por el brazo. Richard lo soportó y trató de no pensar en ello. Constance lanzó un gruñido cuando el Buscador la alzó en vilo, empujando su cuerpo hacia arriba y trató de apretar con más fuerza el agiel en la espalda de Richard, pero no podía mantener el equilibrio y, además, tenía el brazo inmovilizado.

Cuando ya la tuvo en vilo, de modo que la contraída faz de la mujer estuviera a la altura de la suya, Richard presionó el agiel de Denna contra el pecho de Constance. Ésta abrió mucho los ojos y su expresión se relajó. Richard recordaba que Denna había aplicado el agiel a la reina Milena de aquel mismo modo. En Constance el efecto era el mismo; temblaba y aflojó la presión en su espalda. Aún le dolía, así como también el agiel que sostenía en su mano.

—No voy a matarte con la espada —le dijo Richard entre dientes—. Para ello, antes tendría que perdonarte por todo. Te podría perdonar lo que me hiciste a mí, pero nunca te perdonaré que traicionaras a tu amiga Denna. Eso es lo único que nunca podría perdonarte.

—Por… favor —suplicó Constance, desesperada.

—Lo he prometido… —dijo Richard en tono desdeñoso.

—No… por favor… no.

Richard retorció el agiel, tal como había visto hacer a Denna con la reina. Constance se estremeció y cayó sin vida entre sus brazos. De las orejas le manaba sangre. Su cuerpo exánime se deslizó al suelo.

—Y lo he cumplido.

Richard contempló largamente el agiel que agarraba con una mano antes de darse cuenta de que le producía dolor y, finalmente, lo soltó para que colgara de la cadena.

Entonces bajó la vista hacia la mord-sith muerta, mientras trataba de recuperar el resuello. Mentalmente dio gracias a Denna por haberlo enseñado a soportar el dolor. De ese modo le había salvado la vida.

Aún tuvo que andar una hora por el laberinto de pasillos hasta hallar la salida. El joven mantuvo la empuñadura de la espada bien agarrada mientras pasaba entre dos fornidos soldados que custodiaban la puerta, abierta, del muro exterior. Pero ellos se limitaron a saludarlo cortésmente con la cabeza, como si fuera un invitado que se marchara a casa después de asistir a un banquete real.

Fuera se detuvo a contemplar el campo iluminado por la luz de las estrellas de esa gélida noche. Giró sobre sí mismo para verlo todo. El Palacio del Pueblo estaba rodeado por unas imponentes murallas cortadas a pico y se elevaba en lo más alto de una inmensa meseta que descendía hacia una llanura. La meseta se elevaba a cientos de metros por encima de un terreno yermo, pero entre los picos se veía un camino que descendía serpenteante.

—¿Un caballo, señor?

—¿Qué? —Richard giró sobre sus talones. Era uno de los guardianes.

—Os he preguntado si deseáis un caballo, señor. Parece que vais a partir, y es una larga travesía.

—¿Qué es una larga travesía?

—Las llanuras Azrith —contestó el guardián, señalando con la cabeza hacia abajo—. Parece que queréis dirigiros al oeste, cruzando las llanuras Azrith. Es una larga travesía. ¿Deseáis un caballo?

A Richard le puso nervioso que a Rahl el Oscuro le preocupara tan poco lo que pudiera hacer que incluso estuviera dispuesto a proporcionarle un medio de transporte.

—Sí, quiero un caballo.

El guardián sopló un pequeño silbato, al que arrancó una serie de notas largas y cortas, en dirección a un soldado apostado en el muro. Richard oyó repetirse la misma melodía en la distancia.

—No tardará, señor —lo informó el soldado, y volvió a su posición.

—¿A qué distancia están las montañas Rang’Shada?

—¿Las Rang’Shada? —El guardián frunció levemente el entrecejo—. Es una cordillera muy larga, señor.

—Al noroeste de Tamarang. Lo más cerca de Tamarang posible.

El soldado se frotó el mentón mientras pensaba.

—Cuatro o cinco días. ¿Tú qué dices? —preguntó al otro guardia.

Su compañero se encogió de hombros.

—Cabalgando sin descanso, noche y día, y cambiando a menudo de caballo, unos cinco días. Dudo que pueda hacerse en cuatro.

A Richard se le cayó el ánima a los pies. ¡Pues claro que a Rahl no le importaba darle un caballo! ¿Adónde iba a ir? Michael y el ejército de la Tierra Occidental se encontraban a cuatro o cinco días a caballo, en las montañas Rang’Shada. Era imposible que fuera y volviera en el plazo de una semana, antes del primer día de invierno.

Pero Kahlan tenía que estar más cerca. Rahl había enviado al hombre del mechón oscuro y a dos cuadrillas para capturarla. ¿Qué hacía ella tan cerca del Palacio del Pueblo? Antes de separarse, les había insistido en que no debían ir a buscarlo. Estaba enfadado con Chase por no seguir sus instrucciones, por no mantenerlos a todos lejos de D’Hara. Pero su cólera se desvaneció enseguida. Si fuera a la inversa, él tampoco habría podido quedarse de brazos cruzados sin saber qué le había pasado a un amigo. Tal vez los soldados ya no estaban en las montañas sino de camino. ¿Pero de qué serviría un ejército? El Palacio podía defenderse fácilmente con apenas diez hombres.

Dos soldados, equipados con una armadura completa, atravesaron la puerta a caballo. Traían con ellos una tercera montura.

—¿Necesitáis escolta, señor? —le preguntó el soldado—. Son buenos hombres.

—No. Iré solo. —Richard le lanzó una mirada desafiante.

El guardián despidió a los soldados con un ademán.

—¿Vais entonces en dirección oeste-suroeste? —En vista de que Richard no respondía, agregó—: Tamarang, la ciudad situada en las Rang’Shada por la que preguntasteis, está en dirección oeste-suroeste. ¿Permitís que os dé un consejo?

—Adelante —contestó Richard, receloso.

—Si cruzáis las llanuras Azrith en esa dirección, mañana por la mañana llegaréis a terreno rocoso situado entre escarpadas colinas. En un profundo cañón el camino se bifurca. Id hacia la izquierda.

—¿Por qué? —inquirió Richard, entrecerrando los ojos.

—Porque hacia la derecha hay un dragón. Es un dragón rojo con muy malas pulgas. Es el dragón del amo Rahl.

Richard montó y bajó la vista hacia el guardia.

—Gracias por el consejo. Lo recordaré.

El joven azuzó el caballo y tomó el escarpado y sinuoso camino que descendía por un lado de la meseta. Al doblar una pronunciada curva, vio un puente levadizo de pesadas planchas de madera que bajaba. Al llegar a él, ya estaba completamente bajado. Richard lo cruzó al galope. El único modo de salvar los riscos de la meseta era por el camino que él seguía, pues el abismo que acababa de cruzar detendría el avance de cualquier ejército. Incluso sin la formidable fuerza de defensores con la que sabía que contaba Rahl el Oscuro, incluso sin su magia, la inaccesibilidad del Palacio del Pueblo era su mejor defensa.