Mientras cabalgaba, Richard se quitó el odiado collar y lo arrojó hacia la oscuridad, a la vez que juraba que nunca volvería a llevar otro. Bajo ningún concepto.
Una vez en la llanura, el joven volvió el rostro hacia el Palacio del Pueblo encaramado en la meseta, imponente, tan enorme que tapaba todo un cuadrante de estrellas. El aire frío le producía lagrimeo. O quizá lloraba por Denna. Por mucho que lo intentara, no conseguía quitársela de la cabeza. La pena que sentía era tan intensa que, de no ser por Kahlan y por Zedd, se habría matado en los aposentos de Denna.
Matar con la espada en un ataque de cólera y odio era algo horrible. Pero matar con la magia blanca de la espada, por amor, era muchísimo peor. La hoja había recuperado su habitual lustre plateado, pero Richard sabía cómo hacer que se pusiera otra vez blanca. No obstante, confiaba en que nunca más tendría que hacerlo. Dudaba que fuese capaz de soportarlo de nuevo.
Sin embargo, allí estaba, cabalgando en medio de la noche para encontrar a Kahlan y a Zedd y descubrir cuál de ellos dos era el traidor que había vendido a Rahl el Oscuro la caja del Destino y a todo el mundo.
Era absurdo. ¿Qué razón tendría Rahl para usar la piedra noche a fin de atrapar a Zedd si éste era el traidor? ¿Y por qué enviaría cuadrillas en busca de Kahlan si era ella? No obstante, Shota había predicho que los dos tratarían de matarlo. Así pues, tenía que ser uno de ellos. ¿Qué iba a hacer? ¿Volver la espada blanca y acabar con ambos? El joven sabía que eso era una locura. Preferiría morir antes que hacer daño a ninguno de los dos. Pero ¿y si Zedd los estaba traicionando y la única manera de salvar a Kahlan era matar a su viejo amigo? ¿Y si era al revés? En ese caso, preferiría morir.
Lo importante era detener a Rahl. Tenía que recuperar la última caja y dejar de malgastar energía rompiéndose la cabeza. Lo único importante era detener a Rahl. Después, todo se arreglaría. Ya había encontrado la caja una vez y tendría que volver a hacerlo.
Pero ¿cómo? El tiempo se acababa. ¿Cómo iba a encontrar a Zedd y a Kahlan? No podía recorrer todo el país a caballo en tan sólo siete días. Seguramente ellos no viajaban por los caminos, y menos yendo Chase con ellos. Él procuraría que avanzaran por senderos. Pero Richard no conocía los caminos y mucho menos los senderos.
Era una empresa ímproba; había demasiado terreno que cubrir.
Rahl el Oscuro había plantado en él las semillas de demasiadas dudas. Las ideas daban vueltas sin parar en su cabeza, hasta hacerse cada vez más confusas y desesperanzadas. Richard sentía que en aquellos momentos su mente era su peor enemigo. Así pues, la vació y empezó a entonar las oraciones dirigidas a Rahl para no pensar. Era estúpido rezar al hombre al que quería matar, pero siguió orando mientras cabalgaba en la oscuridad. «Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas».
Excepto en dos ocasiones, en las que puso el caballo al paso para que descansara, el resto del tiempo galopó. Las llanuras Azrith parecían interminables. La tierra llana y desprovista casi de toda vegetación se extendía hasta el infinito. Rezar lo ayudaba a no pensar en nada, aunque había un recuerdo que no podía arrancar de su mente: el horror de matar a Denna. Aquellas lágrimas no podía reprimirlas.
Con la luz del amanecer empezó a perseguir su propia sombra. A ésta se fueron añadiendo las sombras de las rocas, que parecían fuera de lugar en aquel paisaje tan llano. Cada vez eran más numerosas. El terreno empezó a ondularse, a abrirse en barrancos y elevarse en crestas. Richard atravesó estrechos pasos y grietas, y se adentró en un cañón encajado entre paredes de roca que se desmoronaban. El camino se bifurcaba a izquierda y derecha; el último sendero era el más estrecho. Richard recordó las palabras del soldado y dobló a la izquierda.
Entonces, en su mente clara surgió un pensamiento. Richard detuvo el caballo, echó un vistazo al sendero de la derecha, reflexionó brevemente y luego tiró de las riendas, animando al caballo a que fuera a la derecha.
Rahl el Oscuro le había dicho que era libre de ir adonde quisiera. Incluso le había proporcionado un medio de transporte. Tal vez no le importaría que tomara prestado su dragón.
Richard dejó que el caballo fuera avanzando solo mientras él vigilaba atentamente los alrededores, con una mano apoyada en el pomo de la espada. Pensaba que sería fácil ver al dragón rojo. El único sonido era el repiqueteo de los cascos del caballo contra el duro suelo. El Buscador no tenía ni idea de cuánto faltaba. Cabalgó varias horas por el cañón sembrado de grandes rocas. Empezaba a preocuparlo que el dragón se hubiera ido, que el mismo Rahl se lo hubiera llevado, tal vez para ir a buscar la caja. No sabía si lo que estaba a punto de hacer era una buena idea, pero era lo único que se le ocurría.
Una cegadora lengua de fuego estalló con un rugido ensordecedor. El caballo retrocedió. Richard desmontó de un brinco, aterrizó de pie y corrió a refugiarse detrás de una peña, mientras el aire se llenaba de piedras y fuego. Fragmentos de roca rebotaban en la peña y le pasaban rozando la cabeza. El joven oyó cómo el caballo se desplomaba en el suelo con un ruido sordo y después olió a pelo quemado. El animal lanzó un horrible relincho, y después se oyó un crujir de huesos. Richard se acurrucó contra la peña, demasiado asustado para mirar.
Mientras escuchaba el periódico estruendo del fuego, huesos que se rompían y carne que se desgarraba, Richard decidió que había tenido una idea muy estúpida. No podía creer que el dragón se hubiera escondido tan bien que ni siquiera lo hubiera visto. El joven se preguntó si el reptil sabía que estaba detrás de la peña, aunque, por el momento, no lo parecía. Richard buscó una vía de escape, pero se encontraba en terreno casi completamente abierto y, si echaba a correr, el dragón lo vería. El estómago se le revolvía al oír los ruidos del caballo al ser devorado. Por fin los horribles ruidos cesaron. Richard se preguntó si los dragones solían echar una cabezada después de comer. Se oyeron unos resoplidos, cada vez más cerca. Richard se encogió.
Unas garras arañaron la peña tras la que se ocultaba y, después de levantarla del suelo, la arrojaron a un lado. Richard alzó la mirada y se encontró con un par de penetrantes ojos amarillos. El resto de animal era casi todo rojo. El leviatán poseía un cuerpo inmenso, un largo y grueso cuello y una cabeza en la que destacaban unas púas flexibles con la punta negra alrededor de la base de la mandíbula, así como en la parte posterior del cráneo, detrás de las orejas. La nervuda cola del dragón acababa en púas semejantes a las de la cabeza, aunque eran más duras y rígidas. El dragón rojo meneaba la cola lentamente, barriendo las piedras. Cuando flexionó las alas, aparecieron unos poderosos músculos bajo el entramado de escamas rojas y brillantes que le cubrían los hombros. Una ristra de colmillos, afilados como navajas y manchados de rojo por el reciente banquete, bordeaba el largo morro del animal. La bestia resopló y de los orificios nasales, situados en la punta del afilado hocico, salió humo.
—Pero ¿qué tenemos aquí? —comentó una voz femenina—. Me parece que es un suculento postre.
Richard se puso de pie de un salto y desenvainó la espada. En el aire resonó su característico sonido metálico.
—Necesito que me ayudes.
—De mil amores, hombrecillo, pero antes voy a comerte.
—¡Te aviso, no te acerques! Esta espada es mágica.
—¡Mágica! —El dragón fingió asustarse y se llevó una garra al pecho—. ¡Oh, por favor, valeroso humano, no me mates con tu espada mágica! —La bestia lanzó un ruido sordo, acompañado de humo, que Richard interpretó como una carcajada.